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Han pasado varios días desde aquella noche que la tendera se cruzó en mis pensamientos, sembrando una inquietud que no me ha abandonado. Varias noches me la he imaginado, algunas veces de formas que rozan lo indecente. Trato de evitar pasar por esa tienda, me siento algo avergonzado, pero no puedo evitar preguntarme qué pasaría si mis fantasías se volvieran realidad. Ella debe tener su familia, su vida... ¿y si todo es solo fruto de mi imaginación? ¿Y si acabo pareciendo un tonto, o peor, un acosador? Mejor alejarme, he decidido ir a otras tiendas, lugares donde mi mente permanezca tranquila, sin distracciones.
Pero hoy es diferente. El frío cala los huesos y, en un intento de jugar al dandy, he bebido más whisky del necesario, dejándome llevar por el calor del alcohol, un calor que ha despertado algo más que mi cuerpo. Estoy hambriento, el mercado no ha sido mi prioridad estas semanas, y ahora el estómago ruge, la sed de algo más se intensifica. ¿Pido comida a domicilio? Demorará, y ya no quiero esperar. El licor no solo calentó mi cuerpo, sino también mi imaginación, y aunque me cuesta admitirlo, ansío verla de nuevo, aunque sea solo de lejos, aunque esté abrigada. No puedo evitarlo. Este whisky me ha convertido en un niño torpe, pero decidido.
Bajo de mi apartamento, menos desaliñado que la última vez, aunque con la misma chaqueta. Quizá ella la recuerde, quizá no. Estoy lo suficientemente embriagado como para que no me importe. La llovizna cae ligera y las calles están vacías; soy el único loco que sale a estas horas en busca de algo que sacie mi hambre, en todos los sentidos.
Llego a la tienda y miro a mi alrededor, ansioso. Está abierta, pero vacía. Nadie detrás del mostrador. Pregunto suavemente si hay alguien que atienda. Silencio. Solo se escucha el murmullo de la lluvia. Empiezo a deambular por los pasillos, fingiendo hacer tiempo, pero nada cambia. Ni clientes ni la dueña aparecen. Me siento estúpido, abro un paquete de papas fritas para calmar mi hambre. Las termino rápido y sigo solo, en medio de esa pequeña tienda que ahora me parece un escenario vacío.
Las papas están saladas y me provocan más sed. "¿Tomo un agua mientras espero?", pienso. O tal vez mejor una cerveza. Me acerco al fondo, donde están las neveras, y justo cuando saco la botella, escucho un sonido distante, casi imperceptible, pero lo suficientemente extraño como para captar mi atención. Un roce, un arrastre... algo moviéndose. Miro hacia todos lados, hasta que mi mirada se detiene en la puerta del depósito, entreabierta, con una luz tenue que se filtra por la rendija.
El corazón me late más rápido. La curiosidad, mezclada con el calor del alcohol, me empuja a acercarme. Tomo un sorbo de la cerveza mientras me acerco, y el sonido se vuelve más claro: una mesa que se mueve. Algo o alguien la empuja. Mi mente vuela. Me inclino y miro a través de la rendija.
Lo que veo me deja sin aliento.
Dos cuerpos entrelazados, uno sobre el otro, moviéndose en un ritmo hipnótico. Uno de ellos, apoyado sobre la mesa, con el rostro entre las manos y el cuerpo entregado. Es ella, la tendera. Aunque la luz es escasa, reconozco su cabello, sus manos, esas caderas que ahora, en esa posición, parecen aún más voluptuosas. Mi respiración se acelera. La falda levantada, su chaquetón a medio quitar, dejando a la vista una braga corrida. Un hombre la sujeta firme, una mano en su espalda, la otra en ese culote que ahora puedo admirar sin restricciones, al fin desnudo, glorioso.
Él la embiste con fuerza, lenta pero firmemente, cada movimiento cargado de una intensidad casi feroz. Sus quejidos se mezclan con los sonidos de la lluvia y, por momentos, parece que el mundo entero desaparece. Solo existe esa escena, ese ritmo, esas caderas que se balancean con cada embestida. Yo, inmóvil, contemplo todo con una mezcla de culpa y deseo. No debería estar viendo esto, lo sé. Es ilícito, pervertido. Pero, a la vez, es una visión magnética, imposible de ignorar.
Sigo bebiendo de mi cerveza, cada sorbo más seco que el anterior. Mi boca arde, mi cuerpo entero tenso. La escena frente a mí es tan primitiva como fascinante. Ella lucha por mantenerse erguida, aferrada a la mesa mientras él la penetra con una intensidad que no puedo apartar de mi mente. El tiempo parece detenerse.
Finalmente, el hombre se inclina sobre ella, un gemido ahogado anuncia su clímax. La besa en la espalda, jadeante. Ella no se inmuta. Se reincorpora, ajustando su ropa con una calma que me resulta desconcertante. "Bueno, tengo cosas que hacer", dice con voz entrecortada, mientras se dirige hacia la puerta. Hacia la puerta donde estoy yo, todavía paralizado, con la cerveza en la mano y una erección que no puedo disimular.
El pánico me invade. Meto la mano en el bolsillo, dejo unos billetes arrugados en el mostrador y salgo corriendo bajo la lluvia, mi mente en caos. No sé si estoy más ebrio o menos ebrio, pero estoy extasiado, completamente abrumado por lo que acabo de presenciar. Llego a mi apartamento, me dejo caer en el sofá. Mi cuerpo sigue ardiendo, mi mente repitiendo una y otra vez esa imagen, esa escena de deseo desenfrenado.
"Tengo que volver por las vueltas", es lo único que consigo pensar.