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Cuenta la leyenda que en las tierras de Terbal, un poblado perdido entre montañas y trigo dorado, las noches dejaron de ser templadas cuando Ézgal, el demonio fálico, despertó de su encierro de milenios. No era cualquier engendro del abismo: tenía el cuerpo de un toro en llamas, la voz como un gemido al oído y un sexo que, según los ancianos, arrastraba por la tierra como una serpiente sedienta.
—Nos dará tres lunas —dijo el sacerdote—. Tres lunas para entregarle una doncella o tomará las lluvias, los varones y las semillas.
La primera en ser ofrecida fue la hija de un molinero. Se la dejaron atada con sogas en el claro donde el bosque susurraba. Al amanecer, las sogas estaban quemadas. Y ella, desaparecida. Solo quedó una mancha brillante, espesa, que olía a almizcle y azufre.
A la segunda, hija del propio intendente, la encontraron tres días después: caminando desnuda por el pueblo, con los ojos perdidos y una sonrisa que decía mucho más que lo que se atrevía a hablar. No volvió a pronunciar una palabra. Pero cada noche, desde entonces, se acariciaba frente al fuego, invocando el nombre de Ézgal entre suspiros.
Quedaba una.
María.
Virgen, sí. No por elección propia —decía ella—, sino porque ningún hombre del pueblo tenía el temple suficiente para despertarle las ganas. De piel blanca, cejas finas, con una espalda de pantera y una boca que parecía estar hecha para invocar dioses... o demonios.
Y su silueta. Sus curvas. Un desperdicio de mujer para ser virgen.
Cuando la señalaron, primero se negó.
—No soy ganado para que me entreguen sin mi aprobación —dijo, cruzada de brazos, mientras los ancianos escupían al suelo.
Pero la presión vino. Vino como vienen esas lluvias de otoño que no te preguntan. Su madre le tomó la cara una noche y, llorando, le dijo:
—Nos va a matar a todos, hija. Tu padre ya no siembra. La tierra está seca. Hazlo por nosotros.
Y lo peor, fue que una parte de ella, una parte bien escondida, sentía una corriente tibia por dentro cada vez que alguien pronunciaba el nombre de Ézgal.
—Si voy —dijo finalmente María—, no será por ustedes. Será porque quiero conocer el cuerpo de un dios. Porque quiero saber lo que ningún hombre pudo darme. Porque si ese demonio viene por mí... yo también voy por él.
Los rumores sobre Ézgal se esparcían como semillas de maleza: por los callejones, entre el sudor de los pastores, en el susurro nervioso de las mujeres que dormían con un cuchillo bajo la almohada y rezaban con las piernas cerradas.
Pero María no dormía. Ni rezaba. Y no cerraba nada.
Al segundo día de su elección como “ofrenda”, se puso el manto de lino crudo que usaba para las fiestas patronales, y caminó sin miedo hacia la cabaña del único que, se decía, podía hablar del demonio sin que se le secara la boca.
Ercadio, el Lúcido. Un viejo encorvado como rama vencida, pero con unos ojos que parecían conservar la lucidez de cuando los hombres todavía creían que los monstruos podían ser vencidos con palabras.
Lo encontró sentado bajo un olivo muerto, tallando con una navaja un trozo de madera informe.
—Así que tú eres la elegida —dijo, sin levantar la mirada—. María de la mirada felina y la lengua osada. No pareces temblar como las otras.
—No vine a temblar, anciano. Vine a entender. ¿Qué es Ézgal?
Ercadio soltó una risa que sonó como huesos chocando entre sí.
—No qué. Quién. Y tampoco lo entenderás desde la razón, niña. Es un hambre viejo. Un deseo que se arrastra desde antes que tu tatarabuela sangrara por primera vez. Ézgal no busca solo carne. Busca sumisión, pero no del cuerpo... del alma. Y tú... —levantó la mirada y la observó como quien examina un cordero que por alguna razón aullaba a la luna— tú pareces más peligrosa que él.
María se sentó frente al viejo. Cruzó las piernas. Estaba decidida.
—Se dice que su falo es como una serpiente. Que se arrastra. Que mide más que una lanza y que su punta humea cuando se excita. ¿Es cierto?
El viejo carraspeó. Pero no por pudor. Por respeto.
—Sí. Lo arrastra detrás como los reyes arrastran sus capas. Y no es suave. Es rugoso, como corteza de árbol húmedo. Tiene anillos, como si la carne misma de ese miembro respirara aparte de él. No es una herramienta para el amor, niña. Es una sentencia.
—Pero las que fueron antes... ¿murieron?
—No. Pero ya no regresaron. No del todo. Algunas sonríen como locas. Otras se frotan contra la corteza de los árboles, esperando que sangre. Una... una quiso meterse un cántaro por entre las piernas. Yo la detuve.
María bajó la vista por un segundo, y una sonrisa casi imperceptible le curvó los labios. Luego, lo miró de frente.
—Y si es tan bestia... ¿por qué las mujeres no lo mataron de placer? ¿Por qué no lo ahogaron con su cuerpo?
Ercadio la miró largo rato. El viento movía apenas las hojas secas del olivo.
—Porque nadie se atrevió a desearlo. Todas fueron con miedo. Todas fueron con culpa. Y él huele la culpa como los perros huelen el miedo. Pero tú... —hizo una pausa, y su voz se volvió más baja, más ronca— tú estás mojada por dentro solo de imaginarlo.
María no se inmutó. Se levantó con calma. Se sacudió el manto. Miró al viejo a los ojos y le dijo:
—Entonces que lo sepa. Que esta vez no le mando una víctima. Le mando una mujer con hambre.
Y se fue, dejando tras de sí el aroma seco de la tierra recién tocada, y algo más... un rastro que no era perfume ni sudor. Era expectativa.
Su nombre era Narel, y todos en Terbal sabían que era cosa sabida que él y María acabarían compartiendo hogar, campo y lecho. Habían crecido uno al lado del otro, aprendido a robar manzanas del mismo huerto y a esconder cartas entre las piedras del canal seco que cruzaba el pueblo. Había en él una bondad que no se jactaba, una fuerza que no se notaba si no se necesitaba, y una mirada que, cuando se posaba en María, no pedía nada más que quedarse.
Pero cuando la eligieron para Ézgal, algo se quebró.
Él no lloró. No gritó. Solo dejó de hablarle. Por días. Hasta esa tarde, cuando la encontró sola, recogiendo ramas secas en la entrada del bosque, donde ya se sentía el aliento de la criatura en el aire: caliente, como vapor de leche a punto de hervir.
—Vas a ir, ¿verdad? —preguntó él, con la voz baja, rasposa por el polvo del camino.
Ella no se giró. Siguió recogiendo. Con calma.
—Sí.
—Entonces estás loca.
—Puede ser.
Él dio un paso más. Estaba a menos de un metro de ella. El sol caía oblicuo y los volvía figuras doradas entre el marrón de las ramas.
—No es un hombre, María. Es un demonio. Te va a destrozar.
—¿Y tú qué sabes? —preguntó ella, ahora sí girándose con el haz de leña entre los brazos—. ¿Lo conociste acaso? ¿Lo viste? ¿O solo repites lo que dicen los viejos, igual que todos?
—Sé lo que te puede hacer —respondió él con los dientes apretados—. Lo que le hizo a las otras. No regresaron. O regresaron... rotas.
Ella dejó caer el haz. El polvo se levantó. Su rostro estaba sereno, pero había fuego detrás de los ojos.
—¿Y si no me rompe? ¿Y si me transforma? ¿Y si no quiero volver igual?
Él la miró como si la hubiera perdido de golpe.
—No hablas como tu misma. No sos esa María que se reía de los cuentos y me besaba la frente cuando le decía que la iba a llevar al altar.
—No, Narel. Esa María murió cuando el pueblo me eligió como escudo. Cuando mi madre me rogó que me entregara a cambio de cosecha. Cuando entendí que mi cuerpo valía más virgen que libre.
Narel tragó saliva. Le temblaban los dedos.
—Podemos irnos. Esta noche. Yo tengo un caballo. Podemos cruzar el arroyo seco antes del amanecer. Irnos al sur. Donde nadie sepa quién eres ni qué te querían hacer.
Ella lo miró. Por un segundo, vio en sus ojos una vida sencilla: hijos, pan recién horneado, una cama compartida sin más monstruos que el invierno. Lo amaba. Lo sabía. Lo había amado desde que él le llevó un pan caliente cuando ella y su familia no habían tenido para comer.
Pero no era amor lo que ardía en ella ahora. Era algo más hondo. Más oscuro. Más honesto.
—Tú mereces una mujer que tenga miedo, Narel —le dijo, suavemente—. Que busque protección. Que quiera tu ternura como refugio. Pero yo no busco un refugio. Yo soy el incendio.
Narel bajó la cabeza. No lloró. Pero algo en su pecho se contrajo con un sonido que no salió.
—¿Y si no vuelves?
—Entonces recuérdame desnuda. Entrando al bosque con la frente en alto. No como víctima. Como elegida.
Se inclinó y besó su mejilla. Fue un beso seco. Sin promesa. Sin final feliz.
Y luego se fue, dejando atrás a Narel, el trigo, y todo lo que era seguro.
Soñó.
Estaba desnuda. No como una víctima, sino como una estatua antigua que nadie se atrevía a cubrir. De pie, en el centro de un campo ennegrecido por el fuego, y a su alrededor, mujeres: muchas. Cientos. Algunas sin ojos, otras sin bocas, pero todas la miraban. No con compasión, sino con hambre. Como si ella llevara adentro algo que ya no les pertenecía.
Entonces lo sintió.
No lo vio llegar.
Lo sintió.
Desde la tierra, desde abajo. Como si un latido subiera por las raíces, por la sangre, por sus muslos. Y cuando por fin emergió del suelo, lo hizo sin ruido, sin aspaviento. Era más sombra que carne. Pero el calor que traía era real. Quemaba. Olía a resina, a tierra húmeda, a algo fermentado y antiguo. Sus ojos, dos carbones encendidos. Y entre sus piernas… sí.
Lo que decían era cierto.
Era un falo desmesurado, animal, casi herético. Se movía con voluntad propia, pesado, vivo. No parecía un apéndice, parecía una lengua. Y María no tembló. No corrió. Lo miró directo. Le abrió los brazos.
Y él no la tocó.
Le habló.
No con palabras. Con un rugido dentro de su pecho, como si alguien hubiese abierto un portal bajo sus costillas:
—¿Vienes a ofrendarte… o a reinar?
Y ella respondió en el sueño, sin mover la boca:
—¿Y si puedo hacer ambas cosas?
Y fue ahí cuando todas las mujeres a su alrededor empezaron a gritar. No con miedo. Con placer. Con rabia. Con libertad. Con todo lo que les habían negado. Y el cielo, literalmente, se abrió.
Ella se despertó sudando. No de terror. De anticipación. Como si su piel ya supiera lo que su carne aún no conocía.
Al amanecer, el pueblo la esperaba en la plaza. No había fiesta. No había cánticos. Solo silencio. Y pasos.
María apareció envuelta en un velo blanco que arrastraba por el barro. Dos niñas iban delante de ella, lanzando pétalos secos al suelo. El sacerdote la esperaba al borde del bosque, con los brazos cruzados. Era el mismo que bendecía bodas y partos. Ahora bendecía una entrega.
Narel estaba en la multitud. Quieto. Con el rostro lleno de polvo. Los ojos rojos, pero sin lágrimas. No se permitía ni siquiera ese gesto.
Y María caminaba con la frente alta.
Algunos la miraban con lástima. Otros con deseo mal escondido. Otros, las mujeres más viejas, con una mezcla de odio y admiración. Porque sabían —sabían— que María no iba a ser devorada.
Iba a encontrarse.
El sacerdote alzó la voz.
—María de Terbal, hija de Elina y Garón, mujer no tocada, cuerpo ofrecido para el equilibrio de la tierra y los cielos. Que tus pasos sean semilla y tu sacrificio, cosecha.
Ella no respondió. No hizo falta.
El sacerdote se apartó. No hubo abrazo. Ni despedida. Ni lágrimas.
Solo bosque.
Ella se quitó el velo. Lo dejó caer. Y se adentró entre los árboles con la cabeza en alto, como quien entra a la morada de un dios… sabiendo que el dios también teme lo que está por venir.
Primero fue la piel.
Sintió el aire más húmedo, más íntimo. Cada brisa era como un suspiro en la nuca. Cada hoja, un murmullo que parecía decir su nombre entre jadeos.
“María...”
“María...”
Y entonces lo sintió en su pubis.
Una vibración tibia, como si algo debajo de la carne, en lo más profundo del monte cerrado y nunca visitado, empezara a pulsar. No era dolor. No era miedo. Era un despertar. Una llamada.
Él estaba cerca.
Pero no solo él.
Había otros.
Ella siguió caminando, descalza, sintiendo la tierra viva bajo los pies. Musgo, ramas, savia. Y entre los troncos... sombras. Presencias. Como si los árboles tuvieran ojos. Como si la corteza la observara.
Y los sintió.
No los vio. Pero los sintió.
Los guardianes del bosque. Espíritus antiguos. Algunos con alas traslúcidas, otros con cuernos o piel de raíces. Seres andróginos, mitad hombres, mitad hadas. Vibraban entre lo real y lo etéreo. Se deslizaban por los árboles como vapor, y la observaban. No con lujuria. Con fascinación. Como si ella fuera una ceremonia.
Y María, por primera vez en su vida, sintió placer solo por ser mirada.
Caminó más lento. Sus pechos —tensos, palpitantes bajo la tela fina— reaccionaban a cada cambio del aire. Las aureolas se endurecían como pétalos bajo escarcha. Su sexo, que hasta ese día había sido algo latente, casi anecdótico, ahora latía como un segundo corazón. Mojado. Caliente. Atento.
—¿Me están viendo? —susurró, apenas audiblemente, como si no supiera si quería respuesta.
Y el viento respondió.
Una ráfaga la acarició entre los muslos, directa, sin pudor. Ella jadeó. Le temblaron las piernas. No cayó. Sonrió.
—Entonces miren. Pero no toquen.
Pero uno de ellos —o algo que parecía uno— se acercó más. No caminaba. Flotaba. Era alto, su cuerpo parecía tejido de corteza y sombra, con ojos como semillas abiertas y una voz que era un canto sin boca.
—No es por ti que miramos —dijo con un tono musical, líquido—. Es por lo que traes contigo. Por el fuego que aún no has encendido. Por el gozo que aún no conoces, pero que ya arde en tu sangre.
María lo observó. No tuvo miedo. Le brillaban los ojos como a una loba.
—¿Y qué soy yo, entonces?
—Eres la grieta. La ofrenda. La llama que despierta al abismo. Y el abismo... también te desea.
—Pues que espere su turno —respondió ella, altiva, y continuó su camino.
El bosque la siguió. La tentó. La probó.
En un claro encontró un círculo de hongos negros, y al cruzarlo, sintió un estremecimiento en la espina dorsal, como si hubiera sido despojada de toda mentira.
Más adelante, un arroyo le mostró su reflejo, pero en él no era ella. Era otra. Una María coronada de ramas, con el cuerpo cubierto de cenizas y los labios entreabiertos en un gemido perpetuo.
Y luego, justo antes de llegar al centro —donde la tierra ardía sin fuego—, vio lo que nunca había visto.
Un tronco hueco, húmedo, con forma de boca abierta. Y dentro, grabado con fuego, el símbolo fálico de Ézgal.
Una espiral que descendía… como una lengua enroscada.
María se inclinó. No lo tocó. Pero su aliento se volvió lento, profundo. Se arrodilló. Cerró los ojos.
Y por primera vez en su vida, se permitió desear sin culpa.
Desear con el cuerpo entero.
Y el bosque... vibró.
Así estaba María. Arrodillada frente al símbolo encendido, con la entrepierna tibia, el corazón latiendo bajo los pezones tensos, y el alma... lista. Pero antes de moverse, algo cambió en el aire.
Fue como una brisa que no venía de los árboles, sino de adentro de ella. Una presencia que no rompía ramas, no pisaba hojas. Un calor distinto. Uno que no ardía la piel, pero que la tocaba como dedo de amante que ya conoce el mapa.
Entonces lo vio.
No era hombre. No era mujer. Era ambos y ninguno. El cuerpo era de luz líquida, con formas que cambiaban con cada paso. A veces tenía senos llenos como lunas de otoño. A veces un torso plano, firme, marcado como tallado en sombra. Su rostro era agudo, antiguo, como si hubiera llorado con los primeros sauces del mundo.
—Ya estás cerca —dijo, con una voz que no sonaba en los oídos, sino en los huesos.
María se levantó, tranquila. La tela que aún la cubría se despegaba de su piel con lentitud, húmeda del sudor del bosque.
—¿Tú eres Ézgal? —preguntó.
El espíritu sonrió. Sus dientes eran como las estrellas que no se ven, pero se saben ahí.
—No. Yo soy el umbral. El guardián del deseo verdadero. El que te pregunta, por última vez, si quieres cruzar.
—Ya lo hice —respondió ella, sin titubear—. Ya no soy la misma que salió del pueblo. Quiero saber qué soy cuando dejo de obedecer.
El espíritu se acercó. Sus dedos no tocaban, pero acariciaban igual. Le pasó una mano etérea por el cuello, el hombro, la cadera.
—Entonces escucha, María del fuego virgen. Porque aún tienes que entender. A Ézgal no se lo combate con rezos ni gritos. A Ézgal se lo besa con la mente abierta. Se lo enfrenta con el cuerpo desnudo de miedo, no de tela. Él es deseo sin forma. Y tú... tú puedes ser forma sin sumisión.
María respiraba lento, como si cada palabra se le incrustara en la carne. El espíritu hablaba cerca de su boca, pero sin tocarla.
—¿Y si pierdo? —susurró ella.
—No se pierde en el abismo, si se entra sabiendo que una es río. Fluye. Se curva. Devora. A veces, da. A veces, toma. Pero nunca se rompe. Y tú, niña de sangre caliente, tienes nombre de tempestad.
María entrecerró los ojos. Sus pezones rozaban la tela mojada. Su pubis latía. Pero no era lujuria vacía. Era un estado. Una verdad. Una certeza animal.
—Entonces dime qué debo hacer —dijo—. Guíame.
El espíritu alzó un brazo. Su mano se abrió como flor y una semilla de luz flotó hacia el pecho de María. Se posó justo sobre su corazón. Ardió. No dolía. Era como si la recordara quién había sido antes de que le enseñaran a tener vergüenza.
—No te quiebres —dijo el espíritu—. Ni cuando él te devore, ni cuando tú lo devuelvas. Porque también puedes poseer lo que te penetra. Puedes montar lo que amenaza. Puedes mirar el rostro del fuego sin arder... y hacer que el fuego tema tus ojos.
—¿Y si me gusta? —preguntó ella, casi en un suspiro que tembló por dentro.
—Entonces recuerda que gustar no es rendirse. Que entregarte no es perder. Y que el cuerpo, cuando se abre por voluntad, es templo y trono a la vez.
El bosque se volvió más denso. La luz cambió. El espíritu retrocedió unos pasos y señaló con un dedo largo y luminoso un sendero cubierto de vapor, como si el aire mismo se abriera para ella.
—Ve, María. Ya no eres virgen. Ahora eres llama. Y el demonio... el demonio no sabe que, esta vez, la ofrenda también viene a devorarlo.
María no dijo nada. No hizo falta.
Dio el primer paso.
Y el bosque la dejó pasar.
El suelo era blando, como musgo que respirara bajo sus pies. Había vapor. No de agua, sino de algo más denso. Una especie de aliento colectivo, como si mil bocas exhalaran al mismo tiempo desde la tierra. Y el aire… oh, el aire era un perfume imposible. Una mezcla de resina, cuerpo, flores marchitas y sangre dulce. Un olor que entraba por la nariz y se asentaba en la entrepierna.
Los árboles se abrían formando un círculo. En el centro, un altar natural hecho de piedra caliente, deforme, como si hubiese sido modelada por manos impacientes y furiosas. Y ahí…
Él.
Ézgal.
No apareció. No caminó. No se manifestó.
Estaba.
Como si el bosque entero hubiese sido su respiración.
María lo vio de espaldas primero. Una espalda ancha, de carne oscura, surcada de cicatrices que parecían raíces. Sus hombros eran altos como montañas. Su cuello, bestial. El cuerpo entero era una mezcla imposible de animal, hombre y deidad.
Y cuando se giró...
Ella contuvo el aire.
Su rostro era hermoso. En ese sentido que incomoda. Perfecto, pero inhumano. Ojos como brasas vivas, sin pupila. Boca amplia, labios gruesos, mandíbula poderosa. Y desde el centro de su cuerpo, descendía eso.
El falo de Ézgal no era un simple miembro.
Era un símbolo. Una amenaza. Una certeza.
Desnudo, pendía entre sus muslos como una raíz monstruosa. No estaba erecto, pero parecía vivo. Venoso, con una textura carnosa que palpitaba apenas, con una curvatura natural que lo hacía parecer más columna que carne. Tenía una longitud antinatural, grueso desde la base, y descendía hasta tocar casi sus rodillas. Lo cruzaban líneas oscuras, como si las venas fueran tatuajes vivos, y su piel era brillante, con un fulgor húmedo, tibio, como savia caliente.
Y aún no la había tocado.
—María —dijo, sin mover los labios. Su voz era interna, como una vibración que le recorrió el pecho hasta la pelvis—. Has venido.
Ella dio un paso adelante.
—¿Tú eres Ézgal?
—Soy el deseo que condenan. El cuerpo que nadie nombra. Soy el dios que no se deja rezar sin gemido.
María sintió cómo sus pezones se endurecían bajo la tela.
Pero no por miedo.
—Y yo soy la mujer que no se entrega por obligación.
Ézgal sonrió.
—No. Tú vienes con el alma húmeda.
María dio otro paso. Ya lo tenía a unos metros. Lo miraba como quien mira una tormenta y decide no cerrar las ventanas.
—Dicen que mataste a las otras.
—No. Ellas murieron por dentro antes de llegar. Tú no. Tú ardes. Tú aún no sabés si quieres que te consuma... o que te adore.
Ella bajó la vista hacia su miembro. Aquel órgano comenzaba a levantarse, a alzarse como un tronco que despertaba. Se estiraba lentamente, sin apuro, como si tuviera voluntad propia. Palpitaba. Respiraba.
Ézgal se acercó. Sus pasos no sonaban, pero el suelo temblaba. Cuando estuvo frente a ella, el calor que emanaba era sofocante. Su aliento no era aliento. Era fuego lento.
—No es un castigo —dijo—. Es un umbral. Si lo cruzas... no volverás a ser carne común.
María levantó la vista. Tenía los ojos vidriosos, no de miedo, sino de comprensión.
—No vine a ser común. Vine a descubrir qué hay más allá del “no se puede”.
Entonces Ézgal extendió la mano. Sus dedos eran largos, con uñas negras, pero su toque... su toque fue suave. Le rozó la clavícula. Bajó por su pecho. No la desnudó. No hizo falta. La tela se deshizo como si la respetara.
—Tu cuerpo es templo —murmuró—. Pero también es ritual. Y yo no soy el altar. Soy el fuego.
Su presencia era un muro caliente. El miembro, semierecto, seguía colgando entre ellos como un augurio latente. Palpitante. Casi expectante.
Pero María no se arrodilló.
No apartó la mirada.
Y habló:
—¿Qué eres… en realidad?
Ézgal ladeó la cabeza, apenas.
—¿Te refieres a mi carne, a mi origen o a mi propósito?
—A todo —dijo ella—. Si voy a dejar que me atravieses, quiero saber con quién estoy pactando.
El demonio sonrió, sin mostrar dientes.
—No haces pactos conmigo. Te entregas. Yo no soy un dios que se ruega, María. Soy el eco de todos los deseos que el mundo negó. Soy la sombra del cuerpo cuando se enciende y no pide permiso. Soy lo que viene cuando las mujeres callan lo que imaginan.
Ella arqueó una ceja.
—Eso suena a poesía de taberna.
Ézgal no se ofendió. Se movió en círculo, rodeándola, hablando cerca de su nuca, sin tocarla.
—¿Quieres saber mi historia? ¿De dónde vengo? ¿Cómo terminé siendo lo que soy?
—Sí.
Pero no era solo curiosidad. Era control. María sabía que preguntar era una forma de dominar.
Ézgal habló mientras su miembro, ya erecto en silencio, se erguía hacia el vientre de ella como un testigo oscuro.
—Fui carne una vez. Hombre, quizás. Sacerdote de los cuerpos. Adorador de las lenguas, de las venas, de los pechos que danzaban sin pudor. Amé a muchas. Fui amado por ninguna. Fui condenado por todas.
María giró despacio. Lo tenía de frente otra vez.
—¿Por qué te condenaron?
—Porque mostré lo que deseaban sin querer admitirlo. Porque les hablé con la voz que tenían enterrada entre los muslos. Porque les ofrecí un placer sin jaula, y eso… eso espanta más que el castigo.
—¿Y entonces te volviste esto?
Él alzó los brazos, como exhibiendo su forma imposible.
—No me “volví”. Me hicieron. Me arrojaron fuera del templo, con el miembro atado y la lengua cortada. Morí deseando. Renací siendo el deseo. Desde entonces, exijo lo que me negaron: cuerpos sin miedo. Mujeres que me reconozcan y no bajen la vista. Como tú.
María bajó apenas los ojos, teatral, como si de pronto se acobardara. Pero era solo juego.
—¿Te excita que finja ser cordero?
Ézgal le acarició el mentón con un dedo oscuro. Su tacto era tibio, como aceite derramado.
—No finjas. Porque no te creo. Y porque no hace falta.
—¿Y por qué me elegiste a mí?
—No te elegí. Te esperé. Como el fuego espera a quien sepa bailar sin quemarse. Como el río espera a quien no tema mojarse entera. Tú eres la única que vino decidida.
María sonrió, y su sonrisa era peligrosa.
—¿Y tú quieres devorarme?
Él no parpadeó.
—Quiero desarmarte desde adentro. Pero no con fuerza. Con verdad. Quiero que tu carne se abra y no por dolor, sino por revelación. Quiero que grites mi nombre no por temor… sino porque se vuelve el único idioma.
Ella se estremeció. Sus piernas se aflojaron un instante.
Y aún así, se sostuvo.
—Dices que no buscas sumisión. Pero hablas como quien ya tiene todo el control.
Ézgal se acercó. La sombra de su miembro erecto rozaba el vientre bajo de María. Su carne tembló.
—Porque el control no se impone. Se inspira. Y tú, María, no estás aquí para resistirte. Estás aquí para descubrir que nunca estuviste encadenada.
El silencio que siguió fue como un trueno que no estalla. María tenía el cuerpo tenso, el sexo empapado, los pezones duros como piedra bajo la brisa caliente. Pero su alma… estaba despierta.
—Llévame al altar —dijo, sin pestañear.
Ézgal no dijo nada.
Solo se giró. Y ella lo siguió, como si caminar hacia su destrucción fuera también caminar hacia su coronación.
El altar no era plano. Era curvo. Lleno de hendiduras naturales, como si lo hubieran tallado con cuerpos gemebundos. Tenía musgo rojo entre las grietas. Y en el centro, una copa de obsidiana, vacía, esperando.
Ézgal no la miraba. Se había alejado. Daba la espalda al altar, mirando al cielo. Como si esperara algo.
Y entonces, ocurrió.
Las nubes empezaron a arremolinarse. Un murmullo surgió desde el suelo. Como si el bosque entero estuviera conteniendo el aliento.
María alzó la vista y lo vio: la luna se teñía de rojo.
Un eclipse de sangre, como no se veía desde hacía generaciones.
La tierra crujió. Las raíces vibraban. Y el cuerpo de María empezó a sudar, no por miedo… sino porque el ritual la llamaba. Desde dentro.
Ézgal habló, sin volverse.
—Cuando la luna sangra, el velo se rompe. Y lo que era humano puede volverse otra cosa. Pero solo si se abre.
Ella caminó hasta el altar. Se subió. Sus pies tocaron la piedra viva. Se recostó.
El cuerpo entero se arqueó como una ofrenda abierta. Los pezones se endurecieron al contacto con la roca tibia. La entrepierna, empapada, palpitaba como si ya supiera el idioma que estaba por aprender.
Ézgal se acercó. Y por primera vez, la miró entera. No con lujuria. Con algo peor: devoción.
—Estás perfecta así —dijo—. Rota de certezas. Llena de hambre. Con el alma al borde.
—Tócame —susurró ella—. Pero no como a un sacrificio. Como a una igual.
Él la obedeció.
Sus manos eran grandes. Callosas. Pero sabían el camino. Le rozó el cuello, los hombros, bajó por sus costillas. No tocó aún donde ardía. Solo la rodeó, como quien traza un mapa antes de invadirlo.
—Tu cuerpo está despierto. Pero aún no ha sido escrito.
—Entonces escribe.
Ézgal se inclinó. Le besó el vientre. No con dulzura. Con fuego.
Y ahí, entre los muslos de María, su miembro ya erecto, monstruoso, desmesurado, empezó a alzarse.
Ella lo miró. Lo miró bien. Era enorme. Pero no solo por su tamaño. Tenía venas que se movían como ríos internos. Era de un tono rojo oscuro, más sangre que carne. Parecía imposible. Parecía otro ser.
Y, aún así, María no tembló.
—¿Y eso entrará en mí?
Ézgal sonrió.
—Eso te habitará. Se fusionará contigo. Pero no te va a tomar si no lo pides.
Ella abrió las piernas.
—Entonces tómame. Que me quiebre lo que me queme, pero que me encuentre.
El primer contacto fue tibio y grave.
Ézgal se inclinó. No la penetró aún. Apoyó la punta sobre su sexo abierto. Y ambos respiraron. Como si un mundo estuviera a punto de estallar.
—Dime quién eres —le dijo él—. Antes de cruzar.
María jadeó. Su espalda se arqueó.
—Soy la que dejó de obedecer. Soy la hija del grito que no se calla. Soy cuerpo, sí… pero también voluntad.
Ézgal gruñó. Su pelvis empujó.
Y ella lo recibió.
La carne se abrió como flor bajo fuego.
Sintió dolor, sí. Pero era ese dolor limpio, que no hiere sino que despierta. Cada centímetro que entraba era una frase escrita en sus paredes internas. Una palabra nueva. Una revelación.
Ézgal la llenó. La ocupó. La invadió con una reverencia brutal.
—Tu cuerpo canta —dijo él.
—Y el tuyo responde —jadeó ella.
Los movimientos empezaron lentos. Como olas. Como plegarias. Pero la intensidad crecía. Cada estocada era un tambor. Cada embestida, una letra en el poema del eclipse.
Y el cielo… el cielo ardía.
Ézgal se movía dentro de ella como si tocara cuerdas invisibles. Su miembro —imposible, palpitante, hermoso en su monstruosidad— se deslizaba con una precisión que parecía adivinación. La llenaba. La templaba.
María jadeaba, pero no como quien gime de placer... sino como quien reza. Sus piernas se aferraban a la cintura de él, húmedas, tensas, abiertas como alas. Su espalda curvada, sus pechos erguidos y rosados, apenas cubiertos por el sudor, brillaban como frutas sagradas bajo la luz roja del eclipse.
Y entonces, mientras él la arremetía, la miró. Ézgal, con su rostro ardiente, los ojos como carbones vivos, le habló sin aliento.
—Estás naciendo, María. Tu carne ya no es carne común. Tu vientre es un crisol. Tu lengua, ahora, sabe los nombres antiguos.
—Y tú —susurró ella, temblando, con los labios entreabiertos—. Tú ya no eres el monstruo de las historias… Eres el origen.
Él rugió. El cuerpo entero de Ézgal se tensó. La base de su miembro vibró como el cuello de un tambor a punto de estallar. Y entonces se retiró. Deslizó su falo desde dentro de María, totalmente empapado, caliente, brillante de sus fluidos mezclados, y lo sostuvo con una mano grande, casi reverente.
La copa estaba ahí, esperando. La obsidiana relucía negra y viva, como si tuviera hambre propia.
María lo entendió sin que nadie lo dijera, y se incorporó sobre un codo.
Lo miró. Y miró el miembro erecto, grueso, monstruoso, que palpitaba frente a ella como un estandarte de otro mundo.
—¿Es para mí?
Ézgal asintió.
—Mi semilla no es castigo. Es sabiduría. Bébeme... y el mundo dejará de mentirte.
Ella acercó la copa. Sus manos temblaban. Pero no de miedo. De anticipación. De poder.
Y entonces él gimió.
La punta del miembro se inclinó, y chorros gruesos y calientes empezaron a salir, lentos al principio, luego violentos. Su semen era denso, blanco lechoso, con tonos perla, casi iridiscente. No era humano. Fluía con fuerza, cubriendo la copa con hilos gruesos, viscosos, calientes. Caía como una bendición prohibida.
Ézgal jadeaba. Sus músculos se contraían. El falo, aún erecto, latía como si tuviera alma propia.
María sostenía la copa.
Y cuando estuvo llena, hasta el borde, él habló:
—Si bebes, lo que eras quedará atrás. Ya no serás virgen. Ni doncella. Ni hija. Serás voz. Serás mito.
Ella lo miró.
La copa humeaba. No con calor. Con energía.
—Entonces bendíceme —dijo—. Bendíceme como se bendicen las que se atreven.
Y bebió.
El líquido era espeso. Salado y dulce. Tenía una textura tibia, casi viva. Bajó por su garganta como un fuego lento. Sintió su cuerpo contraerse. Sintió su vientre pulsar, como si recibiera un nombre nuevo.
Y sus ojos se abrieron de par en par.
Lo vio. Todo. Lo que nadie ve.
Sus padres.
Sus ancestros.
Las mujeres antes de ella.
El deseo de cada una.
Los gritos ahogados en camas sin testigos.
Las lenguas mordidas.
Los orgasmos prohibidos.
La libertad negada.
Vio todo eso. Y despertó.
Ézgal cayó de rodillas frente a ella.
—Ahora eres más que carne —le dijo, con la voz rota—. Eres la portadora de mi sombra. La dueña de lo que antes era mío.
María se levantó. Desnuda, llena, digna.
Y el eclipse… empezó a cerrarse.
Pero lo que se abrió dentro de ella… eso ya no volvería a apagarse nunca.
FIN DE LA PRIMERA PARTE






