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Yo estaba agotada —emocionalmente rota, podría decir— por los problemas en casa: discusiones, silencios, tensiones sin sentido. Mi relación de pareja se desgastaba en discusiones que me dejaban agotada, y también estaban las constantes tensiones con mis abuelos. Necesitaba escapar. Fue entonces cuando mi tío me invitó a charlar. Acepté sin pensarlo mucho.
Nos sentamos, compartimos unos tragos de Ron, reímos, hablamos de todo y de nada. Y por un instante sentí que podía respirar otra vez.
Cuando Adrián llegó —avisado por un llamado de la abuela— subió como si nada. Mi tío, hospitalario como siempre, le ofreció un Ron, y la charla siguió fluyendo con aparente calma, aunque nuestras miradas fueran otra historia. Adrián, sutilmente, se encargó de mantener los vasos de Ron circulando, debilitando tanto a mi tío como a mí. Él sabía perfectamente que el Ron me hacía vulnerable a sus deseos.
Pasada la medianoche, mi tío se retiró a dormir, dejándonos solos en ese silencio denso, lleno de cosas no dichas.
El aire se había vuelto pesado. Yo estaba en pijama. Adrián lo entendió: al irse mi tío, yo ya no tenía defensa, y él podía tomar las riendas de ese momento. Mis reflejos estaban disminuidos por el alcohol, y él lo supo aprovechar.
Tomó mi mano y me atrajo hacia su cuerpo. En un instante, su otra mano actuó con una familiaridad devastadora: ya no buscaba solo mi muslo; su mano llegó directamente a mi clítoris, primero a través de la tela de mi pijama y la ropa interior, y luego, sin pausas, se introdujo por debajo. Mi clítoris era presa fácil de sus dedos, y él lo entendió al instante. Con conocimiento y experiencia, comenzó a jugar con él, metiendo sus dedos y sintiendo cómo lo estimulaba. Los dedos se movían con una cadencia experta, primero solo uno, rodeando y presionando el punto más sensible, luego dos, simulando la entrada con una precisión que hacía mi cuerpo vibrar. Adrián aprovechó ese instante de absoluta vulnerabilidad para besarme con una intensidad voraz. Era uno de esos besos apasionados donde las lenguas se entrelazan y juegan mientras sus dedos, expertos y conocedores, continuaban jugueteando con mi clítoris. El placer se intensificaba con cada roce, cada presión, cada deslizamiento de sus dedos, disolviendo cualquier rastro de resistencia que pudiera quedarme, un beso que supo a Ron y a deseo acumulado.
Mis dedos se aferraron a su cabello mientras el beso se profundizaba. Un chispazo de culpa me atravesó. Lo separé unos centímetros y susurré: "Adrián, detente, esto no está bien."
Él me miró fijamente. "No vamos a dañar el momento, ¿verdad?" murmuró, y me reclinó contra el cojín.
Apenas pasaron unos minutos; el tiempo se había disuelto en el Ron. Adrián volvió al ataque con la clara intención de que no se detendría. Me tomó fuertemente y me besó de nuevo. Sabía que debía atacar mi clítoris con sus dedos para romper todas mis defensas, y el movimiento de sus dedos era una tortura deliciosa, un placer tan enorme que casi me hacía cegar. Con un ritmo calculado, sus dedos comenzaron a entrar y salir, simulando una penetración profunda. Él entendió que mi voluntad estaba completamente doblegada cuando mis piernas se abrieron instintivamente.
Rápidamente, sacó la mano de mi clítoris y con un movimiento brusco, me quitó la blusa y desabrochó mi sostén, dejando mis senos totalmente expuestos a su voluntad. Con un ansia feroz, tomó mi pecho, manoseando, chupando y mordiendo mis pezones. Yo me agarraba a su cabeza, instándolo a que siguiera.
En ese éxtasis, y ya completamente a su merced, mi pasión me llevó a querer tocar su pene. Retiré mi mano de su cabello un momento y la metí entre su pantalón, donde encontré el pene duro y grande que tanto me atraía, el que me gustaba. Estaba húmedo, igual que mi clítoris. Él lo entendió, se retiró un poco y abrió su pantalón, permitiendo que yo jugara con él. Lo saqué de sus boxers, e instintivamente, acerqué mi boca, intentando chuparlo. Pero él me detuvo con una mano firme.
"Este no es lugar," me dijo con voz grave.
Quitó mi mano de su pene y me tomó en sus brazos: me llevó a su cuarto.
Llegamos a su cuarto, ese lugar que ya habíamos compartido. Él cerró la puerta con suavidad.
Me tendió en la cama y atacó nuevamente mi clítoris con su lengua. Su lengua era un instrumento de tortura dulce, implacable. Su lengua rodeaba mi clítoris, lo succionaba, lo presionaba y luego se deslizaba hacia mi entrada. Yo estaba acostada, disfrutando sin reservas de ese placer desbordante. El ritmo era perfecto; sabía exactamente cuándo acelerar y cuándo detenerse. Sentía oleadas de placer ascender por mi estómago, haciéndome jadear fuerte, descontrolada.
Finalmente, con un gemido grave, Adrián se levantó y se despojó de la ropa restante. Ya no había tiempo para palabras. Este era el comienzo de una madrugada de lujuria.
Adrián se colocó entre mis piernas con una decisión implacable. Me gustaba la forma en que su pene grande y duro se sentía al buscarme, y lo empujé con las caderas para guiarlo a entrar. Nunca antes había sentido que algo llegara tan profundamente dentro de mí; era una sensación intensa, poderosa. Él no esperó; su entrada fue fuerte, rápida y definitiva, como si se apropiara de mí. Yo apenas sentía la resistencia, mi cuerpo, flojo y entregado por el ron, era incapaz de oponerse a la fuerza con la que me tomaba. Él me tomó por la cintura, sujetándome con una mano poderosa, y el ritmo que siguió fue una embestida tras otra. Su pene entraba y salía con una brutalidad rítmica, tratándome como si fuera su posesión, su muñeca de placer. Yo ya no tenía control; solo podía aferrarme a él y a las sábanas, sintiendo el golpe sordo de su pelvis contra la mía con cada penetración profunda. El sonido de nuestros cuerpos chocando era la única verdad en esa oscuridad. El ron había silenciado mi mente, pero mi cuerpo gritaba bajo su control. El ritmo que siguió fue pasión pura sin control.
Pero esto no era el final.
En medio de la vorágine de la pasión, él hizo algo sin pedirme permiso. Me movió con firmeza, reubicando mi cuerpo para un acto diferente.
Sentí un dolor punzante al principio. Era su pene, grande y duro, buscando y luego intentando penetrar mi ano. Me resistí solo un poco, pero esa resistencia era causada por el dolor físico, no porque no lo deseara. Él tenía su decisión tomada: meter su pene lo más profundo de mi ano.
Su entrada fue una lucha breve. Sentí cómo me abría con una fuerza controlada, ignorando mi gemido sordo de incomodidad. El dolor inicial se transformó rápidamente en una sensación de llenura abrumadora que se mezclaba con la excitación. Él no se detuvo, consciente de que ya no sentía una resistencia real de mi parte, gracias a la combinación del alcohol que adormecía mis sentidos y la necesidad intensa que me dominaba. Las embestidas se volvieron profundas, duras y rítmicas. Yo me aferraba a las sábanas, sintiendo cada pulgada de su miembro, una nueva y dolorosa frontera del placer. La tensión era máxima, una entrega total.
Finalmente, con un grito ahogado contra mi espalda, Adrián eyaculó profundamente dentro de mi ano. Esto fue el final.
En ese momento, el alcohol, la pasión y el cansancio hicieron que me quedara dormida; no supe más de mí.
Solo sé que a la mañana siguiente abrí los ojos y estaba en mi habitación, y sabía que lo que había pasado no era un sueño, porque mi ano adolorido y lleno de semen era la prueba inequívoca de lo que había sucedido.
A la mañana siguiente, no desperté por la luz, sino por el sonido incesante de la abuela tocando la puerta.
Un sobresalto de pánico me recorrió. Me incorporé en la cama. La desnudez total y un dolor inmenso y húmedo en el ano eran la confirmación brutal de la madrugada. Quise levantarme, pero el terror de ser vista me paralizó. Con la mirada buscaba mi ropa. Solo vi mi pijama tirada, pero no mi brasier ni mis tangas.
Me puse la pijama rápidamente, cubriendo mi cuerpo.
—¡Ya voy, abuela! —grité con la voz áspera.
Abrí la puerta. Su rostro, aunque cariñoso, mostraba una impaciencia habitual.
—Es muy tarde, hija —dijo la abuela mientras me escudriñaba con la mirada—. ¿Vas a comer algo? Todos desayunaron temprano. Tu tío y Adrián fueron los primeros en irse.
Sentí un nudo en el estómago al escuchar su nombre, la prueba final de que todo había sido real y que él ya estaba lejos.
—Sí, algo ligero, gracias —murmuré, intentando parecer normal.
La abuela suspiró, volviendo a su tema favorito.
—Ojalá ese muchacho viviera aquí y no estuviera yendo y viniendo. Es tan bueno.
Me limité a asentir, sintiendo el vacío dejado por su partida y la mezcla de alivio y culpa.






