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Cuando el sol empezó a teñirse de rojo en lo alto, en la aldea no hubo alaridos, ni ceremonias, ni rezos. Sólo actividad.
Los hombres comenzaron a volver a sus oficios: algunos golpeaban metales en la herrería, otros acomodaban herramientas en los corrales o recogían grano. Las mujeres barrían las entradas de sus casas, atendían a los niños o regresaban de la fuente con cántaros en la cabeza. Un par de ancianas murmuraban frente a la capilla, sin atreverse a mirar hacia el bosque.
El humo de los hogares volvía a subir. Como si nada. Como si no hubieran entregado a una hija al demonio del monte.
Narel, sin embargo, no formaba parte de ese mundo domesticado.
Estaba en el establo, con la camisa empapada en sudor, apretando las cinchas del caballo como si sujetara su destino con cada nudo. El animal resoplaba inquieto, como si intuyera que aquella salida no era una travesía más. Narel se movía rápido, con las manos torpes por la mezcla de rabia y miedo.
Cerca de él, apoyado en una lanza vieja y sin filo, estaba su escudo. Uno hecho por su abuelo, gastado por el sol, pero que aún llevaba el símbolo de su familia. Él mismo lo había lijado y barnizado esa mañana. No porque pensara volver… sino porque quería morir digno.
El crujido de las bisagras de la puerta lo sacó de su concentración.
Giró, y allí estaban los padres de María.
La madre tenía los ojos rojos, pero secos. Como si ya no pudiera llorar más. El padre sostenía su sombrero con ambas manos, con una dignidad temblorosa que no sabía dónde guardarse.
—Narel... —empezó la mujer, entrando con pasos firmes—. ¿Qué haces?
Él no respondió. Tomó el cuchillo de caza del estante y lo sujetó a su bota.
—¿Crees que ella sigue viva? —insistió el padre, sin alzar la voz.
—Sé que sí —respondió Narel, sin mirarlos—. Lo sé porque la siento.
La madre se acercó más. Su voz cambió. Ya no era la mujer estoica que aceptó el destino de su hija. Era madre. Era carne viva de miedo.
—No vayas. ¡No cometas esa locura! —dijo, alzando la voz por primera vez—. El bosque no devuelve lo que toma. A ninguna. Ya se ha cobrado su tributo. ¡Déjala!
Narel giró lentamente. Tenía el rostro afilado por la determinación.
—¿Y qué clase de hombre soy si me quedo mirando? ¿Si dejo que la mujer que amo se pierda y no hago nada? ¿Eso esperan de mí? ¿Que le dé la espalda como todos ustedes?
La mujer lo miró con furia repentina.
—¡Ella se fue por voluntad propia! ¡No fue arrastrada! ¡Ni siquiera lloró cuando se la llevaron! ¿No lo viste? Caminó con la cabeza alta. Con el cuerpo erguido. ¿Y sabes qué pienso ahora, Narel? Que quizás ella ya no es de este mundo. Que tú… tú no estás cabalgando hacia una doncella, sino hacia algo que no puedes comprender.
Narel la enfrentó sin retroceder.
—Entonces moriré comprendiéndolo. Prefiero eso a vivir preguntándome si aún me necesitaba.
—¡Ella ya no te necesita! —gritó la madre—. Y tú lo sabes.
Silencio. Largo, cortante.
El padre de María apoyó una mano en el hombro de su esposa. Luego miró a Narel con una mezcla de resignación y respeto.
—No podemos detenerte. Pero te pedimos que no vayas por nosotros. Ni siquiera por ella. Si vas... que sea por ti.
Narel se acercó al caballo. Lo montó. El animal se movió inquieto.
—Voy porque no puedo no hacerlo. Porque algo me empuja. Y porque, aunque esté loco… todavía creo en ella.
Los padres no dijeron más.
Él espoleó al caballo.
Y en el umbral del bosque, justo antes de internarse en la sombra que temían todos, Narel miró hacia el cielo.
La luna, arriba, ya estaba completamente roja.
Y su corazón… también.
El galope había cesado. El caballo no quiso avanzar más, y él lo dejó ir.
Siguió a pie. El follaje le cerraba el paso, pero no lo detenía. El bosque parecía respirar alrededor de él, húmedo, cálido, casi lascivo.
Los sonidos eran suaves. Demasiado suaves. Como si el mundo aguantara la respiración.
Y entonces comenzaron las imágenes.
Primero fueron susurros. Palabras inconexas. El nombre de María dicho con voces múltiples, algunas masculinas, otras femeninas, otras… indefinidas.
Después, los aromas. El olor de su cuello. De su cabello húmedo.
Y, de pronto, un hedor nuevo: almizcle, resina caliente, sexo recién derramado.
Narel parpadeó.
Y la vio.
No sabía si estaba soñando o no, pero la imagen era tan nítida que dolía.
María, desnuda sobre una piedra negra. Las piernas abiertas. Los brazos extendidos como alas. La cabeza echada hacia atrás. El cuerpo brillando de sudor... y semen.
Sobre ella, como un eclipse encarnado, Ézgal.
Su espalda enorme, el cuerpo oscuro, los músculos tensos. Su falo —grande, húmedo, monstruoso— deslizándose dentro de ella como un tronco vivo. Con cada embestida, el cuerpo de María se arqueaba como si recibiera algo más que carne: una lengua sagrada, una verdad que jamás podría haber venido de él, de Narel, de ningún mortal.
Y lo peor no era verla tomada. Era verla entregada. Con los labios entreabiertos. Con los muslos aferrados a las caderas de Ézgal.
Con un gemido que no era de dolor. Era devoción.
—¡No! —gritó él, llevando las manos a la cabeza—. ¡Esto no es real!
Pero la imagen no desaparecía.
La María que él había amado con ternura, a la que había soñado besar bajo la lluvia, a la que había pensado llevar al lecho como a una flor que se cuida… esa María ya no existía.
Y entonces la escuchó.
Desde dentro de su propia cabeza.
—Él me da lo que tú nunca podrías, Narel.
Ézgal rugía. Y María jadeaba.
Él la alzaba en el aire con ambas manos, la sujetaba como si fuera parte de su carne, y la montaba, la llenaba con un ritmo implacable. El falo entraba y salía de su cuerpo con sonidos húmedos, viscosos, casi rituales. Cada embestida parecía un golpe de tambor sagrado.
Y María… María reía.
No de burla. De placer.
Un placer animal. Un placer que Narel jamás le dio. Que jamás sabría cómo dar.
Tropezó. Cayó al suelo. Se golpeó contra una raíz. Jadeaba. Temblaba.
—¡No es real! ¡No es real! ¡No es real!
Pero lo era. O se sentía así.
La voz de Ézgal surgió de la oscuridad. No hablaba con labios. Hablaba con la tierra misma.
—Ella ya no es tuya, mortal. Nunca lo fue. Tú la querías para amarla. Yo la tomé para que renaciera.
—¡La amo! —gritó Narel, con lágrimas en los ojos—. ¡La amo más que a mi vida!
—¿Y crees que eso basta? ¿Crees que el amor es más fuerte que el deseo cuando el deseo es verdad?
Y entonces, otra imagen.
María, montada sobre Ézgal, cabalgándolo como una sacerdotisa del abismo, el torso arqueado hacia atrás, los pechos firmes saltando con cada movimiento. Su sexo abierto, entregado, pleno.
Ella lo miraba. A él. A Narel.
Y con una sonrisa en los labios dijo:
—Así debió ser siempre.
Narel gritó. Se arrancó la camisa. Se golpeó el pecho. Se arrodilló.
El bosque, silencioso, lo envolvió.
Y mientras la luna roja lo observaba desde arriba, él comprendió:
No había venido a rescatarla. Había venido a enterrarse.
La travesía hasta el corazón del bosque no fue suya, no del todo.
Fue conducido. Guiado.
Al principio, creyó que eran sueños. Sombras que se movían entre los árboles, susurros que lo empujaban suavemente hacia un rumbo, ramas que se abrían justo cuando iba a retroceder. Pero no soñaba. Era el bosque mismo. O sus guardianes.
Una voz dulce, como un canto femenino, lo rodeó en una brisa.
—No estás hecho para esta tierra… pero has llegado igual. Ven. Mira con tus propios ojos lo que ya ha sido marcado por el eclipse.
No había ira en esa voz. Ni burla. Solo una tristeza elegante, casi compasiva.
Y entonces la vio.
El altar se abría ante él como una escultura natural.
En medio de un claro sagrado, bañado por una luz roja débil que aún quedaba de la luna eclipsada, yacía María.
Desnuda. De costado, con el brazo bajo su cabeza y la pierna superior ligeramente doblada, como una estatua viva, perfecta y suave, entregada a un sueño profundo.
Su piel brillaba con un tinte nuevo, más dorado, como si el roce de Ézgal la hubiera templado. Los pliegues de su cintura, la curva de sus caderas, el dibujo exacto de su omóplato. Todo era delicado. Y sin embargo, irrefutablemente sensual.
Pero no era eso lo que lo detuvo.
Fue su paz.
María no tenía la expresión de alguien violada, ni rota. No había huellas de dolor. Sólo satisfacción. Respiraba con una cadencia lenta, rítmica. Como si el mundo no tuviera urgencias.
Y eso fue lo que más lo devastó.
Narel cayó de rodillas. No lloró. Solo la miró. Y fue entonces que el deseo volvió.
Pero no el deseo que arde en la juventud. El otro. El oscuro. El que sabe que ya es tarde.
No pudo evitarlo.
Sintió que su propio sexo se endurecía. No por lo que ella le ofrecía, sino por lo que ya no podía tener. Porque verla así, ya habitada por otro, llena por lo que él nunca fue, la hacía… más deseable.
La forma en que su pecho se elevaba al respirar. La humedad entre sus muslos aún visible. El temblor casi imperceptible de su abdomen, como si recordara una última embestida en sueños.
Él se acercó con pasos tímidos. La rodeó hasta quedar frente a su rostro.
María no despertó. La observó. Y con una voz que apenas se atrevió a nacer, dijo:
—¿Dónde estás ahora, María? ¿Dónde quedó la mujer que me miraba con ternura? ¿Volverás a abrir los ojos para mí… o solo verás al que llegó tarde?
El bosque no respondió. Pero algo en ella… sí.
Un suspiro. Una ligera curva en sus labios.
¿Una sonrisa? ¿Una burla? ¿O un eco residual del placer vivido?
Narel extendió una mano y le tocó la frente. Y luego, temblando, la bajó por su mejilla, su cuello… hasta posar los dedos en el centro de su pecho, justo entre los senos dormidos.
Sentía el calor. El pulso. La vida.
Pero también, algo más.
Algo que no era suyo. Algo que se alojaba en su carne. Algo de Ézgal.
—¿Ya no me recuerdas? —susurró.
Y fue entonces que ella habló.
—Sí te recuerdo… pero no como tú quisieras. Ahora sé lo que soy. Y ya no hay lugar para volver.
Narel tragó saliva.
—Entonces… ¿ya no hay nada para mí?
María abrió los ojos. Oscuros. Intensos pero sin odio. Sin rechazo.
—Puedes quedarte. Puedes mirar. Pero no intentes poseer lo que se volvió llama. Quema, Narel. Te lo juro. Quema.
Él bajó la mirada, y por primera vez, sintió que ese amor puro, casto, devoto… había sido vencido.
No por crueldad. Sino por una verdad más grande que él.
Y aún así, no se fue.
Se sentó a su lado. Sin tocarla más. Sin exigir. Como un fiel seguidor que decide velar un altar… sabiendo que el dios ya no lo escucha.
Abrió los ojos de a poco. Le pesaban las pestañas. El cuerpo tibio, aún vibrando por ecos que ya no eran del mundo humano.
Y allí lo vio. Sentado a su lado y con los ojos rotos. El rostro sucio, las manos temblando.
—¿Narel…? —susurró, aún entre sueños—. ¿Eres tú?
Él asintió, con los labios partidos por la emoción.
—Te encontré, María… Te seguí hasta este infierno solo para verte. Y lo haría mil veces más si fuera necesario.
Ella se incorporó un poco, con la sábana natural de su propio cabello deslizándose por su espalda. Estaba desnuda. Pero no se cubrió. Porque ya no sentía pudor. Ni con él ni con nadie.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, genuinamente sorprendida—. No debías venir…
—Tenía que hacerlo —dijo él, y en su voz había esperanza todavía—. Tenía que decírtelo cara a cara. Que te amo. Que no me importa lo que hayas hecho aquí. Podemos irnos. A la aldea, o más allá. A donde quieras. Pero no te quedes, María… por favor.
María lo miró largo. Sus ojos eran suaves. Tiernos. Pero había algo nuevo detrás: una profundidad que él no entendía.
Ella alzó la mano y le acarició la mejilla, lento, como si lo despidiera sin querer.
Y luego, en un impulso de recuerdo, de nostalgia, de humanidad que aún latía, le ofreció los labios.
Lo besó.
Fue breve, triste. Hermoso.
Pero cuando se separaron, la distancia entre ellos ya no era física. Era abismal.
—No puedo irme, Narel. Mi lugar ya no está allá. Ni en la aldea. Ni en ninguna parte del mundo que conocimos.
Él tragó saliva. Su respiración se volvió temblorosa.
—¿Por qué? —le dijo, con la voz quebrada—. ¿Por qué no puedes elegirme a mí? ¿Acaso no te basta con saber que te amo de verdad? ¿Que moriría por ti, sin pedir nada a cambio?
Ella le tomó las manos, con dulzura.
—Lo sé. Y eso me duele más que cualquier castigo. Pero… no es cuestión de amor. Es algo más profundo. Más oscuro.
—¿Qué puede ser más fuerte que el amor? —dijo él, entre sollozos—. ¿Qué puede arrancarte de mí así?
Ella lo miró a los ojos. Y por primera vez, no lo hizo con culpa. Lo hizo con certeza.
—El placer, Narel. El placer que habita en la carne como una verdad que no necesita promesas. El que no se suplica. El que se impone. Ézgal me tomó, sí... pero también me abrió algo que no sabía que existía en mí.
—¡Pero yo podría hacerte sentir cosas! —gritó él, con rabia contenida—. ¡Podría aprender! ¡Podría darte todo lo que él te da, pero sin ser un demonio! ¡Con amor, María!
Ella negó con la cabeza, suave. Sin soberbia. Como quien consuela a un niño que aún no entiende cómo funciona el fuego.
—No, Narel. No puedes. Ningún hombre puede. Porque lo que él da no es solo gozo. Es una transformación. Un abismo que arde por dentro. Y ya soy parte de él. De su poder. De su cuerpo. De su sombra.
Él temblaba. Apretaba los puños. Y aún así, la miraba con adoración rota.
—¿Y eso te basta?
Ella asintió.
—No me basta. Me consume. Me llena. Me libera.
—¿Y yo…? —preguntó él, apenas un susurro—. ¿Qué soy ahora para ti?
Ella suspiró. Y no fue cruel.
—Eres mi pasado. Mi recuerdo más hermoso. Y la única parte de mí que aún sangra.
Él no respondió. Se quedó ahí, mirándola.
La luna, desde el cielo, ya volvía a su tono blanco.
Ézgal emergió de las sombras. Su cuerpo era una masa imponente de músculos tensos y piel oscura como la noche sin luna. Sus ojos, dos brasas que parecían devorar la luz, se clavaron en María con una mezcla de deseo y posesión.
Sin mediar palabra, extendió su mano enorme. Sus dedos, gruesos y callosos, cerraron el aire, buscando la cintura de ella. Y en un solo gesto brutal, la alzó de un salto. La llevó hacia sí con la fuerza de un titán, como si su cuerpo pequeño fuera una simple pluma.
María no resistió. Sus brazos se soltaron, sus piernas se ablandaron sin pelea. Se entregó sin un suspiro de resistencia, sin siquiera una sombra de asco.
El demonio la sostuvo contra su pecho, la sintió temblar, pero no de miedo, sino de un deseo profundo y antiguo.
Narel dio un salto hacia adelante, los puños apretados, el rostro blanco de furia y desesperación.
—¡Suéltala! —exigió, con voz quebrada—. ¡Ella no es tuya! ¡Yo la amo!
Ézgal soltó una risa grave, un sonido que vibró en la tierra misma.
—¿Amor? —dijo con desprecio—. Tú no entiendes nada, mortal.
Con lentitud burlona, recorrió con su mano la figura de María, desde sus pechos firmes y pequeños, hasta su cintura delicada, sus caderas curvadas.
—Ella ya no te pertenece. Es mía. Toda.
María, en silencio, cerró los ojos. No había repulsión. No había duda. Solo una aceptación sin límites.
Sus dedos rozaron la mano de Ézgal, como sellando un pacto invisible.
Narel temblaba, con la rabia afilando sus sentidos, pero también con el dolor cortando su aliento.
—¿Cómo puedes... cómo puedes entregarte así? ¿No sientes nada por mí?
Ella abrió los ojos, lentamente. Los ojos que ahora guardaban la sombra de Ézgal.
—No es que no sienta. Es que siento más allá de ti. Más allá del miedo, del dolor, de la carne mortal.
Ézgal apretó la cintura de María, dejando un surco que parecía querer marcarla para siempre, arrancándole un un jadeo profundo.
—Esta es la verdad, Narel. Ella no es tuya. Nunca lo fue. Y mientras tú lloras por un amor que se desvanece, yo le doy poder.
Con un último gesto, Ézgal levantó a María en brazos y la sostuvo contra su pecho.
—Vete, niñato. Porque si te quedas, sólo encontrarás algo peor que la muerte: la humillación.
Narel se quedó paralizado. Miró a María, luego al demonio. Y en su corazón ardió una llama más profunda que el odio.
—Entonces lucharé hasta que no quede ni uno de los dos.
Pero Ézgal ya no escuchaba.
Se internó en las sombras con María, dejando atrás a Narel y un silencio que quemaba.
Narel no pensaba en el mañana. Ni en el dolor. Ni en la muerte.
Solo tenía un fuego ardiente: rescatar a María. Liberarla del hechizo que la ataba a ese monstruo.
La entrada de la guarida apareció frente a él, una boca oscura, húmeda y palpitante.
Como si la tierra misma respirara con deseo, con hambre.
Sus paredes eran carnosas, con pliegues brillantes que se contraían y expandían lentamente. Un olor a humedad y flores marchitas impregnaba el aire, mezclado con un toque metálico.
Narel sintió un escalofrío, pero avanzó sin dudar. El suelo bajo sus pies era blando, casi vivo. Los sonidos parecían latidos, el ritmo de un corazón gigante oculto en la oscuridad.
Cada paso lo llevaba más adentro, a través de recovecos sinuosos que parecían devorar la luz.
Finalmente llegó a un espacio más amplio.
Y allí, al fondo, la encontró.
María estaba de rodillas, con la espalda arqueada, su cuerpo diminuto casi perdido entre la inmensidad del demonio.
Ézgal la sostenía con ambas manos, sus dedos grandes y ásperos marcaban la piel de ella sin piedad, pero con un cariño pervertido.
Ella no se resistía: participaba. Se entregaba.
Sus ojos, abiertos y oscuros, brillaban con un fuego ajeno a este mundo. Sus labios estaban entreabiertos, jadeando con un deseo brutal que heló la sangre de Narel.
Ézgal, con voz grave y burlona, murmuraba palabras que Narel no entendía, pero que retumbaban en sus huesos.
—Mi doncella, mi fuego, mi oscuridad… —decía el demonio, mientras su falo, gigantesco y venoso, se movía con lentitud ritual sobre el cuerpo de María—. Ella es mía. Es la esencia de mi poder.
Narel, paralizado, apenas pudo susurrar:
—¡María…!
Pero ella no respondió. No se volvió. No pidió ayuda.
Solo siguió entregada, perdida en un éxtasis que Narel no podía comprender.
El joven apretó los puños, con la ira y el dolor abrasando su garganta.
—¡Sal de ella! ¡Libérala!
Ézgal rió, un sonido profundo y oscuro que retumbó en la caverna viva.
—¿Y tú qué harás, humano? ¿Enfrentarás la tormenta con tus débiles armas? ¿O te consumirás en el fuego que no puedes controlar?
Narel dio un paso adelante, la mirada firme, la voz temblando de furia y desesperación:
—Si eso es lo que hace falta, moriré intentando salvarla.
María, en un suspiro, volvió a cerrar los ojos, ajena al conflicto entre ambos mundos opuestos que la reclamaban como suya, que la deseaban.
La caverna se cerraba alrededor como una útero vivo. Las paredes latían, húmedas, sensibles, como si la tierra misma respirara placer.
Y en su centro, como en el altar de una religión primitiva, estaban ellos.
Ézgal no montaba a María como un amante. Tampoco como un animal. Lo hacía como un dios toma su ofrenda: con devoción brutal. Con control absoluto. Con esa ternura violenta que solo los inmortales comprenden.
Pero lo que quebró a Narel no fue el demonio.
Fue ella.
María no era pasiva. Ni víctima. Su cuerpo no solo era tomado: buscaba, ansiaba.
Sus piernas, antes delicadas, se enroscaban con fuerza alrededor del torso de Ézgal. Sus manos, pequeñas, recorrían el abdomen del demonio, explorando sus pliegues, sus venas, su potencia como si leyera un nuevo alfabeto del mundo.
Y entonces, lo vio.
El falo de Ézgal, erecto aún mientras penetraba y se deslizaba entre sus caricias, parecía moverse con voluntad propia, como una serpiente viva, hambrienta, invocada desde una dimensión que no obedecía a reglas humanas.
No era solo sexo. Era presencia. Era juicio.
Y María, entre gemidos, lo buscaba. Lo tomaba con ambas manos, lo dirigía hacia su vientre, hacia su cuello, entre sus pechos llenos y marcados por el calor.
A veces lo besaba. O lo frotaba contra su rostro como si fuera sagrado.
—Tú me das forma… —decía ella, entre jadeos—. Me das hogar. Me haces sentir más que humana. Más que carne. Me haces ser… fuego.
Narel no gritó. No lanzó su espada. No corrió. Solo miró, helado. Y dentro de él, como un pozo negro, se abrió una certeza:
La guerra ya estaba perdida.
No porque fuera débil. Ni porque Ézgal fuera invencible.
Sino porque ella había elegido.
—¿Por qué…? —susurró, más a sí mismo que al aire—. ¿Por qué no fui yo el elegido?
¿Por qué un demonio y no un hombre?
Y fue como si la caverna misma le respondiera. No con palabras. Sino con un estremecimiento general.
Porque no era cuestión de bondad. Ni de ternura. Ni siquiera de amor.
Era cuestión de verdad.
Ézgal representaba el abismo, la fuerza que no se explica, el goce que no se suplica ni se negocia. El poder de destruir y crear al mismo tiempo.
Y María… había dejado de ser virgen no por abrir sus piernas, sino por abrir su alma al poder que no admite condiciones.
Ella levantó la mirada, al sentirlo allí.
Lo vio. Y por un instante, algo brilló en sus ojos. No culpa. No dolor. Compasión. Como si comprendiera, con infinita ternura, que él jamás entendería lo que ella ahora era.
—Narel… —susurró, con voz cargada de luto—. No es que no te ame… Es que ya no puedo volver a ser quien era. Y tú sigues siendo tú.
Él bajó la vista. Y por primera vez en su vida… se sintió insignificante.
Narel permanecía inmóvil, atrapado por la escena que sus ojos no podían dejar de beber. Cada movimiento de María, cada suspiro que escapaba de sus labios, cada caricia brutal y dulce que Ézgal le prodigaba, se le grababan en el alma con la fuerza de un fuego que no se apaga.
Sus pupilas se dilataban, incapaces de apartar la mirada de aquel espectáculo oscuro, sagrado y terrible.
María, su doncella, su amor, ya no era la misma. Era un ser nuevo, consumido y a la vez encendido por un poder que sobrepasaba todo entendimiento.
Su espalda se arqueaba hacia Ézgal, buscando la presión de sus manos callosas, la protección violenta de su abrazo infinito.
Sus dedos se enredaban en la piel áspera del demonio, explorando y reclamando, fundiéndose con aquel gigante oscuro que la poseía.
Ézgal, por su parte, mantenía la mirada fija en la entrada de la caverna.
Y entonces los ojos del demonio se clavaron en los de Narel. Un instante eterno donde el tiempo pareció detenerse.
Y Ézgal sonrió.
Una sonrisa lenta, segura, llena de esa arrogancia que solo los dioses y monstruos conocen.
Con una mano firme y segura, tomó a María por la cintura, levantándola un poco, acercándola más a su pecho. Sus labios rozaron el cuello delicado y vulnerable de ella, deslizándose con un deseo que era a la vez posesivo y casi reverente.
—¿Todavía estás aquí?
Narel no apartó la mirada.
—No puedo dejarla. No sin luchar.
El demonio soltó una risa profunda y vibrante.
—Lucharás, sí. Pero no ganarás. Ella es mía. Tu amor es una sombra que se desvanece ante mi luz.
María gimió suavemente, apoyando la cabeza contra el hombro de Ézgal, como si allí encontrara su único refugio verdadero.
Y Narel, viendo aquello, sintió cómo se le quebraba el pecho. Un dolor que no sabía que podía existir.
Pero también una rabia inmensa, un deseo feroz de seguir peleando, aunque todo estuviera perdido.
Ézgal volvió a besarla. Con labios que quemaban, con un deseo que dominaba, con la fuerza de siglos encerrados en una sola noche.
Narel apretó los puños, con la mandíbula dura.
Narel observaba, con el corazón hecho trizas, cómo Ézgal tomaba nuevamente a María en sus brazos.
No era un acto simple ni mecánico: era una posesión total, un acto de dominio absoluto que se desplegaba con una precisión cruel, casi ritual.
Él, inmóvil, vio cómo el demonio la sostuvo firme, con una fuerza que no permitía ni un milímetro de libertad, y alzó su mirada con una sonrisa cargada de saña.
—¿Quieres verla, humano? —dijo con voz áspera—. Mira bien…
En un movimiento lento, provocativo, Ézgal dejó al descubierto su atributo.
Era una imagen imposible, que parecía desafiar las leyes de la naturaleza. Un miembro erecto, grueso y venoso, palpitante con la intensidad de una bestia viva. Su piel era de un rojo intenso, casi transparente, donde se veían las venas bombeando con fuerza el fuego de un éxtasis eterno.
Narel sintió que un frío terrible le recorría la espalda.
María giró la cabeza hacia ese órgano inmenso, hacia esa bestia de carne y poder. Sus ojos se cerraron lentamente, rendidos ante la magnitud de lo que veía y sentía. Sus labios se entreabrieron, y un gemido largo, profundo y casi melódico escapó de su garganta, llenando la caverna.
—Sí… —murmuró ella, como un mantra—. Es mío. Es fuego que me consume. Es mi dios y mi destino.
Ézgal, sin perder un segundo, acercó su cuerpo al de ella, y con un movimiento firme y decidido, introdujo su apéndice en el interior de María.
El sonido húmedo y palpitante resonó en la caverna, un eco perturbador que atravesó los sentidos de Narel. María respondió con un grito liberador, de sumo éxtasis, que hizo eco en el mundo entero.
Fue entonces cuando Narel perdió todo.
Su grito se elevó, desgarrado y desesperado.
—¡NOOOOOO!
El eco de su voz retumbó contra las paredes vivas del lugar, un grito que era a la vez una súplica, una condena y una declaración de guerra.
Pero dentro de él, algo se desmoronaba.
Sus fuerzas, su voluntad, sus certezas… todo comenzaba a abandonarlo, uno a uno, como un castillo derrumbándose bajo el peso de la noche.
Él sabía que esa escena marcaría para siempre su alma.
Y sin embargo, aún en ese grito, había una chispa de lucha.
Porque a pesar de la desesperación, a pesar del poder absoluto de Ézgal, a pesar de la entrega de María, Narel no podía dejar de pelear.
No podía dejar de amar.
Ézgal dejó escapar una risa ronca, llena de burla y oscuridad, mientras sentía el cuerpo de María arder bajo su dominio.
Sus movimientos no eran simples embestidas: eran una danza perversa, grotesca y deliciosa, donde él marcaba el ritmo y ella se rendía como un río que no puede resistirse a su cauce.
Sus dedos ásperos se hundían en la piel de María, acariciando y oprimiendo con la fuerza del que sabe que puede poseerlo todo.
—¿Escuchas, doncella? —susurraba con voz siseante, al oído de ella—. Este es el poder que te habita ahora. El fuego que consume y embriaga. Nadie puede tocarte así. Nadie puede darte lo que yo te doy.
María gemía con profundidad, sus sonidos eran roncos, etéreos, más allá de lo humano. Cada gemido era una plegaria y una condena. Una súplica y una rendición.
Ella sabía que Narel observaba desde la penumbra, su figura frágil y temblorosa, su corazón roto y su voluntad hecha trizas.
Sentía pena por él. Un dolor dulce, como la brisa fría que acaricia el rostro.
Pero no podía detener al demonio. Ni quería.
El placer que corría por sus venas era inconmensurable. Era un torrente sobrenatural, una marea que la arrastraba hacia un abismo del que no deseaba escapar.
—¿Ves, Narel? —le susurró Ézgal con una sonrisa ladina—. Así es como se toma lo que se merece. Así es como se domina la eternidad.
María cerró los ojos, dejando que el fuego la atravesara. Se rindió al ritmo, al poder, al éxtasis sin fin.
El demonio la usaba, la moldeaba, la transformaba con cada movimiento. Ella no era ya solo su amante: era su altar, su templo viviente, la manifestación de su furia y su deseo.
Y mientras la danza continuaba, Narel solo pudo quedarse allí, testigo impotente de un amor que ya no era suyo.
María sintió el fuego arder dentro de sí, un fuego que no solo quemaba su carne, sino que consumía sus pensamientos, sus dudas, sus miedos. Cada embestida de Ézgal era como una oleada de lava líquida, que recorría sus venas hasta el último rincón de su ser.
Sus pechos se elevaban y caían al ritmo del demonio, firmes, llenos de vida y deseo. Sus manos, pequeñas y temblorosas, se aferraban a la piel áspera de Ézgal, buscando anclaje en ese mundo de sombras y éxtasis.
De repente, echó la cabeza hacia atrás, exponiendo su cuello delicado, vulnerable. Su rostro quedó al revés, como un espejo invertido del placer y la entrega.
Y en ese instante, sus ojos se encontraron con los de Narel, allí en la penumbra, roto y tembloroso, pero aún presente.
Fue un choque brutal, un encuentro que atravesó más allá del tiempo y el espacio.
Ella no pudo evitar sentir una punzada, un recuerdo de lo que había sido.
Pero sus labios se curvaron en una sonrisa triste, llena de comprensión y también de una profunda aceptación.
—Narel… —susurró con voz cargada de melancolía—. Ya no soy la doncella que conociste. Ni siquiera la mujer que imaginaste.
Sus ojos se cerraron suavemente, y un gemido ronco escapó de sus labios, un sonido que era al mismo tiempo dolor y placer.
—Este cuerpo… —murmuró—. Este fuego… No es un castigo ni una bendición. Es mi destino.
En su interior, sentía la lucha entre la vieja María y la nueva criatura que Ézgal había despertado. Una parte de ella lloraba por lo que había perdido. Otra parte, más oscura y profunda, celebraba la fuerza que ahora la habitaba.
—¿Lo entiendes? —le preguntó con suavidad, aunque sabía que Narel no podría—. Esto no es una derrota. Es una transformación.
Mientras el demonio seguía con su danza poderosa y eterna, María se sumergía en ese abismo de sensaciones, una mezcla descarnada y brutal de éxtasis, poder, sumisión y libertad.
Sentía la humedad que la envolvía, el calor que la consumía, la presión que la moldeaba. Su respiración era un canto a la vida y a la muerte al mismo tiempo.
Al abrir los ojos de nuevo, María ya no buscó a Narel.
Buscó solo a Ézgal, al dios y monstruo que la había reclamado.
Y en ese encuentro de miradas, María supo que jamás podría volver atrás.
En el silencio que siguió al grito de Narel, solo quedaron ellos dos. María y Ézgal, unidos en una danza más antigua que el tiempo, más profunda que la carne. No era ya una lucha de voluntades. Era un ritual sagrado, una comunión oscura y sensual donde cada gesto, cada suspiro, cada mirada tejía un vínculo imposible de romper.
Ézgal la sostuvo con firmeza, pero con una ternura que desmentía su naturaleza bestial.
Sus dedos, ásperos y poderosos, recorrieron la curva de su cuello, bajaron lentamente hasta sus hombros y se enredaron en el cabello sedoso de María.
—Eres más que mi doncella, —murmuró, su voz ronca vibrando en el pecho de ella— eres la llama que da sentido a mi eternidad.
María respondió arqueando su cuerpo hacia él, buscando su calor, su fuerza, su oscuridad.
—Y tú eres el fuego que consume mi miedo, —susurró con voz temblorosa pero segura— el abismo en el que me pierdo y me encuentro.
El contacto entre ellos era un lenguaje sin palabras.
Los latidos de sus corazones se sincronizaron con el pulso de la caverna, con el ritmo de la vida y la muerte entrelazadas.
Ézgal besó sus labios con una mezcla de deseo y adoración, y ella respondió con una entrega absoluta, sin reservas, sin miedo. Cada movimiento, cada caricia, era una promesa. Una declaración de poder compartido.
Ella sentía cómo su cuerpo se transformaba bajo su toque, cómo la esencia de Ézgal se mezclaba con la suya, creando algo nuevo, indomable.
María cerró los ojos, entregándose a esa fusión de oscuridad y placer.
—Soy tuya, —murmuró— y tú eres mío. Para siempre.
La conexión entre ellos trascendía la carne. Era un pacto silencioso, un lazo invisible que unía sus destinos para siempre.
Y mientras el bosque y la noche observaban en silencio, María y Ézgal se perdían en esa danza eterna, en esa entrega sin fin.
Narel se arrodilló sobre el suelo húmedo y palpitante de la guarida. Sus manos temblaban, y el peso de la desesperación le apretaba el pecho con la fuerza de mil tormentas.
Su voz, quebrada y ahogada, se elevó en un ruego que parecía arrancado del fondo de su alma.
—Por favor… —dijo, mirando al demonio con ojos suplicantes—. Ten piedad. Déjala ir. Ella tiene una familia, una vida. Prometo que no la desposaré, ni mancillaré su destino. Yo… Yo me inmolaré si es necesario, cederé a la muerte más tortuosa, pero por favor, libérala.
Ézgal lo miró, serio, con una calma terrible, como quien contempla a un insecto que se debate inútilmente.
Sin dejar de sujetar a María, de poseerla con su fuerza implacable, le respondió con voz firme, grave, sin espacio para súplicas.
—No entiendes, humano. Ella ya no tiene familia. Ni hogar al cual regresar.
El demonio recorrió el cuerpo de María con una mano áspera, lenta, como acariciando un tesoro invaluable.
—Su destino ya no está en el mundo de los mortales. Ahora pertenece a las profundidades del abismo.
Ézgal inclinó la cabeza hacia ella, y susurró al oído de María, quien respondió con un gemido suave, rendida y plena.
—Con su entrega total —continuó Ézgal, volviendo la mirada hacia Narel—, con su cuerpo sin igual entre todas las mortales, bendecido por mí con la juventud y belleza eternas, me brindará placer y poder. Y solo así… sólo así, su mundo terrenal podrá vivir sin miedo a mi regreso.
Narel sintió que todo se deshacía dentro de él. Era un muchacho roto, derrotado no por las armas, sino por la verdad cruel e inevitable.
Quiso gritar, quiso suplicar una vez más, pero la voz se le murió en la garganta.
Solo pudo quedarse allí, arrodillado, viendo cómo la mujer que amaba se perdía en un universo oscuro y seductor del que él nunca podría ser parte.
De pronto, el aire en la caverna pareció volverse más denso, más vivo. Ézgal alzó la cabeza hacia el techo, la bóveda carnosa y palpitante, y dejó escapar un gruñido profundo, ronco y atronador, un sonido que reverberó en cada rincón del lugar.
Su cuerpo se tensó como una bestia en celo, mientras apretaba con fuerza la pelvis de María contra la suya, como si quisiera fundirse con ella en un solo ser, en una unión definitiva.
El demonio volvió a girar la mirada hacia Narel, esa sombra de hombre roto que lo observaba con ojos llenos de horror y desesperación.
Y entonces, con una sonrisa fría, casi arrogante, que irradiaba un poder absoluto, Ézgal habló, como un oráculo implacable.
—Ahora sí, mortal. Su útero ha sido fertilizado por mi esencia.
Los ojos de María se abrieron levemente, bañados en un brillo sobrenatural, y un estremecimiento recorrió su cuerpo.
—Pronto, —continuó el demonio— el vientre de la doncella se verá inflamado de una segunda vida. Un vástago crecerá en su interior, el heredero que necesito que conciba.
Narel sintió que la tierra misma se hundía bajo sus pies.
Quiso gritar, quiso detener el tiempo, quiso arrancar esa semilla oscura del cuerpo de María.
Pero no pudo. Solo pudo mirar, con el corazón desgarrado, cómo el demonio declaraba la sentencia más cruel de todas.
María, con ojos que ya no eran solo humanos, se dejó llevar por el anuncio, como si supiera que ese nuevo ser que albergaba era parte de un destino que trascendía la comprensión mortal.
Sus labios se entreabrieron en un suspiro profundo, una mezcla de miedo, aceptación y un placer tan extraño como infinito.
Ézgal apretó su sonrisa, dominador y satisfecho.
—Así es como mi reino crecerá —dijo, con voz que retumbó en la caverna—. Y así, su mundo terrenal permanecerá sometido a mi voluntad.
El silencio se adueñó del lugar. Solo el latido, cada vez más intenso, de dos corazones —uno humano, otro demoníaco— marcaba el pulso de esa oscura alianza.
Narel observaba en silencio, el corazón latiéndole con fuerza y el alma fragmentada en mil pedazos.
Ézgal apartó lentamente su imponente cuerpo del de María, liberándola de su interminable falo, ese tronco carnoso que parecía un monolito vivo de poder y deseo.
Un hilo de savia espesa y abundante comenzó a drenar de esa unión —una sabia blanquecina, pegajosa, que brillaba bajo la tenue luz de la caverna—, descendiendo por las hermosas piernas de María.
El espectáculo era repulsivo a la vez que fascinante, un símbolo vivo de la posesión absoluta, del vínculo indestructible que ahora los unía.
Con un gesto cuidadoso, Ézgal tomó a María entre sus brazos y la depositó suavemente sobre un lecho mullido de pieles oscuras: un nido de posesión y placer sempiterno, un trono donde el demonio y su doncella se entregarían a sus instintos sin límites.
Narel imaginó entonces las noches y los días que pasarían allí, entre esos muros carnosos, cubiertos de la piel y el sudor de aquella unión oscura.
Imaginó cómo María ya no querría regresar a la luz, cómo se perdería en ese mundo prohibido, donde las sensaciones únicas y abrumadoras la envolverían en una adicción sin fin.
Un nido oscuro, cálido, peligroso, donde el placer y la entrega se entrelazaban en una danza eterna.
María, tendida en el lecho, respiraba con suavidad, sus ojos entrecerrados y su cuerpo aún palpitante.
Ézgal la miraba con una mezcla de orgullo y deseo, sabiendo que ese era solo el comienzo.
Narel sintió un vacío que le heló la sangre, pero también una llama de furia que no se apagaba. Porque aunque ella estuviera allí, lejos, poseída, una parte de él aún se negaba a rendirse.
Ézgal contemplaba a María recostada sobre el lecho, su figura delicada y al mismo tiempo poseída por un poder oscuro que la había transformado para siempre. Sus piernas, aún salpicadas por el semen ardiente del demonio, permanecían abiertas en una postura que ya no era solo pasajera, sino su nueva constante. Una posición que simbolizaba entrega total, sumisión y adoración.
María, con un brillo profundo en sus ojos entrecerrados, levantó lentamente un pie y se lo ofreció a Ézgal.
Sin dudar, él extendió su mano gigantesca, áspera y callosa, y tomó esos pequeños y delicados dedos con una reverencia que contrastaba con su naturaleza brutal. Los llevó a sus labios y los besó con devoción casi reverencial, saboreando la piel suave, la calidez que emanaba de ellos.
María se retorcía de goce, no por la penetración que ya había tenido, sino por esa adoración que la envolvía, que la hacía sentir viva y deseada en un nivel que iba más allá del cuerpo.
Ézgal se puso de pie junto a ella, observándola como un guardián y un dios a la vez.
Balanceaba su gigantesco falo como un péndulo de carne, lento, majestuoso, lleno de poder y promesas.
Luego, con un movimiento firme, lo apoyó suavemente sobre los labios de María. Ella cerró los ojos y abrió la boca, aceptando esa nueva forma de entrega y conexión.
Era un acto cargado de simbolismo, un rito de unión y dominio.
Volvió su mirada hacia Narel, cuyos ojos no podían apartarse de esa escena, aunque su espíritu ya estaba quebrado.
Con una voz baja pero firme, Ézgal le dirigió unas palabras que eran a la vez una amenaza y una promesa.
—Ve y márchate, Narel. —dijo, su tono sin espacio para discusión—. No puedes cambiar lo que está hecho. Te prometo que Terbal, tu pueblo, podrá vivir en paz desde ahora. Mientras no osen interrumpir la paz entre María y yo. Y ese placer que compartimos… —añadió, con una sonrisa ladina— será la garantía de su silencio y su tranquilidad.
Narel tragó con dificultad, sintiendo que todo se desvanecía a su alrededor. Sabía que aquella noche había perdido mucho más que a María. Había perdido un mundo.
Después de que Ézgal depositara su pesado y palpitante falo sobre los labios de María, la caverna pareció silenciarse, como si el propio aire aguardara la consumación de ese vínculo sagrado y profano.
María abrió la boca lentamente, dejando que la carne vibrante y cálida entrara en contacto con su lengua, como si bebiera la esencia misma del abismo.
No era solo un acto físico, era una ceremonia antigua, un traspaso de poder y entrega que iba más allá del cuerpo.
—No hay retorno, —murmuró en un susurro que vibraba en la piel de María—. Somos uno ahora, tú y yo.
María sintió cómo la esencia de Ézgal se filtraba en cada fibra de su ser, despertando en ella una mezcla de sensaciones desconocidas. Un ardor profundo que no quemaba, sino que iluminaba desde dentro. Un deseo infinito que no se saciaba, sino que crecía con cada latido.
Sus cuerpos se movían en una cadencia propia, una danza de sombras y fuego que parecía escribir un nuevo lenguaje.
Los ojos de María brillaban con una luz nueva, mezcla de poder y placer, de miedo y fascinación. En ese instante, comprendió que su cuerpo ya no le pertenecía solo a ella. Que su alma estaba entrelazada con la del demonio, para siempre.
—Te pertenezco, —dijo con solemnidad—. Y me entrego sin reservas.
Ézgal se inclinó hacia ella y la besó, profundo y lento, como quien sella un pacto eterno.
Y mientras lo hacía, la caverna vibraba a su alrededor, como si la misma tierra celebrara ese nacimiento de una unión invencible.
Narel ya no podía soportarlo más. El tormento que le desgarraba el pecho, la imagen de María entregada a Ézgal, le daba fuerzas impensadas, nacidas del odio y la desesperación.
Con movimientos rápidos y torpes, desenfundó su espada. Sin dudar, se abalanzó hacia el demonio con un grito que era mezcla de furia y súplica.
—¡Te mataré! —vociferó, con la rabia de un hombre que se juega todo en un instante.
Pero Ézgal, imponente y sereno como una montaña de oscuridad, atrapó el cuello de Narel con su mano libre, fuerte y abrasadora como el carbón en el fuego.
Con una presión firme, comenzó a ahogarlo, mientras la otra mano seguía dominando el cuerpo de María sin dejar espacio para dudas.
Narel sintió que la vida le escapaba, que sus fuerzas se agotaban, pero no se rindió.
Intentó zafarse, desesperado, arañando con las uñas la piel áspera del demonio, mientras intentaba tomar aire, cada vez con más dificultad.
Desde el lecho, María observaba la escena con los ojos llenos de ternura y tristeza.
Con voz dulce y suave, casi un susurro que acariciaba el aire, pidió a Ézgal que liberara a Narel.
—Por favor… —dijo— déjalo ir.
Ézgal la miró con esa mezcla de poder y cariño que solo reservaba a su consorte.
Sonrió, una sonrisa lenta, satisfecha, y aflojó el agarre en el cuello de Narel.
El chico cayó al suelo tosiendo, con la garganta ardiente y el corazón a punto de estallar.
María se sentó y miró a Narel con la ternura profunda de quien sabe que su decisión traerá dolor, pero también paz.
—Narel, regresa al pueblo. Diles que ya no volveré. Que mi destino está sellado aquí. Que no hay camino de regreso para mí.
Narel, con lágrimas surcando su rostro ensuciado, alzó la vista hacia ella, buscando en sus ojos una última esperanza. Pero solo encontró la calma firme de quien ha hecho las paces con un destino cruel.
—¿Y tú…? —balbuceó, con la voz rota— ¿Vas a quedarte aquí, para siempre?
María asintió, con una pequeña sonrisa triste.
—Aquí pertenezco ahora. Aquí soy y seré. No hay vuelta atrás.
Ézgal volvió a ponerse de pie, tomó a María de la mano y la atrajo hacia sí.
—Así es como debe ser, —dijo con voz grave— porque solo en esta unión la oscuridad puede hallar su equilibrio.
Narel se levantó con esfuerzo, y con un último vistazo cargado de dolor y resignación, se alejó hacia la salida de la guarida.
En su corazón ardía el dolor de la pérdida, pero también la tenue chispa de la esperanza por la paz de su pueblo.
Narel se detuvo en la entrada oscura y húmeda del túnel que daba salida a la guarida. El aire fresco del bosque chocó contra su rostro, pero en su interior, un fuego helado lo consumía.
Se giró lentamente, buscando una última imagen de María, su amada, la doncella que había conocido bajo otros cielos, en un mundo que ya no existía para ella.
Allí, en la penumbra, la vio otra vez.
Ézgal la tenía tomada, esa unión que le arrancaba el alma a Narel se repetía sin fin. El demonio recorría con su inmenso y brilloso falo los pechos de María, sus curvas delicadas y firmes, como acariciando un tesoro prohibido. Se deslizaba lentamente hacia el cuello, el rostro, los labios de ella.
María no apartaba el cuerpo ni la mirada.
Aceptaba, recibía, disfrutaba.
Narel, con los puños apretados hasta hacerse daño, murmuró entre dientes con una voz áspera, quebrada por el dolor y el odio que se enroscaba en su garganta.
—Insaciable… —dijo, sintiendo cómo la rabia se mezclaba con la impotencia—. Impura…
Un nudo le estrangulaba la garganta, y por un instante, la oscuridad pareció tragárselo entero.
Pero entonces, con un último esfuerzo, giró el rostro y se internó en la oscuridad. Salió de la caverna, encontrándose nuevamente con el bosque, alejándose de la guarida, de la mujer que amaba y que ya no le pertenecía.
Mientras se perdía entre los árboles, el eco lejano de sus palabras resonaba en el aire nocturno. Y aunque sus pasos lo llevaban lejos, ninguna distancia podría borrar la marca indeleble que esa noche había dejado en su alma.
La caverna se envolvía en una penumbra tibia, iluminada solo por un resplandor rojizo que parecía emanar de las mismas paredes palpitantes. María y Ézgal, ya libres de las cadenas de la duda y la resistencia, se fundían en una intimidad que era más que carne y deseo.
Sus cuerpos se entrelazaban con la naturalidad de quienes se encuentran en la órbita inevitable del otro. Ézgal recorría con manos firmes y suaves cada centímetro de piel de María, como si explorara el mapa sagrado de su nuevo mundo.
—Eres mi reina, —le susurraba al oído con voz ronca—, la llama que da sentido a mi oscuridad.
María respondía con una sonrisa que era mezcla de sumisión y poder, de entrega y conquista.
—Y tú eres mi tormenta y mi calma, —decía con voz dulce—, el fuego que despierta cada fibra de mi ser.
La respiración se aceleraba, los gemidos se escapaban como cantos antiguos que celebraban el nacimiento de esta alianza oscura.
Sus cuerpos se movían al ritmo de una música invisible, una danza ancestral de placer y dominio.
Ézgal apretaba su vientre contra el de María, sintiendo cómo la semilla que había depositado en su interior comenzaba a latir con vida propia.
—Juntos, somos invencibles —decía, marcando el tempo de esa unión mientras separaba todavía más los muslos de María con sus poderosas manos—. La noche es nuestra, y el mundo solo un recuerdo lejano.
María cerró los ojos, dejando que el placer la atravesara y la transformara.
—Más… quiero más.
—Y lo tendrás, mi bella mujer. Lo tendrás desde hoy hasta la eternidad dentro de estos aposentos.
María se desgarraba en gemidos profundos.
—Lo quiero… lo necesito. Necesito sentirlo más...
Ya no era una doncella. Era la encarnación viva del poder oscuro, la madre de un nuevo ciclo, la consorte de un dios de sombras y fuego.
Mientras Narel se internaba en la espesura, los espíritus del bosque emergieron de sus escondites. Seres etéreos, de formas cambiantes y ojos luminosos, observaron con silencio ancestral.
Sus miradas se posaron en el joven que cargaba en su pecho un corazón roto y una esperanza marchita.
—Se va —murmuró una voz femenina, dulce como el viento entre las hojas—. El amor mortal no puede sostener lo que el abismo reclama.
Otro espíritu agregó con gravedad:
—Pero su partida trae equilibrio. Porque la unión de la doncella y el demonio es el fulcro que detiene el caos.
Una tercera voz, joven y curiosa, preguntó:
—¿Y qué será del pueblo de Terbal? ¿Sobrevivirán?
—Mientras no rompan el pacto —respondió la voz sabia—, la paz permanecerá. Pero siempre habrá un precio.
Pero de pronto, como un llamado imposible de ignorar, se giraron al unísono.
Sus cuerpos translúcidos y ojos luminosos se volvieron hacia la caverna, hacia los aposentos ocultos del demonio y su doncella.
El aire se cargó con un susurro vibrante, una energía que les atravesó como un viento de fuego y sombra. Era el eco del placer absoluto, la culminación de una entrega sin límites.
Y entonces, lo oyeron.
Un gemido simultáneo, un contrapunto perfecto: el agudo y femenino, lleno de liberación y éxtasis de María, y el ronco, profundo y ensordecedor, la voz primitiva y dominante de Ézgal.
—Así se sella el pacto eterno, —murmuró uno de los espíritus con voz quebrada por la emoción.
—El destino ha sido cumplido —respondió otro, reverente.
El bosque pareció contener la respiración mientras ese último sonido se fundía con la noche. Era la canción final de un amor oscuro, de una unión que trascendía el tiempo, la carne y el alma.
Los espíritus se volvieron lentamente, retornando a sus escondites entre hojas y ramas, dejando que el silencio y la oscuridad reinaran una vez más.






