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Llegamos juntos al motel. Ella llevaba un conjunto negro de encaje que parecía haber estado esperando ese momento. Mientras la ayudaba a recostarse sobre la cama, le até la cinta sobre los ojos. Podía escuchar cómo su respiración se aceleraba. Yo mismo estaba nervioso, con el corazón golpeando en el pecho, sabiendo que la puerta se abriría en cualquier momento.
El silencio era pesado, casi insoportable. De pronto, el clic de la cerradura. Ella dio un leve salto. Yo me quedé quieto, sin mover un músculo. Quería verlo todo, sin intervenir.
Lo primero fue un roce, apenas unas manos masculinas sobre sus hombros. Vi cómo su piel se erizaba de inmediato. Después, los besos. Al principio tímidos, luego más intensos. Sus labios buscaban respuesta y la encontraban en esa boca desconocida. El sonido de cada beso llenaba la habitación.
Yo observaba fascinado. Sus dedos se movían inseguros al principio, explorando un cuerpo que no podía ver. Cada caricia la hacía gemir un poco más fuerte. El contraste entre su vulnerabilidad —los ojos vendados, las manos temblorosas— y su entrega absoluta me tenía al borde del descontrol.
Él bajaba lentamente por su cuerpo, y ella arqueaba la espalda, pidiendo más sin palabras. Escucharla gemir con esa intensidad me atravesaba por dentro. Cada vez que su respiración se entrecortaba, yo sentía una mezcla de celos y excitación que me incendiaba.
Los orgasmos de ella llegaron como mareas. El primero fue apenas un estremecimiento, un suspiro largo. El segundo la hizo apretar con fuerza las sábanas, perdida en un oleaje de placer. El tercero y los que siguieron fueron gritos ahogados, un cuerpo que se tensaba y temblaba, como si cada vez se deshiciera y volviera a nacer.
Yo no podía apartar la mirada. Estaba viendo cómo mi mujer se dejaba llevar completamente por alguien más, y en lugar de dolerme, me excitaba hasta un punto indescriptible. Era como ver mi fantasía cobrar vida frente a mis ojos, más real, más intensa de lo que había imaginado.
Él también se entregaba. Sus jadeos llenaban el aire, el ritmo de sus movimientos marcaba el compás de la escena. Cada vez que llegaba a su límite, yo lo notaba, y eso solo añadía más morbo a mi papel de observador.
La habitación se llenó de sonidos: respiraciones agitadas, gemidos, suspiros, el roce de piel contra piel. El aire se volvió espeso, cargado de calor, de sudor, de deseo. Yo, sentado a un lado, era testigo de algo salvaje y hermoso a la vez.
El tiempo perdió sentido. Vi cómo se buscaban una y otra vez, cómo se descubrían en distintas formas, en distintos ángulos. Vi cómo ella se rompía y se recomponía en cada clímax, y cómo él la seguía, respondiendo con su propia fuerza.
El final llegó en un estallido compartido. Ella arqueó el cuerpo en un último orgasmo que la dejó exhausta, temblando bajo la cinta. Él lo acompañó con un suspiro profundo, dejándose ir por completo.
Me acerqué, acaricié su cabello y ella sonrió, todavía vendada, con los labios húmedos y el cuerpo rendido. En ese momento entendí que no solo habíamos cumplido una fantasía: habíamos abierto una puerta hacia algo nuevo, un lugar al que seguramente volveríamos.






