Compartir en:
Él la miraba como si no supiera dónde poner las manos, ni los ojos, ni el cuerpo. Todo en él estaba desacompasado: la respiración demasiado rápida, la sonrisa forzada, el silencio torpe que se rompía con frases fuera de lugar. Su deseo se le escapaba por los gestos, por la forma ansiosa en que se inclinaba hacia ella, como si su cercanía fuera una promesa que nunca terminaba de cumplirse.
Ella lo sentía. Sentía esa energía cruda, desordenada, casi infantil. Y no le gustaba. No porque el deseo la incomodara —lo conocía bien— sino porque en él era una fuerza sin dirección, sin lectura del otro. Él quería ser visto, validado, tocado, pero no sabía escuchar.
Cuando se acercó demasiado, ella no retrocedió, pero tampoco respondió. Lo dejó ahí, suspendido en su propia expectativa. Él confundió el silencio con permiso, la quietud con interés. Su cuerpo reaccionaba antes que su cabeza, y eso lo delataba: una tensión evidente, una urgencia que pedía descarga más que encuentro.
Ella, en cambio, estaba lejos. Observaba. Entendía que el erotismo no nace del apuro, sino del pulso compartido. Y ahí no había pulso, solo ruido interno. Le sostuvo la mirada un segundo más de lo necesario, no para seducirlo, sino para marcar un límite invisible.
Él bajó los ojos. Por primera vez pareció darse cuenta de que el deseo, cuando no se sabe habitar, puede volverse torpe, incluso poco atractivo. Ella se levantó, se acomodó la ropa con calma y se fue, dejando atrás una lección muda: la sexualidad no se impone, se afina.






