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No tenía por qué quedarme después de clase. Pero lo hice.
Quizá porque él estaba allí.
El profesor Rivas —quince, tal vez veinte años mayor— revisaba unos papeles junto a la ventana. La luz del atardecer caía justo sobre su rostro, marcando cada detalle: la barba ligeramente canosa, las líneas que sugerían experiencia más que edad, y esa boca firme que casi nunca sonreía… pero cuando lo hacía, me desarmaba.
—Pensé que ya te habías ido —dijo sin mirarme, aunque sabía perfectamente que estaba allí.
—No tenía prisa —respondí.
Él levantó la vista. Su mirada, profunda y paciente, me sostuvo como si pudiera ver a través de mí. Sentí un calor inesperado subirme por el cuello.
—Últimamente te quedas mucho —añadió—. ¿Pasa algo?
Me acerqué a su escritorio, muy despacio, como si cada paso fuera una decisión.
—Quizá sí —susurré.
Él dejó el bolígrafo.
Ese simple gesto me hizo temblar más que cualquier caricia.
—¿Y puedo saber qué es ese “algo”? —preguntó, con una voz grave que parecía rozarme la piel.
Me incliné un poco sobre la mesa, lo suficiente para sentir su respiración mezclarse con la mía. El aire entre nosotros se volvió espeso, eléctrico.
—Es usted —dije.
Por primera vez, su expresión cambió. No a sorpresa… sino a una especie de reconocimiento silencioso, como si hubiera estado esperando que lo dijera.
—Sabes que no debo… —empezó, pero su voz se quebró un poco, como si la parte que intentaba ser correcta ya estuviera perdiendo la batalla.
Me acerqué un poco más.
Sentí el calor de su cuerpo, la tensión contenida en su postura, la manera en que sus manos, grandes y firmes, se aferraban al borde del escritorio para no acercarse más.
—No tiene que hacer nada —murmuré—. Pero tampoco tiene que detenerlo.
Él cerró los ojos un instante, respiró hondo… y cuando los abrió, ya no había distancia emocional entre nosotros. Sólo la física. Y esa estaba cediendo rápido.
—No sabes lo que provocas —dijo, su voz más baja, más áspera, más sincera.
Me temblaron las piernas.
Se incorporó despacio, rodeando el escritorio. No me tocó; apenas pasó a mi lado, lo suficientemente cerca para que su brazo rozara el mío. Ese toque mínimo hizo más que cualquier contacto directo.
—Si te quedas un minuto más —susurró cerca de mi oído, casi sin rozarme—, no responderé por mí.
Sentí el pulso en todo el cuerpo.
—Entonces —dije sin moverme—, no me iré.
Su respiración se detuvo un segundo.
La mía también.
Y en ese pequeño espacio entre control y deseo, supe que la noche no iba a terminar inocente.








