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Era de noche, una de esas noches típicas de Bogotá, donde el ruido de la ciudad parece no descansar nunca, y el frío te cala hasta los huesos. Pero había algo en el aire, una sensación de que el día aún no se terminaba, de que la hora de dormir todavía no llegaba. Las responsabilidades del día siguiente me obligaban a salir, cosas triviales, cosas necesarias, pero cosas al fin y al cabo.
Ya estaba en ropa de descanso, cómodo, pero con pereza. Solo me puse una chaqueta y bajé por el ascensor. El trayecto se sentía interminable, como si cada piso fuera más pesado que el anterior. Uno, dos, tres, cuatro… y así hasta llegar a la calle, donde el aire frío de la noche me recibió de lleno. Caminé casi en automático hasta la tienda, con la mente en blanco, pero el cuerpo algo inquieto.
Al llegar, comencé a buscar lo que necesitaba. Nada interesante, nada que despertara algo más que el deseo de volver rápido a casa. Y entonces la vi. La vendedora. Una mujer madura, pasada de los 45 seguramente, grande, de cabello negro y liso que caía por su cuello en un corte sencillo. Su piel morena tenía ese toque cálido que parecía contradecir el frío que sentíamos todos. Sus ojos grandes me miraban por un momento mientras seleccionaba mis cosas, y su acento fuerte, con un dejo caribeño, resonaba en mi cabeza de manera inesperada.
Algo en ella captó mi atención. No era despampanante, no era lo que la gente consideraría un "deslumbrante atractivo", pero había algo en su presencia, en su cuerpo grande y lleno de curvas que me hizo observarla más de lo que debía. Sus pechos abundantes, apenas contenidos por el chaquetón, y esas caderas... Al girar, vi sus nalgas, firmes, llenas. Me quedé mirándola, más de lo necesario, y en un instante traté de recomponerme. No quería que se sintiera acosada, pero en mi interior, la admiración crecía, junto a algo más. Decidí hacerme el distraído, rebuscar entre los víveres, como si realmente me importara escoger algo mejor, pero la verdad es que solo hacía tiempo, queriendo mirarla más.
La imaginación empezó a jugarme malas pasadas. No la veía ya con ese chaquetón que ocultaba tanto. La imaginaba con menos ropa, algo más veraniego, más suelto, o quizás… sin nada. Sentía su acento, fuerte, quebrándose entre jadeos, entre palabras entrecortadas por la falta de aire, por el placer. Quería hablarle, conocerla más, solo para desearla más, pero el miedo me mantenía en mi lugar. Sin embargo, ya era tarde, el deseo había prendido en mi interior y no había marcha atrás.
Me di cuenta de que mi ropa ligera no ayudaba a disimular nada. Las imágenes en mi mente se hacían más explícitas, más urgentes, y el frío de la noche ya no era suficiente para calmar el calor que empezaba a subir desde mi vientre. Decidí que lo mejor era pagar e irme antes de hacer el ridículo. Me acerqué al mostrador, llevando mis cosas. Nos saludamos de manera indiferente, cordial, y mientras empacaba todo, no pude evitar fijarme en su boca. Labios gruesos, rojos, brillantes, como si el pecado mismo tuviera ese color. La observé mientras hacía cuentas, cómo se relamía los labios lentamente. Algo en su movimiento me dejó inquieto, desconcertado. ¿Qué me estaba pasando?
Estiré la mano para darle el dinero, queriendo salir rápido de esa situación que yo mismo no entendía del todo. Pero cuando ella tomó mi mano, lo hizo de golpe, con una firmeza inesperada. Quedé inmóvil, congelado. Sentí cómo su mano soltaba la mía, pero lo hacía lentamente, sus dedos rozando mi piel de manera casi intencionada. Era un roce casual, me dije, pero duraba más de lo necesario.
No me atrevía a mirarla a los ojos. Temía lo que podría encontrar allí. ¿Rabia? ¿Deseo? ¿Burla? No lo sabía, y no quería averiguarlo. Pero entonces, con un gesto tranquilo, terminó de tomar el dinero y, mientras yo recogía mi bolsa torpemente, me dijo algo que me dejó helado.
—Vecino, el otro paquete va por cuenta de la casa.
Me giré, confundido, y ahí estaba ella, mirándome con una sonrisa pequeña, pero cargada de algo que no lograba descifrar del todo. Esa risa, socarrona e intimidante, se clavó en mi piel como el frío de la noche. Sentí que el tiempo se detuvo. Cada segundo era eterno mientras nos mirábamos, y antes de que pudiera decir algo, esbozó una sonrisa más amplia, casi como un desafío, y agregó:
—Vuelva pronto, las noches están muy frías.
Sonreí torpemente y me marché, con el pulso acelerado y la cabeza llena de pensamientos. Afuera, el frío de Bogotá seguía igual de cortante, pero yo ya no lo sentía. Las imágenes, su voz, su mano en la mía... Todo seguía allí, repitiéndose en mi mente. La sensación de haber cruzado una línea invisible que ni siquiera sabía que estaba buscando.