Guía Cereza
Publicado hace 1 día Categoría: Hetero: General 170 Vistas
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El Jardín Secreto de Girardot**

**Capítulo 1: La Llamada del Sudor**

El zumbido del aire acondicionado era un mantra inútil contra la sensualidad opresiva de Girardot. Elena, recostada en el sofá con un vestido de algodón que se le pegaba a los muslos, sentía el peso del calor como una caricia perezosa y agobiante. A través de la ventana, el mundo parecía detenido en un jadeo. Hasta que el movimiento, puro y musculoso, captó su atención.

Era él. El jardinero. Con el torso desnudo, una piel de bronce oscuro brillaba, cubierta por un fino glacé de sudor que delineaba cada surco de su abdomen y cada curva de sus dorsales. No era la perfección de un gimnasio, sino la potencia funcional de quien domina la tierra. Un pantalón de trabajo, viejo y manchado, se ceñía a sus caderas con una promesa perturbadora. Las manos, enguantadas y poderosas, empuñaban las tijeras con una precisión que a Elena le pareció de inmediato obscena. Cada corte era un latido, un ritmo primal que se sincronizó con el pulso entre sus piernas.

Él alzó la mirada. Sus ojos, del color del café cargado, no se apartaron. La sostuvieron con una intensidad que le arrancó un leve rubor en el escote. Una sonrisa lenta, casi imperceptible, se dibujó en sus labios. Y entonces, con un gesto deliberadamente lento, se llevó una botella de agua a la boca, bebiendo a largos tragos. El líquido se escapaba por las comisuras de su boca, recorría la fuerte línea de su cuello y se perdía en el valle de su pecho. Elena sintió una punzada de envidia hacia esa gota de agua.

**Capítulo 2: El Lenguaje de la Lluvia**

El cielo se volvió púrpura y la primera gota, pesada y caliente, cayó como un beso húmedo en su nuca. La tormenta estalló con furia dionisíaca. Mateo, bajo el alero del cobertizo, le hizo una seña. Ella cruzó la distancia corriendo, pero cada paso fue una eternidad, con la lluvia empapando su vestido hasta volverlo transparente, pegándolo a sus pechos, a su vientre.

Dentro del cobertizo, la penumbra era verde y olía a hombre, a tierra fértil y a tormenta. El aire era tan espeso que costaba respirarlo.

—Tienes frío —murmuró él, y no era una pregunta. Su voz era un rumor de trueno lejano.

Su mano, al despojarse el guante, reveló una palma callosa. Cuando la posó en su cintura, a través de la tela empapada, Elena sintió que la marca le quedaría para siempre. No fue un beso de película. Fue una toma. Sus labios fueron duros, exigentes, sabían a sal y a cielo enfadado. Su lengua no pidió permiso; reclamó territorio. Una de sus manos se enredó en su cabello mojado, tirando con suavidad para exponer su cuello a su boca hambrienta. La otra mano descendió por su espalda, palmeó la curva de su nalga y la apretó con fuerza, uniendo sus caderas contra la evidencia dura e insoslayable de su deseo.

—Toda la semana —jadeó él, mordisqueando la línea de su clavícula—. He visto cómo te mecías. Cómo ese vestido se te movía. Me has tenido loco, Elena. Duro y loco.

Ella, en un acto de audacia que le nació de las entrañas, deslizó sus manos por su torso sudado. La textura era electrizante: piel caliente y suave sobre músculo de acero. Siguió el rastro de un fino vello que se perdía bajo el cinturón de su pantalón. Al desabrocharlo, el sonido de la hebilla al ceder fue más explosivo que cualquier trueno.

**Capítulo 3: La Cosecha del Deseo**

La ropa, empapada, cayó al suelo formando un charco de intimidad. Ahora era solo piel. Piel contra piel, ardiendo en la humedad del cobertizo. Mateo la alzó con un gruñido de pura necesidad y la sentó sobre una pila de sacos de yute, cuya aspereza rozaba sus muslos desnudos con un contraste delicioso.

Sus miradas se encadenaron. Él se arrodilló ante ella, no como un siervo, sino como un devoto ante su diosa. Separó sus piernas con una lentitud agonizante y bajó la cabeza. Su boca, esa boca que había hablado con rudeza, encontró el centro mismo de su calor. La primera caricia de su lengua fue un shock que le arqueó la espalda. No fue suave, fue experta, voraz. Sabía exactamente cómo moverla, cómo succionar, cómo hacerla gemir y retorcerse, con los dedos aferrados a sus cabellos oscuros. La hizo estallar contra su boca, un orgasmo líquido y salvaje que la dejó temblando y vulnerable.

Sin darle tregua, se incorporó y la penetró con un empuje único que llenó cada espacio vacío dentro de ella. Un grito ronco se le escapó. El ritmo que marcó no fue de amor, sino de posesión. Feroz y profundo. Cada embestida la empujaba contra los sacos, frotando su espalda desnuda, mientras sus manos sujetaban sus caderas para un mejor ángulo. El sonido de sus cuerpos chocando, húmedo y obsceno, se mezclaba con su respiración entrecortada y las palabras sucias que él le susurraba al oído.

—Eres más dulce que cualquier fruta de este jardín… Mira cómo me recibes… Así, apriétame así…

Un segundo orgasmo, más profundo que el primero, la atravesó como una descarga eléctrica, haciendo que su interior se convulsara alrededor de él. Fue la señal para que Mateo perdiera el último resto de control, soltando un gemido gutural mientras la semilla de su climax ardía en las entrañas de Elena.

Después, el silencio. Solo el goteo de la lluvia y el jadeo acompasado de sus pulmones. Él, todavía sobre ella, apoyó la frente en su hombro. Su aliento era caliente en su piel. Sus cuerpos, pegajosos y satisfechos, no se separaban.

—Esto no se acaba aquí —murmuró él, y era una declaración, no una pregunta.

Elena, mirando la poderosa línea de su espalda bajo la tenue luz, sonrió. Sabía que había encontrado algo mucho más salvaje y vibrante de lo que jamás había buscado. La fruta estaba madura, y ella acababa de probar su néctar.

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