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**Capítulo 1: El Ósculo Pútrido de la Noche**
Una losa de oscuridad, palpable y húmeda, se había posado sobre la aldea de Aethelgard, sepultando para siempre el sol, la luna y las estrellas bajo su manto fúnebre. No era la noche natural, hija del tiempo, sino una quietud antinatural, un paro cardíaco del cielo. La única luz era la mortecina y vacilante de las lámparas de aceite, que proyectaba largas y convulsas sombras que parecían agonizar en los muros.
Kattie Annable Lee, de diecinueve abriles, poseía una belleza frágil y espectral. Su cabello era de un ébano tan profundo que parecía absorber la escasa luz, y sus ojos, del gris de una tempestad olvidada, contemplaban el mundo con una sensibilidad enfermiza. Desde su alcoba, en la casa más alta de la aldea, observaba cómo la negrura se condensaba en los alrededores, particularmente sobre el Lago Somnus, cuyas aguas inmóviles yacían como un espejo de obsidiana bajo la nada.
Roderick, de veintidós años, era su antítesis y su complemento. De porte alto y noble, sus facciones estaban talladas con la precisión de un clásico, pero sus ojos, del color del verdor en descomposición, guardaban una fiebre interna, un terror sublime ante lo inexplicable. Se acercó a Kattie, y el crujido de la madera bajo sus pies fue un sacrilegio en el silencio sepulcral.
—No debes profanar tu espíritu con esa contemplación, querida Kattie —su voz, aunque melodiosa, portaba un temblor apenas perceptible—. Esa oscuridad… no es vacía. Está preñada de una quietud que enloquece.
—¿Y no es la locura, acaso, la única respuesta sensata a lo insensato? —replicó ella, sin volverse. Su delgado cuerpo era un estremecimiento contenido bajo el batón—. Mira el lago, Roderick. Esta noche respira.
Y era cierto. Sobre la superficie lóbrega del Lago Somnus, surgían de las profundidades unas luces espectrales, esferas de un verde pálido y enfermizo que danzaban con una lentitud agonizante. No iluminaban; su luz era fosforescente, corrupta, y al brillar revelaban las formas retorcidas de los árboles del bosque circundante, creando una danza de agonía entre las sombras.
Roderick se colocó tras ella, y Kattie pudo sentir el calor febril de su cuerpo a través de las telas. Un escalofrío, que no era de terror sino de una anticipación malsana, le recorrió la espina dorsal.
—Los ancianos murmuran de una maldición ancestral —susurró él, su aliento caliente en la nuca de ella—. Una deuda de sangre que el lago ahora reclama.
—Los ancianos solo saben de ecos —musitó Kattie, girándose lentamente. Sus rostros estaban tan cerca que sus alientos se mezclaron, un vaho de vida en la atmósfera estática—. Nosotros… nosotros sabemos de la presencia.
En ese instante, una de las luces del lago se desprendió de su danza y se elevó, flotando hacia la aldea. Serpenteó entre las casas como un gusano de luz necrótica y se posó sobre la ventana de la cabaña del herrero. La luz no traspasó el cristal, sino que se aplastó contra él, manchándolo con su resplandor verdoso. Desde dentro, un quejido se elevó, no un grito, sino un sonido de total vacuidad, como si el alma le hubiera sido arrancada al hombre con tenazas de hielo. Luego, el silencio. Más absoluto, si cabía, que antes.
La oscuridad no era una condición. Era un depredador. Y había probado su primera víctima.
### **Capítulo 2: El Consuelo Cárnico en la Mansión de las Sombras**
El pánico, silencioso y profundo como una corriente submarina, se apoderó de Aethelgard. Las puertas se atrancaban con maderos cruzados como en un ataúd. Roderick, debido a su linaje y temple, fue nombrado guardián de los sectores más expuestos, aquellos que miraban al bosque y al lago. Kattie, con su sensibilidad de cordón umbilical con lo invisible, lo acompañaba, pues él se negaba a dejarla sola en la vasta y resonante casa familiar.
Fue durante una de estas rondas, cerca de los invernaderos abandonados cuya estructura de hierro y cristal se quebraba bajo el peso de la negrura, cuando la presencia se hizo tangible. Una de las luces verdes, pequeña y malévola como una joya ponzoñosa, surgió de entre los arbustos y se enredó en el tobillo de Kattie. Un frío que quemaba le atravesó la carne, un hielo necrótico que le prometía la extinción.
Un grito se le heló en la garganta, pero Roderick lo percibió. Con la fuerza que da el terror, la rodeó con sus brazos y la arrastró hacia el interior del invernadero. La puerta se cerró de golpe tras ellos, y la penumbra los envolvió, rota solo por el tenue resplandor de una linterna de gas y por la luz verde que, ahora sin su presa, golpeaba contra los cristales como un insecto obsesivo.
Cayeron sobre un lecho de hojas secas y tierra, jadeantes. El miedo, un éter denso en sus pulmones, comenzó a transmutarse. La cercanía de la no-vida avivó en sus cuerpos un deseo frenético de sentir, de probar su existencia a través del sentido más primitivo: el tacto.
—Kattie —jadeó Roderick, su cuerpo pesado sobre el de ella—. Tu frío… es el mismo que el de fuera.
—Caliéntame, Roderick —suplicó ella, su voz un hilo de seda rasgada—. Hazme sentir que aún sangro.
Sus manos ya se buscaban, no con la ternura de los amantes, sino con la urgencia de los náufragos. Las ropas, impedimentos grotescos, fueron arrancadas con torpeza desesperada. Su belleza, a la luz fantasmagórica, era sobrecogedora. El cuerpo de Kattie, pálido y esbelto como un lirio de invernadero, se arqueaba bajo la complexión más sólida y marmórea de Roderick. La arquitectura de sus músculos, la palidez de su piel, todo parecía una escultura clásica cobrando vida en medio de la podredumbre.
No hubo ceremonial, solo un instinto feroz. Cuando Roderick la poseyó, fue con un gemido que era un exorcismo. Kattie clavó sus uñas en la espalda de él, marcando su existencia en su carne. Cada embestida era un latido robado a la muerte, cada jadeo un hechizo contra el silencio exterior. El acto fue rápido, brutal y salvajemente vital. Fue una comunión de fantasmas tratando de recordar el sabor de la vida. Cuando la culminación los estremeció, fue con la violencia de un relámpago que, por un segundo, iluminó las horribles y retorcidas formas de las enredaderas muertas que trepaban por los cristales. Colapsaron, entrelazados, sus cuerros brillantes de un sudor que parecía el rocío de la tumba. Por un momento, el frío eternal fue vencido.
### **Capítulo 3: La Lascivia del Abismo**
Pero el consuelo fue efímero. La posesión en el invernadero parecía haber abierto un canal más profundo entre Kattie y la entidad del lago. Ahora, en sus sueños —o en esas vigilias febriles que confundía con sueños—, el susurro no era de voces, sino de corrientes subacuáticas. Sentía la presión del fango en sus pulmones, la caricia fría de algas desconocidas en su piel, y siempre, el lento y pesado latir de algo enorme y ancestral en el lecho del lago.
—No solo nos observa —confesó a Roderick en la penumbra de su alcoba, sus cuerpos desnudos y unidos bajo las sábanas de lino—. Nos desea. Nuestro calor, nuestro… fervor. Es un gourmet de emociones fuertes, y nuestro amor físico es un manjar exquisito.
Roderick la miró, y en la fiebre de sus ojos, ella vio el entendimiento. El terror y el placer se habían entrelazado en una espiral descendente.
—Entonces, cada vez que nos unimos… —empezó él.
—Lo invitamos al festín —terminó Kattie, y una sonrisa extraña, llena de un morbo sublime, se dibujó en sus labios—. Siente lo que sentimos. Se alimenta de nuestro éxtasis.
La idea era repulsiva y, sin embargo, añadía una capa de trascendencia prohibida a su lujuria. Ya no era solo un acto de rebelión, sino una ofrenda ritual, una misa negra celebrada con sus cuerpos como hostias.
En una de sus incursiones al borde del bosque, encontraron un cervatillo. No estaba muerto, sino en un estado de suspensión horrible. Sus ojos estaban abiertos, pero eran esferas verdes y fosforescentes, idénticas a las luces del lago. Un pequeño resplandor danzaba en su pecho, palpitando al unísono con su corazón paralizado. La criatura respiraba, pero su vida había sido reemplazada por esa luz vampírica.
—No consume la carne —murmuró Kattie, con un horror que rayaba en la fascinación—. Consume el alma. La chupa, dejando solo un cascarón animado por su propia esencia corrupta.
Esa noche, su unión fue un espectáculo consciente. Kattie, con movimientos de sirena enredando a un marinero, guió a Roderick hacia un acto lento, deliberado y obscenamente ritualístico. Cada caricia era una invocación, cada gemido una letanía. Ella mantenía los ojos abiertos, mirando fijamente la ventana, hacia el lago. Las luces verdes en la lejanía parecían palpitar con mayor intensidad, danzando al ritmo de sus cuerpos. Cuando el clímax los alcanzó, un espasmo prolongado y casi doloroso que les arrancó gritos sincronizados, Kattie juró que todas las luces del lago se elevaron en un éxtasis colectivo, brillando con una intensidad cegadora antes de apagarse por un momento.
—Nos está corrompiendo —jadeó, derrumbada sobre él, sintiendo el sudor frío de ambos—. Y nosotros… le ofrecemos nuestra corrupción con alegría.
Roderick, con la voz ronca por el esfuerzo y la emoción, acarició su cabello.
—Si la corrupción es el precio de sentirte, entonces que el lago beba de nosotros hasta saciarse.
### **Capítulo 4: El Corazón Acuoso de la Tiniebla**
Los sueños de Kattie se volvieron tan vívidos que despertaba con sabor a agua estancada en la boca y la sensación de limo en sus sábanas. La entidad —ya no la llamaba "oscuridad", sino "el Morador del Lago"— le hablaba ahora con claridad. No era una maldición, era un ser de un plano de existencia famélico, que se había adherido a su mundo a través del Lago Somnus, un lugar de umbral. Se alimentaba de la energía vital, y encontraba especialmente dulce el néctar del éxtasis carnal, pues era vida concentrada, pura y potente.
Pero también le reveló su núcleo, su talón de Aquiles. No un corazón, sino un "Ojo", un vórtice en el centro mismo del lago, donde su esencia se anclaba a su mundo. Y le mostró la única manera de dañarlo: el Morador, acostumbrado a saborear la pasión y el miedo, no podía digerir una emoción más compleja y quieta. El amor verdadero, no el fogonazo del deseo, sino la entrega absoluta y sacrificial, era para él como un ácido. Confundía sus sentidos, envenenaba su banquete.
Kattie despertó, su cuerpo empapado en un sudor que olía a la hierba podrida del lago. Roderick dormía a su lado, un sueño intranquilo. Ella sabía lo que debía hacer. Debían ir al Ojo. No para luchar, sino para ofrecerse. Para amar de tal manera que su unión se convirtiera en un veneno.
Se lo contó a Roderick con los primeros visos del falso amanecer, un gris lúgubre que se filtraba por las ventanas. Su rostro se demudó.
—Es una locura, Kattie. Es una trampa. Nos atraerá a su dominio y nos drenará para siempre, convirtiéndonos en dos luces verdes más en su colección.
—No si vamos juntos —insistió ella, tomando su mano con una fuerza febril—. Lo que sentimos… debe ser más fuerte que el deseo. Debe ser el sacrificio. Es la única cosa que no puede saborear sin enfermar. Lo he sentido, Roderick. Nuestra lujuria lo alimenta, pero nuestro amor… lo asfixia.
Roderick la observó, sus ojos verdes, ahora opacos por la fiebre y la falta de sueño, escrutando los de ella. Vio la convicción, una luz clara y terrible en su gris tempestad. Y asintió, con la resignación de un condenado que elige su verdugo.
—Juntos, entonces. Hasta el lecho fangoso.
Salir de la casa fue como sumergirse en un cuerpo extraño. La oscuridad los recibió no como un muro, sino como un fluido espeso y gélido que se cernía sobre sus pieles. Las luces verdes emergieron del bosque, rodeándolos, no atacando, sino acompañándoles en una procesión nupcial fúnebre. Sentían sus fríos resplandores rozar sus mejillas, sus cuellos, sus uniones, como una congregación de seres lascivos presenciando el preludio de su banquete final.
Caminaron hacia el Lago Somnus. La niebla negra se abría a su paso. El bosque susurraba con las voces de los que ya no eran, prometiéndoles una eternidad de placer congelado, de éxtasis infinito en el seno del Morador. A Kattie le llegaban visiones de su cuerpo y el de Roderick, eternamente jóvenes, eternamente unidos en un acto perpetuo, convertidos en la pieza central de un paraíso blasfemo.
Era una tentación dulce y nauseabunda. Se aferró al brazo de Roderick.
—No les creas —murmuró él, su voz un jirón de cordura en la tormenta—. Solo cree en mí.
Ella lo miró, y en su mirada vio el mismo terror, la misma lucha, y, enterrado bajo todo, el amor que era su daga envenenada.
### **Capítulo 5: La Boda Fúnebre en el Espejo Negro**
El Lago Somnus yacía en una calma mortuoria. En su centro, un remolino de aguas negras y quietas giraba con lentitud hipnótica. Era el Ojo. De su vórtice no surgía sonido, sino una succión silenciosa que parecía arrastrar la misma luz. A su alrededor, la orilla estaba sembrada de criaturas y aldeanos petrificados en éxtasis, sus ojos convertidos en faros verdes, sus cuerpos rígidos en posturas de placer ultrajado.
Las luces verdes se congregaron en la orilla, formando un coro fantasmagórico. Sus susurros se unieron en una sola voz, un canto nupcial desde el abismo.
*"Uníos a nosotros. Vuestra pasión será inmortal. Vuestros cuerpos, templos de un dios. Abandonad el frío. Entregad el esfuerzo. Sólo queda el goce."*
Roderick sintió cómo su voluntad se quebraba. El canto prometía el fin de la lucha, la culminación de todos sus deseos carnales sin el fastidio del remordimiento o la decadencia.
—Kattie —su voz era un quejido—. No puedo… su oferta es…
—Nuestra oferta es mayor —cortó ella, con una serenidad sobrenatural. Lo tomó del rostro con ambas manos—. Miramos al Ojo, Roderick. Y nos amamos a pesar de él.
Y lo besó.
No fue el beso lujurioso del invernadero. Fue un beso lento, profundo y triste. Un beso de despedida. Un beso que hablaba de caminos compartidos bajo un sol que ya no existía, de conversaciones susurradas en la biblioteca, de la simple y pura dicha de una mirada comprendida. Era un beso de amor en su estado más puro y, por tanto, más letal para el ente que solo comprendía el apetito.
Las luces verdes parpadearon, confundidas. El canto se quebró. El remolino en el centro del lago titubeó, su giro perdió fluidez. El "alimento" que se le ofrecía no era el néctar esperado; era un fruto amargo, un veneno para su paladar primitivo.
Kattie rompió el beso y apoyó su frente en la de él, sus lágrimas mezclándose.
—Te amo, Roderick Usher —dijo, y el nombre sonó a sentencia final.
—Y yo a ti, Kattie Annable Lee —respondió él, y su voz recuperó toda su nobleza, firme y clara en la noche perpetua.
Juntos, dieron un paso al frente, y luego otro, entrando en las aguas negras del Lago Somnus.
### **Capítulo 6: El Éxtasis de la Aniquilación**
El agua era una losa de hielo que les robaba el aliento. No mojaba, sino que solidificaba. Pero ellos no nadaban. Caminaban, tomados de la mano, hacia el vórtice central. Con cada paso, sentían cómo la entidad retrocedía, no por miedo, sino por repulsión. La luz de su unión, una emanación blanca y cálida que brotaba de sus pechos entrelazados, era un anatema para la fosforescencia corrupta del lago.
El Morador del Lago gritó, un sonido que fue la implosión de mil susurros, el quebrantamiento de un universo de deseos perversos. Se estaba envenenando con su sacrificio. El amor, ofrecido como moneda de cambio por la salvación de otros, era un ácido que disolvía su esencia.
Las luces verdes en la orilla estallaron en un silencio atronador, una tras otra, como pompas de jabón. Los cuerpos petrificados de los poseídos se desmoronaron en polvo negro. El remolino en el centro del lago comenzó a colapsar sobre sí mismo, succionando la oscuridad a su alrededor.
Kattie y Roderick, en el mismo borde del vórtice, se abrazaron por última vez. Sus labios se encontraron en un beso final, un sello de su triunfo y su derrota. La luz que emanaba de ellos se hizo cegadora, y con un último estremecimiento del mundo, el Ojo se cerró.
La oscuridad se rasgó como un velo. Desde el cielo, una luz pálida y grisácea, la verdadera luz del alba, cayó sobre Aethelgard. Iluminó un pueblo devastado, un bosque marchito y un lago que, por primera vez en semanas, reflejó el cielo.
De la superficie del Lago Somnus, ahora tranquila y oscura como el agua normal, no emergió ningún cuerpo. Solo dos últimas burbujas, que flotaron juntas hacia la superficie y estallaron suavemente en el aire del nuevo día.
No habían vencido con fuerza bruta. Se habían ofrendado. El terror los había unido en la lujuria, pero el amor, forjado en el fuego de esa lujuria y el horror, los había consumido en un acto final, sublime y terrible. La luz había regresado, pero a un precio íntimo y devastador. Y el Lago Somnus, en su nueva y quieta normalidad, guardaría para siempre en su lecho el secreto de la boda más íntima y a la vez más pública, celebrada entre el amor y la oscuridad.








