Guía Cereza
Publicado hace 1 día Categoría: Hetero: General 210 Vistas
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**El Legado de la Sombra y el Deseo**

La bruma, cual sudario líquido, se enredaba en los pinos de Sintra cuando Leonardo Silva, de veinticinco años, detuvo su automóvil frente a la verja herrumbrosa de la Quinta das Sombras. La mansión, un aborto arquitectónico de piedra caliza y hiedra voraz, se alzaba contra un cielo de plomo y púrpura. No era el afecto familiar lo que lo había arrastrado desde Madrid, sino un mensaje anónimo, un pergamino anacrónico que hedía a alcanfor y secretos. Su caligrafía era un serpenteo de tinta oscura: *"El vínculo de sangre es el más tenaz de los yugos. Tu hermano ha partido, y su deuda permanece. Ella, el fruto maduro de su rama, aguarda en el anfiteatro de la luna. La heredad te reclama. - Un Admirador de las Sombras."*

La referencia a su hermano mayor, un fantasma del que había huido años ha, le heló la sangre. Elara. Su sobrina. La hija de aquel hombre sombrío con el que compartió infancia y del que luego se distanció para siempre. Empujó la verja; su quejido fue el lamento de un alma en pena. La puerta principal de roble cedió en un silencio oleoso, como la membrana de un mundo que se abría para ingerirlo. El vestíbulo era una cripta amplificada, donde el mármol negro reflectaba la luz moribunda y el aire, estancado, olía a polvo de siglos, a cera fundida y, de forma incongruente y perturbadora, a jazmín salvaje y salitre, como si el océano respirara en los cimientos.

Avanzó por una galería interminable, flanqueada por retratos de ancestros de miradas vacías, sobre una alfombra persa que había sido devorada por el tiempo y las polillas. Al fondo, una puerta entreabierta vertía un resplandor dorado y el eco lejano de un vals, una melodía espectral que parecía emanar de la piedra misma. Al traspasar el umbral, la música se extinguió de golpe.

La biblioteca era una rotonda consagrada al olvido. Estanterías repletas de volúmenes con lomos de piel agrietada se arremolinaban hacia una cúpula de cristal emplomado, sucia y craquelada, a través de la cual la luna llena, enorme y lívida, observaba con la indiferencia de un dios anciano. Y en el centro de aquel santuario profanado, de espaldas a él, una silueta se recortaba contra el fuego danzante de una chimenea de mármol negro. Era una joven de una belleza que hería, un anatema de gracia y melancolía.

Vestía un traje de terciopelo negro, tan sencillo como implícitamente lascivo. Su espalda, completamente desnuda, era una sinuosa columna de alabastro que se estrechaba en una cintura de sílfide antes de expandirse en unas caderas redondas y fecundas. Su cabellera, una cascada de ébano con reflejos azabache, caía sobre sus hombros como un manto líquido. No podía tener más de veinte años.

Al girarse, el aire escapó de los pulmones de Leo. Su rostro era de una pureza clásica y terrible: pómulos altos, labios de un rojo natural y carnal, y unos ojos del gris de la tormenta oceánica, inmensos y profundos, enmarcados por pestañas que proyectaban sombras de misterio. En ellos ardía el fuego fatuo del reconocimiento y una pesadumbre milenaria.

"Tío Leonardo", susurró su voz. Era un sonido de seda rasgada, que le erizó la nuca y le encendió una brasa culpable en el bajo vientre. "La luna siempre trae de vuelta a los hijos pródigos. O a los hermanos ausentes."

"Elara…", logró articular, avanzando como un autómata. La atracción física era un campo gravitatorio perverso, un vértigo que lo atraía con la fuerza de un tabú quebrantado. Ella era la hija de su hermano. Su sangre. Su sobrina. El pecado hecho carne exquisita.

Extendió una mano de dedos esbeltos y pálidos. "Sí. La hija del hombre al que abandonaste a su suerte. Bienvenido al legado que ambos compartimos, querido tío."

La acusación, velada en dulzura, lo golpeó. Tomó su mano. Estaba fría como la losa de un sepulcro, pero al contacto, una descarga eléctrica, vergonzosa y vibrante, le recorrió el brazo hasta alojarse en el corazón.

"¿Para qué me has traído aquí?" preguntó, sin soltar sus fingers heladas.

"Para la danza", murmuró ella, acercándose hasta que su perfume—jazmín, nardo y algo feral, a bosque húmedo y metal—lo enveló por completo. "La danza que sostiene el mundo o lo precipita al abismo. Esta casa, tío, no es de piedra y madera. Es un organismo hambriento. Un umbral. Y nuestra familia es su sacerdocio perpetuo… y su víctima propiciatoria."

Su aliento, fresco como la brisa nocturna, le acarició los labios. "No entiendo."

"La comprensión es un lujo que nos negamos", dijo, y entonces sus bocas se encontraron en un sacrilegio.

El primer beso no fue un preludio, sino una condena mutua. Fue un acto de profanación y entrega. Los labios de Elara, suaves y húmedos como pétalos de rosa negra, se abrieron con una urgencia que era a la vez inocencia y perversión. Su lengua se entrelazó con la de él en un duelo ardiente y húmedo, un baile ancestral que sabía a vino añejo y pecado original. Leo enterró sus manos en su cabellera, una maraña suave y viva, y la atrajo contra su cuerpo con una fuerza que delataba su conflicto interno. Ella se arqueó, una ofrenda consciente de su propio poder, y un gemido gutural, un sonido de pura necesidad transgresora, vibró en su garganta. A través de la fina camisa de él y el terciopelo de ella, podía sentir la firme turgencia de sus pechos, el calor animal de su vientre. La habitación se disolvió; solo existió la textura de su piel, el sabor prohibido de su saliva, el sonido de sus respiraciones entrecortadas, fundidas en un jadeo cómplice.

De pronto, Elara se separó, jadeante. Sus ojos, ahora de un gris tempestuoso, brillaban con un fulgor dorado y antinatural, como lupas bañadas en fuego infernal. El miedo, puro y lúcido, había reemplazado al deseo en su expresión.

"El tiempo se agota", dijo, su voz un hilo de angustia. "Ella se acerca. Siente el calor que generamos, el despertar de la vida en su reino de quietud."

"¿Quién, Elara? ¿Quién viene?"

"La Dama Pálida. La Anciana sin Rostro. La que se alimenta del linaje." Las palabras brotaron de ella en un torrente de confesión desesperada. "Yo soy su sierva, tío. Su carnada. Mi rol es seducir a los hombres de la familia, a los de sangre más potente… a ustedes. Encender su lujuria… porque es en el clímax, en el éxtasis, cuando Ella se alimenta. Absorbe la energía vital en su momento de mayor intensidad. Es el precio por mi propia existencia, por mantener a raya su hambre… por evitar que me consuma a mí, como consumió a mi padre."

Leo sintió que el suelo cedía. El fuego de la lujuria se transformó en un bloque de hielo en las entrañas. "¿Tu padre? ¿Mi hermano…?"

"Fue su festín final antes de que tú llegaras", confirmó ella con un dolor antiguo en la voz. "Y tú eres… más fuerte. Lo supe en el instante en que traspasaste la puerta. Su sangre, y la tuya, en mí… podríamos enfrentarla. Nuestra unión, si es lo suficientemente feroz, puede generar una luz que la aniquile. ¡Su deseo puede ser nuestra espada, no su manjar!"

Mientras hablaba, la luna que se filtraba por la cúpula comenzó a teñirse de un rojo cobrizo y malsano, como una herida infectada en la faz de la noche. Un viento gélido, que olía a tierra de fosa recién abierta y a carroña antigua, recorrió la estancia, apagando las velas y haciendo que las llamas de la chimenea se retorcieran en agonía azulada. En la penumbra rojiza y pulsante, una figura se materializó en el vano de la puerta.

Era alta, demacrada hasta lo esquelético, envuelta en sudarios de un lienzo blanco sucio y deshilachado que colgaban de su frame como de un perchero macabro. Su rostro era una calavera sobre la que se estiraba una piel translúcida y apergaminada. Las cuencas de sus ojos eran pozos vacíos, abismos de nada que, sin embargo, se fijaron en ellos con una inteligencia hambrienta e infinita. Sus manos, terminadas en dedos larguísimos y huesudos, se extendieron hacia la pareja con un movimiento espasmódico.

**"Mi festín… Mi ardiente, dulce festín… Llevo tanto tiempo esperando… La sangre del hermano… ahora la del tío…" Su voz no era un sonido, sino una vibración que nacía dentro de sus cráneos, el susurro de gusanos arrastrándose sobre piedra húmeda.

El terror, puro y primitivo, heló la sangre de Leo. Era el miedo a la aniquilación absoluta, a ser devorado por una nada insaciable. Pero la mano de Elara apretó la suya con una fuerza sobrehumana.

"¡No contemples su vacío! ¡No dejes que te hiele el alma!", gritó por encima del ulular del viento espectral. "¡Abrazame, tío! ¡Ámame aquí, ahora, en el epicentro del horror! Nuestra lujuria no es nuestra condena, ¡es nuestro exorcismo! ¡Es la única plegaria que Ella no puede tolerar!"

La Dama Pálida se deslizó hacia ellos. El frío que emanaba era tangible, un hielo que mordía la piel y entumecía los miembros.

Leo miró a Elara, a sus ojos donde el miedo y la esperanza libraban su propia batalla. Vio a la hija de su hermano, la belleza que era un legado compartido y mancillado, la víctima y la sacerdotisa. Todo se fusionó en una determinación feroz. No sería el cordero. Sería el verdugo de su propia condena. Y su arma sería el fuego mismo que la criatura anhelaba robar.

Con un gruñido que era mitad pavor, mitad desafío, tomó el rostro de Elara y capturó sus labios en un beso que era un acto de guerra. Este beso no tenía la urgencia exploratoria del primero; era lento, profundo, deliberado. Una ceremonia de posesión mutua sellada con saliva y jadeos. Era un conjuro, un ritual de vida frente a la entropía de la muerte.

Sus cuerpos se entrelazaron y cayeron sobre la gruesa alfombra persa. Las manos de Leo encontraron el cierre oculto del vestido de terciopelo y lo descendió. La tela negra se abrió como un capullo nocturno, revelando el cuerpo de Elara en toda su gloria pálida. Sus hombros eran frágiles y perfectos, sus pechos pequeños, altos y firmes, coronados por pezones del color de las moras maduras. La línea de su torso se estrechaba hacia un vientre liso antes de ensancharse en unas caderas poderosas.

"Eres la encarnación de un sueño prohibido", susurró Leo contra su piel, y sus palabras eran un hechizo más.

Ella, por respuesta, desabrochó su camisa con dedos temblorosos, desnudando su torso. Sus uñas, largas y lacadas en un rojo oscuro, le recorrieron el pecho y el abdomen, dejando estelas de fuego. Se despojaron del resto de la ropa en una danza frenética, hasta que no quedó barrera alguna entre sus carnes.

El cuerpo de Elara era una geografía de suavidad y fuerza. Leo la recorrió con manos y boca, desde el hueco palpitante de su garganta hasta el ombligo delicado. Saboreó sus senos, lamiendo y mordisqueando con suavidad aquellos pezones erectos, arrancándole gemidos que eran a la vez sumisión y dominio. Cada sonido que brotaba de ella, cada arqueo de su espalda, era un latigazo contra la oscuridad que los cercaba.

La Dama Pálida lanzó un aullido de frustración colérica. Las sombras a sus pies se alargaron, tomando formas tentaculares, avanzando hacia la pareja. Pero al rozar el aura de calor y energía dorada que emanaba de sus cuerpos, las sombras se retorcían y disolvían con un siseo, impotentes.

Elara no era una amante pasiva. Era una sacerdotisa en su propio ritual. Sus manos exploraban la espalda de Leo, se aferraban a él con fuerza animal. Sus piernas se enlazaron alrededor de su cintura, anclándolo a ella. Cuando él finalmente la penetró, fue con un gemido ronco que surgió de lo más profundo de su ser. Era una unión que trascendía lo carnal; era una fusión de voluntades, un acto alquímico. Cada embestida era un martillazo contra los cerrojos del umbral. Cada caricia, un glifo de luz en el grimorio de su piel.

El aire en la biblioteca se volvió irrespirable, cargado de ozono, del dulce y acre olor del sexo y la magia corrompida. La luna roja palidecía, su color sanguíneo cediendo ante el resplandor dorado, casi blanco, que brotaba de sus cuerpos. Elara gritó su nombre, "¡Leonardo!", no como un susurro, sino como una invocación triunfal. Él, a su vez, enterró su rostro en la curva de su cuello, y se dejó llevar por una oleada de éxtasis tan cataclísmica que rayó en el dolor. Fue un clímax que no fue solo una liberación física, sino una explosión cósmica de energía pura, una supernova de luz blanca y dorada que estalló desde su punto de unión y barrió la biblioteca, limpiándola, purificándola, cegando lo impuro.

El alarido de la Dama Pálida no fue de rabia, sino de una agonía absoluta y final. Fue el sonido del vacío siendo llenado a la fuerza. Cuando la luz se desvaneció, la entidad se había desintegrado. Donde estuvo, solo quedaba un montón de ceniza grisácea.

Silencio.

Solo roto por el jadeo sincronizado de ellos dos, sus cuerpos exhaustos y gloriosos todavía entrelazados sobre la alfombra. La luna, a través de la cúpula ahora limpia, brillaba con su frío esplendor habitual.

Elara miró a Leo, y sus ojos ya no tenían el fulgor dorado. Eran simplemente grises, profundos, llenos de un alivio tan vasto que desbordaba en lágrimas silenciosas.

"Está consumado", susurró. "El pacto se ha quebrado. Estás libre."

Leo, con un esfuerzo, se apoyó sobre sus codos. "¿Y tú?", preguntó, acariciando su mejilla. "¿Estás libre, Elara?"

Ella asintió, una sonrisa verdadera, temblorosa y llena de luz, iluminando su rostro. "Yo también. Ya no seré su sierva." Una sombra de culpa pasó por sus ojos. "Perdóname, tío. Por el engaño, por el peligro."

"Me guiaste hacia la batalla que nos liberó a ambos", corrigió él con suavidad. "Eres mi redención tanto como yo la tuya."

Se separaron lentamente. Se vistieron en un silencio cargado de una intimidad nueva y abrumadora. Cada mirada, cada roce fortuito, era una promesa tácita.

Al salir de la mansión, el amanecer comenzaba a teñir el cielo. Los pájaros entonaban su cántico matutino. La puerta principal se cerró detrás de ellos con un golpe seco y final.

Leo miró a la joven a su lado, su sobrina, su amante, su aliada. Las preguntas aún pululaban, pero en ese instante, bajo la luz virginal del nuevo día, solo una certeza importaba. Estaban vivos. Estaban juntos. Y la página en blanco del porvenir, por primera vez, aguardaba ser escrita con la tinta de su propia y liberada voluntad.

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