Compartir en:
Ya en la habitación del hotel, mientras Lucas se preparaba unas pastas instantáneas y abría una cerveza frente a la notebook, yo me planté frente al placard con mi toalla todavía húmeda atada en el pecho. El sol ya había caído y las luces de la ciudad se colaban por la ventana, reflejando sobre el espejo del armario.
Me tomé mi tiempo. Porque claro... ¿Qué me iba a poner?
No era una cita. Pero tampoco quería parecer desinteresada. Buscaba algo que dijera sí, vine a jugar al pool... pero también vine a que no puedas dejar de mirarme. Esa delgada línea entre lo evidente y lo insinuante.
Elegí un short de jean ajustado, gastado, que dejaba asomar justo el límite de mis curvas. Una musculosa blanca sin espalda, tan suelta que si me movía rápido se me notaba más de la cuenta. Debajo, el bikini negro. Nada de corpiño. Nada que me apretara o me limitara. Solo mi piel, mi perfume y ese magnetismo que me brotaba cuando me sentía deseada.
Me maquillé lo justo. Un poco de brillo en los labios, delineador fino y rímel. Peinada con los dedos, como si me hubiese tirado en la arena hace un rato, aunque sabía que todo estaba calculado. Me puse unas botitas de caña corta y agarré mi carterita.
Lucas, desde la cama, ni me miró cuando crucé la habitación.
—¿No te vas a quedar con hambre, seguro? —le pregunté, ya en la puerta.
Recién ahí alzó la vista. Me recorrió entera con una lentitud divertida y me guiñó un ojo.
—Yo no ¿Y vos?
Le sonreí, divertida por la ocurrencia.
—Espero que no. Seguro me dan postresito.
—Andá, atrevida, andá.
Y mientras él se sentaba a ajustar los auriculares para su partida, yo bajaba las escaleras del hotel sintiéndome tan liviana como peligrosa. Porque sí, iba a jugar al pool. Pero también iba a seguir jugando con ese fuego que Mauro creía haber probado solo una vez.
El bar estaba a solo unas cuadras del hotel, frente a la costa. Afuera se escuchaba la oleada inconfundible del mar, ese rumor constante que, por alguna razón, parecía amplificar todo: las risas, la música, hasta el roce del short contra mis piernas al caminar.
Adentro, el aire olía a cerveza, puchos y algo salado que no supe identificar. Había varias mesas de pool, música de rock nacional sonando por los parlantes, y grupos de chicos y chicas que rondaban mi edad, o un poco menos. Algunos ya pasados de copas. Otros apenas entrando en calor. Me gustaba ese equilibrio: ese punto exacto donde todo puede pasar, pero nada está garantizado.
Apenas crucé la puerta, lo sentí.
Las miradas.
No una. No dos. Todas. Como si un soplo de viento hubiese hecho volar mi ropa y todos se quedaran congelados mirando. Esa sensación ya la conocía. Esa descarga eléctrica que empieza en el ombligo y sube hasta el pecho. No era solo por lo que llevaba puesto. Era cómo caminaba, cómo sostenía la mirada, cómo entraba al lugar como si me perteneciera. Como si ya supiera que todos, de alguna forma, me estaban esperando.
Una chica me miró de reojo y bajó la vista enseguida. Un flaco con campera de cuero me dedicó un silbido ahogado que preferí ignorar. Otro, más borracho, le dio un codazo a su amigo cuando pasé. Todo eso en los primeros diez pasos.
Y entonces los vi a ellos. Estaban en la mesa del fondo, cerca de una ventana abierta por donde se colaba la brisa salada. Jugaban relajados, riéndose entre ellos mientras uno se preparaba para golpear la blanca. Mauro era el único que no estaba mirando la mesa. Él ya me había visto.
Y cuando lo hizo, algo en su cuerpo cambió. Se irguió un poco. Se le congeló la sonrisa y se le aflojó la mandíbula, como si su cuerpo entero dijera no puede ser que venga así. El taco se le resbaló de entre los dedos. Y esa fue la señal.
—Mirá quién viene —dijo uno de los chicos, deteniéndose a mitad del trago.
—No te la puedo creer —soltó otro, con una sonrisa entre nerviosa y fascinada.
Todos se giraron. Todos se callaron.
Y yo, disfrutando cada microsegundo, me acerqué despacio, con paso firme, el mentón en alto, los labios apenas curvados en una sonrisa traviesa. Sabía perfectamente lo que estaba generando. Y me encantaba.
—¿Interrumpo? —pregunté, como si no supiera que acababa de romper el equilibrio del lugar.
Mauro dejó el taco a un lado y fue el primero en hablar, aunque con voz un poco más áspera de lo normal.
—No, para nada. Estábamos... esperando que vengas, de hecho.
—Yo dije que venía —le recordé, inclinándome un poco hacia él, dejando que mi musculosa se despegara apenas del pecho—. Y cumplí.
Los demás todavía me miraban como si no supieran bien cómo reaccionar. Uno de ellos, un morocho flaco con rulos que todavía no había dicho una palabra, me ofreció su banquito.
—¿Querés sentarte? —preguntó, tragando saliva.
—Prefiero quedarme de pie por ahora —respondí, guiñándole un ojo.
La tensión era deliciosa. Nadie se animaba a romperla del todo. Eran como chicos con una caja de fósforos en medio de una pajarera, sin saber si encender uno... o salir corriendo.
Mauro me ofreció el taco.
—¿Jugás?
—Claro. Pero aviso que si pierdo... me enojo fácil.
—Y si ganás... ¿qué pedís?
—Todavía no lo decidí —le dije, mirándolo fijo—. Pero algo me voy a llevar.
La noche recién empezaba. Y yo, como siempre, ya había tomado el control del juego.
Tomé el taco de pool con una seguridad que no sabía si tenía, pero que fingí con gusto. No era ninguna experta, pero sabía lo suficiente como para que pareciera que sí. Mauro se paró a mi lado y me ofreció una tiza para la punta del taco. Me la acercó más de lo necesario, dejando que sus dedos rozaran los míos. El contacto fue breve, pero suficiente para mandarme una corriente directa al vientre.
—¿Jugamos por algo? —pregunté, mientras me inclinaba sobre la mesa, el short ajustado subiéndome un poco más por las caderas.
—¿Cómo qué? —preguntó uno de los chicos, desde atrás, sin disimular lo que estaba mirando.
—No sé… —dije, sin mirar a nadie, marcando el tiro—. Un trago, una prenda, un beso. Lo que se les ocurra.
Sentí cómo se tensaban todos a mi alrededor. Mauro se me quedó mirando como si tratara de adivinar si hablaba en serio. Yo no lo ayudé. Simplemente metí la bola en la tronera y me paré como si nada.
—Empiezo ganando.
Mauro sonrió. Pero su mirada se endureció apenas. Ya no era el mismo tipo que me miró en la playa con una mezcla de nerviosismo y lujuria. Ahora era alguien que quería competir. Alguien que quería ganarme… o ganarme a mí.
Jugamos en parejas. Mauro y yo contra los otros dos. Nos turnábamos entre jugada y jugada, pero cada movimiento era un mensaje. Cuando él se acercaba para indicarme una dirección, lo hacía detrás mío, apoyándome sin tibieza. Su voz me acariciaba el cuello. Cuando yo le pasaba el taco, lo hacía dejando que nuestras manos se encontraran. Y mientras tanto, los otros dos chicos trataban de seguir el ritmo, pero estaban más atentos a mis piernas, a mi escote, a la forma en que me inclinaba que a la posición de las bolas.
—No sé cómo hace tu novio —me dijo Mauro en voz baja, justo al lado del oído, mientras esperaba su turno—. Si yo fuera él, no te dejaría sola ni dos segundos.
—Por eso no sos él —le dije, con una sonrisa, sin apartar la vista de la mesa.
—¿Y no te molesta que te miren así?
—¿Molestarme? —me reí—. Me encanta. Me alimenta.
Los chicos no dejaban de observarnos. Empezaban a entender que Mauro y yo estábamos en otro ritmo. Uno más denso, más caliente. La partida era apenas la excusa. Las risas se fueron apagando un poco. El silencio se llenó de respiraciones más profundas, de miradas que buscaban quedarse y no sabían si tenían permiso.
En un momento, fallé un tiro a propósito. Me giré, fingiendo fastidio.
—¡Puta madre! Se me fue.
Mauro se acercó, me apoyó una mano en la cintura y me habló muy cerca, bajito:
—Estás jugando sucio.
—¿Yo? —le dije, mordiéndome el labio inferior—. Vos sos el que no puede dejar de mirarme el culo cada vez que me agacho.
Se rió, pero con esa risa que no es de humor, sino de tensión. Me gustaba ese Mauro contenido, ese que estaba a punto de quebrarse. Sentía que lo tenía ahí, bordeando la línea, y que podía empujarlo con apenas un suspiro.
Cuando la partida terminó (no importaba quién ganó), los chicos se fueron a buscar otra ronda de cervezas. Mauro se quedó a mi lado, quieto, con el taco apoyado en el suelo. Me miró como si no supiera si besarme o pedir permiso.
—¿Y ahora qué? —le pregunté, sin apuro.
—Ahora… —dijo, pasando la lengua por los labios secos— no sé si quiero seguir jugando… o llevarte a un lugar más tranquilo.
Lo miré fijo, dejando que el silencio se cargara de significado.
—Eso depende —le dije despacio—. ¿Estás listo para más? Porque yo no vine hasta acá para medias tintas.
Mauro tragó saliva, dio un paso más cerca.
—Estoy listo para lo que sea, hermosa.
Y ahí supe que la noche recién estaba empezando.
Nos sentamos todos en la mesa de afuera, en una zona que daba a la calle pero que estaba techada con una estructura de madera y toldo. Las luces eran tenues, cálidas, y el olor a mar se mezclaba con el de frituras y cerveza fría. El lugar tenía ese encanto desprolijo típico de la costa marplatense, con las sillas medio desparejas, el piso de baldosas húmedas y música de fondo que apenas se oía entre la risa de los grupos y el bullicio de un sábado de verano.
Uno de los chicos pidió una cerveza más grande, una de esas de litro, y vasos de plástico. También una bandejita con maní salado. Pedí que me trajeran una Honey, y noté cómo, al hacerlo, las miradas se cruzaban sin decirlo: yo era la chica de la mesa. La que estaban observando todos. Incluso aunque charlaban entre ellos, era evidente que cada vez que yo movía las piernas, me reía, o simplemente levantaba la mirada, todos tomaban nota.
Yo me sentía en mi salsa. Sonreía sin forzar, como si todo esto fuera normal, como si no me diera cuenta… aunque claro que lo hacía. Había algo en ese poder blando, en ese erotismo latente, que me ponía de buen humor.
La conversación era distendida. Hablaban de boliches, anécdotas ridículas, minas que se habían chamuyado en otras vacaciones. Yo tiraba algún comentario acá y allá, y los tenía comiendo de la mano. Mauro, sin embargo, mantenía cierta calma. Me miraba con intensidad, pero no decía mucho. Como si ya supiera que había algo entre nosotros que iba más allá de las palabras.
Hasta que uno de los chicos, el que estaba más pasado de birra, me tiró un piropo:
—Che, Vicky… posta, sos demasiado para estar con nosotros acá. Tenés pinta de modelo de Only.
Me reí, inclinando apenas la cabeza como si me apenara, pero con una sonrisa que decía seguí, que me gusta.
—Gracias, bombón. Pero no, no tengo Only.
—No, en serio —siguió él, con la lengua un poco suelta—. Yo si fuera Mauro ya te estaría pidiendo casamiento… o al menos que te quedes con nosotros. No vaya a ser cosa que después vuelvas con el guampa de tu novio y lo dejes llorando en el hotel.
Silencio.
La palabra quedó flotando como un mosquito en la oreja. Guampa. No era solo el chiste, era el tono burlón. Y lo dijo mirando a los otros, no a mí, como si esperara risas de complicidad.
Yo me enderecé un poco, todavía con el vaso en la mano. La sonrisa no se me fue, pero la mirada cambió. Una pausa apenas, pero suficiente.
—Mirá —dije suave, pero firme—. Si vas a seguir con los piropos, todo bien. Me los banco, incluso me gustan. Pero no bardeés a mi novio. No sabés nada de él.
Él se quedó callado, incómodo, tratando de no mirarme.
—Si yo estoy acá —seguí—, es porque él me lo permite. Porque confía en mí. Porque tenemos una relación que no necesita esa pose de macho alfa para funcionar. No es un guampa. Es mi pareja. Y merece respeto.
El otro se encogió de hombros, medio arrepentido.
—Todo bien, no lo decía mal…
—Ya sé. Pero cuidado igual.
Mauro, mientras tanto, me había estado observando sin interrumpir. Ahora bajó el vaso y me miró con una sonrisa que no era de burla. Era de admiración.
—Sos tremenda vos, ¿sabías?
Me encogí de hombros, como si no me afectara el momento tenso. Pero por dentro me sentía más firme que nunca.
—Soy clara —le respondí—. Eso parece que les cuesta más a ustedes que el pool.
Todos se rieron, incluso el que había metido la pata. El clima se distendió otra vez, pero algo había quedado marcado. Ya no era solo la mujer sexy que se acercaba a ellos con shorts diminutos. Era la que ponía límites, la que tenía el control, la que jugaba… pero con sus reglas.
Y Mauro, ahora más que nunca, lo sabía.
La noche seguía, relajada, con el ritmo justo de una charla que ya no necesitaba tanto contenido. Las risas bajaban, los cuerpos se aflojaban en las sillas, y el alcohol hacía su parte: aflojaba lenguas, cerraba párpados. De a poco, uno por uno, los chicos se fueron levantando. Algunos ya bostezaban, otros miraban el celular buscando excusas para dejarse caer en la cama. No era tarde, pero el día de playa, sol, cerveza y pool les había pasado factura.
Me quedé sentada, cruzada de piernas, jugueteando con el borde del vaso vacío mientras Mauro y yo intercambiábamos miradas que ya no necesitaban tanto disfraz.
—Nos vemos, che —dijo uno alzando la mano.
—Gracias por la buena onda, Vicky —tiró otro, dándome un beso rápido en la mejilla antes de irse.
Hasta que quedó uno.
El mismo que, horas atrás, había hablado de Lucas como si fuera una anécdota graciosa.
Se acercó caminando medio ladeado, con ese andar que tienen los borrachos que creen estar sobrios. Se paró demasiado cerca. Sentí el olor a cerveza, a transpiración leve, y a ego herido.
—Che, Vicky —balbuceó, más suave de lo que esperé—. Perdón otra vez, posta. No quise ofenderte ni nada. Es que… sos tremenda vos. Muy tremenda.
Le sonreí apenas, con ese gesto que uno pone cuando no quiere ser mala pero tampoco está cómoda.
—Está bien, quedate tranquilo. Ya fue.
Intenté moverme sutilmente, inclinando el cuerpo hacia Mauro para marcar distancia, pero él no pareció registrar la señal. Siguió acercándose, y su voz bajó, como si creyera que lo que iba a decir necesitaba confidencialidad:
—No puedo dejar de pensar en lo que le hiciste a Mauro, en serio. Ojalá me hubiera tocado a mí. Qué suerte tiene…
Ahí lo vi todo en cámara lenta.
Mauro se paró. Sin prisa, sin perder el tono calmo que lo caracterizaba, y en ese movimiento pareció que todos nos dimos cuenta por primera vez de su porte: alto, robustito por naturaleza, firme como un macho que no necesita aparentarlo. Se adelantó un paso, colocó la mano firme sobre el pecho de su amigo y lo apartó con seguridad, no con violencia, pero sí con un límite claro, como una muralla que se impone sin levantar la voz.
—Ya fue, hermano —le dijo, sin levantar la mirada—. Tomaste de más. Andate al hotel a dormir antes de que me olvide de que estamos de vacaciones. Y de que sos mi amigo.
El otro se quedó quieto, confundido entre el alcohol y el bochorno. Bajó la mirada, masculló algo que no entendí y se fue sin saludar. Lo vimos alejarse, tambaleándose.
Mauro se giró hacia mí, con una calma recién recuperada. Me miró como si buscara alguna señal en mi expresión, alguna incomodidad.
Pero no la había.
Le sonreí despacio, sin decir nada. No hacía falta. Me había encantado cómo se había plantado. No porque lo necesitara. No soy de las que esperan que otro venga a salvarlas. Pero había algo en esa firmeza medida, en ese gesto protector pero sin desplazarme, que me caló hondo. Me hizo sentir… elegida. Respetada.
Deseada.
Y ahora, con todos los demás lejos, sin miradas ajenas, sin ruido que enmascarara la tensión, estábamos solos. Él se acercó y se sentó al lado mío, no enfrente como antes. Su rodilla tocaba la mía. Podía sentir el calor de su cuerpo y el pulso todavía acelerado en su pecho.
—¿Estás bien? —me preguntó, apenas en un susurro.
Lo miré a los ojos. Con una calma provocadora, puse mi mano sobre su muslo.
—Ahora sí.
Su rodilla seguía tocando la mía, y aunque el resto del cuerpo se mantenía contenido, la energía que irradiaba era como un hilo de electricidad cruzando entre los dos.
—Sos de capital, ¿no? —preguntó, como si recién ahora tuviera tiempo de interesarse en algo más allá que de mi escote.
—Sí. Pero tengo alma de mar —dije, sonriendo de costado.
—¿Y qué hacés con un novio como ese? —preguntó con tono de broma, aunque no del todo.
—¿Como cuál?
—Uno que te deja venir sola con un grupo de hombres a jugar al pool…
—¿Y si te dijera que lo hablamos todo antes? —le devolví, tomándome un segundo para humedecer mis labios con un trago de cerveza—. Que él sabe perfectamente lo que hago. Que hasta le excita saberlo.
Mauro me miró de nuevo, esta vez con los labios entreabiertos. No era sorpresa. Era algo más. Fascinación, quizás.
—Entonces está loco —dijo, en un tono más bajo.
—O evolucionado —le respondí.
Hubo un silencio que no incomodó. Él desvió la mirada hacia el fondo del bar, como si buscara palabras. Yo lo observé con detalle. Sus hombros amplios, la línea del cuello tensándose cada tanto. Se notaba que estaba haciendo fuerza para no avanzar, para no romper el hilo fino del respeto que todavía sostenía la escena.
—¿Y vos? —me animé yo—. ¿Estás soltero o tenés alguna que me va a venir a buscar con una botella rota?
Rió con una carcajada baja, ronca.
—Soltero. Y no hay nadie esperándome esta noche. O sea… más allá de vos, si quisieras.
Le clavé los ojos.
—¿Así de directo sos siempre?
—No. Pero es difícil no serlo con vos. Me hacés querer... dejar de hacerme el respetuoso.
Me reí. No por nervios, sino por el efecto que sabía que tenía. Me acomodé en la silla, haciendo que el tirante de la blusa se deslizara un poco sobre mi hombro. Fue adrede. Lo notó.
—¿Te pasa seguido esto? —preguntó—. Lo de dejar a los tipos… como estamos todos ahora. Idiotas. Mirándote como si no supiéramos qué hacer con las manos.
Me incliné un poco hacia él, cruzando los brazos sobre la mesa, lo que inevitablemente empujó mi escote hacia adelante. Lo vi tragar saliva.
—A veces me gusta sentir que manejo la escena. Pero no siempre. Depende del hombre. Algunos… me hacen querer perder el control también.
—¿Y yo?
No respondí enseguida. Lo miré a los ojos, sin pestañear.
—Todavía no lo decidí.
Él se mordió apenas el labio inferior, sin romper la sonrisa.
—Entonces… ¿me vas a seguir torturando o querés que te acompañe a caminar un poco?
Levanté las cejas, con un gesto burlón.
—¿Sos de los que creen que la playa de noche es romántica?
—No. Pero hay menos luces… y más sombra.
Me reí otra vez. No por lo cursi. Por lo obvio.
Pero me gustó.
—Vamos.
Me puse de pie despacio, recogiendo mi cartera del respaldo de la silla. Él me siguió. Sentí su mano rozar suavemente la parte baja de mi espalda, como si quisiera tantear, medir si me molestaba. No me molestó. Lo dejé.
Salimos del bar. La noche seguía cálida. La brisa del mar nos recibió apenas doblamos la esquina. A lo lejos, el murmullo de las olas. Cerca, nuestras pisadas sobre la vereda rota y el eco de todo lo que todavía no habíamos dicho.
Caminamos en silencio los primeros metros. El murmullo lejano del mar parecía arrastrarnos con él, como un canto de sirena que nos alejaba del ruido de los bares, de las luces y de los otros. En cada paso, sentía que nos íbamos despegando de lo real… entrando en algo que todavía no tenía nombre, pero que ya se respiraba denso en el aire.
Mauro caminaba a mi lado, un poco más cerca ahora, con el dorso de su mano rozando el mío cada tanto. No lo hacía a propósito. O tal vez sí. Pero no decía nada. Y ese silencio —extrañamente— me encendía más que cualquier palabra.
Nos metimos por un sendero de madera que bajaba hacia la playa. A esa hora estaba prácticamente desierto. Solo un par de siluetas lejanas y un perro vagando entre las sombras. Las olas rompían con fuerza suave, espumosas, como un suspiro constante que acompañaba la escena.
—¿Solés venir a Mar del Plata en esta época? —me preguntó, rompiendo la quietud con una voz baja.
—Cuando puedo. Me gusta más así, fuera de temporada. Más crudo. Más… real.
—¿Como vos?
Lo miré de reojo. El muy guacho sabía tirar esas frases sin ponerse meloso. Sin sonar armado.
—No me conocés tanto —le respondí, con una sonrisa que no pude disimular.
—No hace falta —dijo—. Hay cosas que se sienten antes de saberse.
Nos detuvimos frente al mar. Me quité las botitas y sentí la arena fresca entre los dedos. Él hizo lo mismo, y caminamos unos metros más hasta donde el agua mojaba apenas nuestros pies. El frío me recorrió, pero no dije nada. Él sí.
—¿Tenés frío?
—No… es… ese tipo de escalofrío que no molesta.
—¿Y ahora? ¿Qué sentís?
Me giré para mirarlo. La luna le iluminaba apenas el rostro. Los ojos celestes parecían más claros ahora. Había algo en él… algo contenido. Como un lobo que sabe esperar.
—Siento —dije, mientras me acercaba apenas—… que estás muy cerca.
—¿Eso te molesta?
Negué, con lentitud.
—Eso me provoca.
Quedamos tan cerca que sentía su respiración contra mi mandíbula. El calor de su cuerpo contrastaba con el frío de la noche. Podía besarlo. Él lo sabía. Yo también. Pero no lo hice.
—Tenés idea de lo que me hiciste hoy, ¿no? —me murmuró al oído.
—Un poco.
—Y desde que te vi entrar con esa ropa, desde que me sonreíste... No paré de pensar en sacártela.
Me mordí el labio. La confesión fue directa. Ardiente. Y sin embargo… yo seguía jugando.
—¿Y por qué no lo hiciste todavía?
Me miró. Largo. Como si evaluara los límites.
—Porque todavía estoy disfrutando del juego.
Y ahí lo supe: me tenía tan encendida como yo a él.
Acercó una mano y me la apoyó en la cintura, suave, firme, como pidiendo permiso y tomándolo al mismo tiempo. Y entonces, por fin, me besó.
No fue tímido. Tampoco bruto. Fue de esos besos que no se dan buscando una reacción, sino porque no hay otra forma posible de continuar. Me sujetó con más fuerza, y nuestras bocas se encontraron con una mezcla justa de urgencia y cuidado. Me dejé llevar, me pegué a él, sentí su pecho contra el mío, sus dedos resbalando apenas hacia mi espalda baja, mis labios hambrientos abriéndose para invitarlo más adentro.
No había música. No había luces. Solo el sonido de las olas y nuestras respiraciones desacompasadas.
Cuando se separó, sus ojos se quedaron clavados en los míos. Tenía la mirada entre incendiada y desconcertada, como si todavía no pudiera creer que yo estuviera ahí, con él.
—Perdoname, no pude más —dijo, con voz ronca.
—No te estoy pidiendo que pares —le respondí, bajito, mientras le acariciaba la nuca con las uñas, despacio.
Nos volvimos a besar. Más profundo. Más oscuro. Esta vez, sin cuidado. Mauro me tomó de la cadera y me levantó apenas, haciéndome reír entre sus labios. Me abrazó fuerte, caminando unos pasos hacia la zona más seca de la playa, detrás de una estructura de piedra que servía de reparo a los médanos. Más escondido. Más seguro. Más salvaje.
Me sentó encima suyo, en la arena, sin dejar de besarme. Sus manos se colaban por debajo del short, introduciéndose, apretando mis glúteos. Mis piernas ya se habían enroscado instintivamente alrededor de él. Sentía su erección marcándose fuerte entre la tela de su short. Me rozaba donde ya estaba húmeda desde antes, y cada roce me sacaba un suspiro más hondo que el anterior.
Mauro me miró a los ojos, respirando con dificultad.
—Decime que esto no es un sueño —me dijo, con la voz rota.
—No lo es —le contesté, acercándome a su oído—. Pero si lo fuera, no quiero que te despiertes todavía.
Una de sus manos se metió por debajo de mi ropa interior. Me tocó. Me exploró. Y cuando sintió lo mojada que estaba, soltó un gemido bajo, grave, que me estremeció de pies a cabeza.
—Mirá cómo estás por mí… —susurró, sorprendido—. Qué ganas me das, Vicky…
—¿Y qué vas a hacer con esas ganas? —le devolví, bajándole la voz a un susurro provocador.
Sus dedos me acariciaban en círculos, cada vez más precisos, mientras yo empezaba a moverme encima suyo, rozándolo a propósito con cada vaivén, como si el juego no pudiera parar. Estábamos perdidos en medio de la noche, como si no existiera nada más en el mundo. La playa, la ciudad, Lucas, el tiempo… todo parecía haberse disuelto en ese instante en el que él me devoraba con las manos, la boca y los ojos.
Y ahí, entre jadeos, besos y susurros, Mauro me bajó el vestido por los hombros, dejando mis pechos al aire, besándolos con devoción. Su lengua, tibia y decidida, me arrancó un gemido que fue directo al cielo.
Yo ya no pensaba. Solo sentía.
Y él… él se entregaba como si acabara de encontrar un tesoro que no quería soltar jamás.
Mauro pasó una mano por mi cintura, despacio, como si aún no pudiera creer que había sido real. Lo sentí sonreír contra mi sien.
—¿Querés que te lleve al hotel? —murmuró, con la voz ronca.
—¿Donde te alojás vos? —le pregunté, beboteándole al oído.
—Si, con mis amigos.
Me quedé en silencio un segundo, procesando, y luego me reí.
—¿Me querés enfiestar con tus amiguitos?
Mauro empezó a besuquearme el cuello mientras preparaba la respuesta.
—Vos sos para compartir, Vicky. Y mis amigos te tienen ganas, también.
Entonces accedí.
—Bueno, dale. Ando con ganas de que me usen un ratito.
Se me hizo muy largo, así que tuve que cortarlo, por lo que habrá una tercera parte.






