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La noche se sentía espesa sobre el Poblado, con ese calor que no viene solo del clima.
Él la miraba, apenas iluminada por la luz cálida del barcito en la terraza.
Afuera, la ciudad rugía entre motos y risas, pero ahí, en esa esquina del mundo, todo se detenía.
Ella sonreía, con esa calma que solo tiene quien sabe el efecto que causa.
Él se acercó, lo justo para sentir su respiración mezclada con el olor a vino y perfume. Ninguno decía nada; no hacía falta. Las miradas ya habían dicho demasiado.
El roce de sus manos fue un accidente bien planeado.
La piel respondió con un estremecimiento que los delató. Entre la música baja y el murmullo de la gente, las distancias comenzaron a desaparecer.
En un rincón medio oculto, entre luces y sombras, los cuerpos se buscaron sin prisa, pero con hambre.
Él la acercó, apenas un susurro entre los labios, y el mundo se encogió a ese instante. No había espacio para pensar, solo para sentir.
Afuera, Medellín seguía viva, pero ellos estaban en otro ritmo: el de las pulsaciones, el de las ganas contenidas que se escapan en un respiro.
Ella cerró los ojos. Él solo pensó que nada era más peligroso —ni más irresistible— que el deseo cuando se vuelve secreto compartido.







