Compartir en:
Un cibercafé fue el primer trabajo que tuve en mi vida. Algo relativamente fácil. Atender a los clientes, controlar los tiempos de los ordenadores, sacar fotocopias y dar recargas a móviles y, de vez en cuando, limpiar un cuarto que servía de bodega. El dinero no era mucho, pero era bueno para alguien de mi edad por entonces. Mi rutina consistía en ir al insti, terminar los deberes que mandaban, y después ir a trabajar en un horario de 5 a 8 de la tarde. Casi siempre estaba sola, pero solía ver a la familia de mi jefe seguido, ya que el local estaba conectado a su casa, entonces, lo usaban como una entrada secundaria. Todos eran muy agradables, de vez en cuando me bajaban unos dulces para merendar, lo cual siempre agradecí. Pero había alguien que siempre me llamó la atención, Daniela, la sobrina de mi jefe. Ella era varios años mayor que yo. Alguien que por las tardes jugaba al fútbol, y siempre pasaba por el local cuando regresaba de los partidos. Era una chica muy agradable, y que tenía un cuerpo que llamaba la atención de cualquiera. Piernas firmes, un short que siempre parecía quedarle más pequeño de lo que debería, y esas camisetas holgadas que, en lugar de disimular, hacían resaltar la forma de sus pechos. Todo con solo 20 años. Al principio eran solo saludos, y charlas casuales, nada que me hiciera pensar demasiado, pero poco a poco algo empezó a cambiar. De repente, sus visitas eran más largas, se quedaba recargada en el mostrador hablando conmigo mientras yo acomodaba papeles o hacía bromas con una sonrisa pícara que terminaba sonrojándome. Algo que cada día me tenía más confundida y me hacía formar escenarios en mi cabeza, los cuales luchaba por rebajar y dejarlos como las fantasías que eran. Recuerdo perfectamente aquella tarde lluviosa. El agua había caído con tanta fuerza que en la calle se formaron charcos enormes. Yo estaba sola en el local, secando un poco el suelo y luchando con el frío, ya que no llevaba sujetador y estaba vestida con una falda. Y entonces Daniela entró corriendo, empapada de pies a cabeza. Su camiseta blanca se pegaba a su piel, y el short chorreaba agua que recorría ambas piernas. "Perdón por entrar así y volver a mojar todo", me dijo. "No, no te preocupes", le respondí, un poco nerviosa. "Me agarró la lluvia de sorpresa a medio camino y se me olvidó mi paraguas". "Te vas a enfermar si sigues así", le dije, un poco nerviosa. Había notado la transparencia en su ropa, la cual marcaba su sujetador. Y por más que trataba de evitarlo, mi vista se sentía atraída. "En la bodega creo que vi un par de toallas, voy a buscarte una", le dije, dándole la espalda y dirigiéndome al cuarto. Entré en la bodega, encendí la luz y me dediqué a buscar una toalla, mientras trataba de despejar mi mente de la situación anterior. Pude encontrar lo que buscaba, pero entonces, como si se tratase de una comedia, la luz se apagó. Al darme la vuelta para ir al interruptor que estaba a un lado de la puerta, noté que este seguía encendido. Había habido un apagón, probablemente provocado por la tormenta. En ese momento, Daniela apareció entre el marco de la puerta, dejando un rastro de gotas en el piso. "¿Encontraste la toalla?", me preguntó. "Sí, aquí están, si quieres, puedes secarte aquí antes de subir a tu casa", le respondí. Ella aceptó y entró a la bodega. Apenas le di la toalla, empezó a pasarlas por su cara. Yo me paré a un lado de la puerta vigilando el exterior y esperando que la luz volviese. Y cuando me di cuenta, noté que se había quitado la camiseta, y la exprimía lentamente en una de las cubetas que usaba para limpiar el suelo. Mis ojos echaron un vistazo por inercia, pero rápido quité la mirada, sentí que no debía mirar. Pero Daniela se dio cuenta. "¿Te incomoda?", preguntó, con media sonrisa. "No, perdón, no había visto que estabas haciendo eso", respondí, muerta de la vergüenza. Mis mejillas ardían y la tensión en ese espacio reducido se volvió casi insoportable. Ella siguió secándose, esta vez pasando la toalla por sus piernas, lo que hacía que el sujetador se separase un poco mas de sus pechos. Mis ojos se sentían cada vez más atraídos por ella, daba pequeñas miradas rápidas y a la vez culpables. No me sentía así desde esa noche en la casa de Diana, pero trataba de controlarme. Al final de todo, estaba en mi trabajo y tenía que comportarme. Daniela terminó de secarse, se reincorporó y caminó lentamente hacia mí, aún con el torso descubierto pero con su camiseta en la mano. Se paró frente a mí, sosteniéndome la mirada, mientras dejaba caer la camiseta al suelo. Para después besarme. En ese instante todo se volvió inevitable. La cercanía, el olor a lluvia mezclado con el de su piel, lo que hizo que mis pensamientos dejaran de buscar excusas. El primer beso fue tímido, casi inexperto, pero bastó para que ninguna de las dos quisiera detenerse. Se separó un momento, se dirigió a mi oído, donde me dijo, "He visto cómo me miras, no me desagradas y, honestamente, eres muy guapa". Lo que siguió fue una mezcla de nervios, deseo y curiosidad. Sentí su piel húmeda contra la mía, sus labios buscando los míos y mis manos apoyadas en esa cintura que hasta ese día solo me había atrevido a imaginar. La bodega se volvió un refugio donde el ruido de la lluvia de afuera, era la herramienta que mantenía oculto lo que estábamos por hacer. Su cercanía me desarmó por completo. Podía sentir su respiración rozando mi cara, el olor dulce y húmedo de su cabello húmedo por la lluvia. Sus labios se encontraban con los míos repetidamente, cada vez más firmes, con un deseo que parecía llevar guardado mucho tiempo. Actuaba con torpeza al inicio, pero pronto mis manos empezaron a explorar por instinto, ese instinto que había despertado aquella noche de Febrero. El calor de su piel contrastaba con las gotas frías que aún resbalaban de su cuerpo. Sentí sus dedos deslizarse bajo mi blusa, rozando la curva de mi cintura, y un escalofrío me recorrió entera. "Estás temblando", susurró contra mi boca. "No es por frío...", alcancé a responder, antes de que volviera a besarme. Su sujetador oscuro se tensaba sobre sus pechos húmedos. No resistí la tentación de pasar mi mano por encima, apretando suavemente, y ella soltó un gemido bajo que me encendió todavía más. Me tomó de la muñeca, guiándome a que desabrochara el broche, y cuando la prenda cayó, quedé hipnotizada. La besé en el cuello, bajando lentamente, mientras mis manos recorrían la firmeza de su espalda y el contorno de sus pechos. Ella, impaciente, me empujó suavemente contra la pared, como si quisiera tomar el control. Su boca bajó por mi cuello, jugando con mi piel, mordiendo un poco, y sentí cómo mis rodillas empezaban a temblar. El roce de su short mojado contra mis piernas me arrancó un suspiro. Lo tomé y bajé con una facilidad provocadora, dejándolo caer hasta el suelo. Mi vista se llenó de su figura casi desnuda, y la sensación fue tan abrumadora que tuve que parpadear un par de veces. No sé quién guió a quién, pero pronto estábamos enredadas entre las cajas de mercancía, con la lluvia de fondo como un murmullo lejano. Su piel contra la mía era un incendio, sus manos me exploraban sin miedo, lo que hizo que me rindiera por completo. Sus dedos se deslizaron con audacia por debajo de mi falda, llegando al borde de mi ropa interior, rozando la humedad que ya se encontraba en mi centro, lo que hizo que un jadeo escapase de mi boca al encontrar mi punto sensible, presionándolo con una lentitud tortuosa que me hizo arquear la espalda. Yo, no queriendo quedarme atrás, bajé mi mano por su vientre plano y tonificado, sintiendo el calor palpitante entre sus muslos. Ella se limitó a separar un poco las piernas, guiándome con un movimiento de caderas, y cuando mis dedos se hundieron en su calidez resbaladiza, soltó un gemido ronco que vibró contra mi cuello. Nos movimos en un ritmo instintivo, sus caderas ondulando contra mi mano mientras la mía respondía al vaivén de sus dedos, explorando profundidades que nos hacían perder el aliento. El sonido de nuestra respiración entrecortada se mezclaba con el chapoteo sutil de la lluvia afuera, y el aroma de nuestro deseo llenaba el aire confinado de la bodega. La besaba con urgencia, succionando su lengua, mientras mi otra mano circulaba sobre sus pezones endurecidos, provocándole temblores que se transmitían a todo su cuerpo. Ella aceleró el ritmo, sus dedos curvándose dentro de mi coño con una precisión que me llevó al orgasmo. Yo respondí igual, presionando más fuerte, sintiendo cómo sus labios se contraían alrededor de mis dedos. Un calor abrasador se acumuló en mi vagina, expandiéndose en oleadas que me hicieron clavar las uñas en su espalda. Ella se corrió primero, su cuerpo tensándose como un arco, un gemido ahogado escapando de sus labios mientras se derramaba en mi mano, y eso fue suficiente para empujarme a mí al abismo, mi propio clímax explotando en espasmos que me dejaron temblando contra ella. Después de ese primer clímax compartido, con las respiraciones todavía entrecortadas y los cuerpos temblando, ella se movió con una lentitud deliberada, como si supiera exactamente lo que quería enseñarme. Se puso de rodillas, subiendo un poco mi blusa, besando mi vientre, dejando un rastro húmedo con su lengua que, por la sensibilidad post-orgasmo, me hizo arquearme de nuevo. Sus manos separaron mis muslos con firmeza y, cuando sentí su aliento cálido contra mi coño, un gemido se me escapó antes siquiera de que me tocara. La primera pasada de su lengua fue suave, como si quisiera memorizar cada pliegue de mi coño. Luego se volvió más profunda, succionó con delicadeza y después con hambre, mis caderas se alzaron por instinto, buscando más. La tomé del pelo y la apreté contra mi vagina, tratando de que llegase con su lengua cada vez más profundo. Ella introdujo dos dedos dentro de mí mientras su boca no dejaba de trabajar, sentía cómo jugaba con mi clítoris, lo que me hacía gemir de forma desesperada, gemidos que se ahogaban por el ruido ambiente. Mi segundo orgasmo no tardó en llegar, mis fluidos llenaron su boca y sus dedos hasta llegar a escurrir por uno de sus labios. Esa imagen quedó clavada en mi mente por siempre, tenía a una chica mayor que yo, bebiendo de mi fuente, prácticamente un sueño cumplido. Yo no me quedé quieta. La levanté con cuidado y, colocándola contra la pared, comencé un recorrido de besos que empezó en su nuca, pasó por su espalda y terminó en uno de sus glúteos, los cuales estaban trabajados y firmes gracias al deporte que practicaba. Los tomé con las manos para después abrirlos y dejar al descubierto su ano, el cual se encontraba húmedo, no sabía si era de forma natural o era agua de lluvia que había quedado ahí. Dudé solo un segundo antes de lanzarme y probarla por primera vez. Un sabor salado pero adictivo inundó mis papilas mientras la devoraba lentamente. Mi lengua danzaba en círculos, succionando con urgencia cada gota que me encontrara mientras metía mi cabeza cada vez más entre esas dos nalgas. Alcanzaba a escuchar cómo luchaba por contener sus gemidos, por lo que solo dejaba escapar unos cuantos quejidos. Hasta que su segundo orgasmo llegó, tensando sus piernas acompañado de un gemido ahogado que la hacía vibrar, mientras yo no paraba de lamerla, dejando mis mejillas empapadas de sus fluidos. Después, exhaustas, nos sentamos una al lado de la otra, en silencio, jadeando y recuperando el aliento para después dar paso a risas tímidas que expresaban satisfacción. La bodega había tomado un clima cálido, comparado con el exterior. Daniela me miró con esa sonrisa pícara que tanto me confundía y solo dijo: "Oye, nada mal para alguien de tu edad". No supe qué contestar. Solo reí, con el corazón acelerado y la certeza de que nada volvería a ser igual después de eso. Nos levantamos, yo para acomodar mi ropa y ella para volver a vestirse con esa ropa húmeda que había quedado en el suelo. Entonces, como acto divino, la luz volvió, iluminando la bodega que dejó ver un par de siluetas de humedad que habían quedado en el lugar donde estábamos sentadas. Mientras Daniela se terminaba de vestir, me acerqué a darle un último beso, el cual fue interrumpido por la voz de un cliente que estaba en el mostrador. Me separé rápidamente y salí a atenderle. Poco después, Daniela salió de la bodega, nuestras miradas se cruzaron y ella se limitó a guiñarme un ojo, lo que me hizo soltar una pequeña sonrisa. Después de ese día, y durante los próximos 5 meses, nuestros encuentros se volvieron recurrentes, pero siempre con unas condiciones, que estos sean rápidos y estén camuflados con el ritmo de la lluvia. Por suerte, la temporada de lluvia acababa de empezar y, a pesar de que no fuera el mejor, gracias a eso el recuerdo de mi primer trabajo terminó siendo más que agradable.






