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Una mañana de vacaciones, decidí que quería navegar por el chat de Guía Cereza. No buscaba nada en particular, tal vez revisar algunos perfiles o hablar con alguien... como siempre, una feria de anuncios, fotos explícitas y escorts. Pero, por alguna razón, un perfil llamó mi atención. No recuerdo bien si tenía fotos (esto fue hace muchos años), pero me decidí a escribirles.
Era el perfil de una pareja de Bogotá, swingers. En ese momento, ese mundo no era lo mío, no estaba buscando experiencias así, pero la curiosidad me ganó. Me respondieron al mensaje interno, y comenzamos una conversación amena. Hablamos de la vida, nuestras ocupaciones, deseos, experiencias y demás.
Al principio hablé solo con él. Era un buen conversador, hasta que me dijo:
—¿Te puedo llamar? Quiero que hables con mi esposa.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Sabía que yo era mucho más joven que ellos, y en ese momento la virtualidad empezaba a volverse demasiado real. Pensé: "Es solo una llamada, se desencantan y listo". Pero la curiosidad —y la calentura— me hicieron aceptar.
—Listo, este es mi Skype —me dijo.
Eso cambió las cosas. No era una llamada telefónica, era una videollamada... Eso lo hacía todo más real. Estaba solo en casa y desocupado, así que pensé: ¿Por qué no?. Los agregué y llamé.
Eternos esos segundos antes de que contestaran. Al otro lado apareció este hombre de poco pelo en la cabeza y sonrisa amplia, en camiseta, recién bañado. Muy efusivo, me saludó como si me conociera de toda la vida. Parecía aliviado al ver que yo era real, confiable hasta el momento.
—Espera, llamo a mi esposa —me dijo.
Desde el fondo apareció ella, tímida al principio. Se acercó a la cámara: una mujer mayor que yo (ya lo sabía), pero con una timidez casi adolescente. Tenía el pelo hasta los hombros y llevaba una blusa blanca de tiras que dejaba entrever su busto exuberante. Lo admito, mi mirada fue directa a su escote.
Comenzamos a hablar de cualquier cosa, más para confirmar que éramos reales. Ella se fue relajando y me contó que su esposo solía buscar "singles" para ella en la plataforma, pero que a ella le daba mucha pena y que ya había tenido varias experiencias aburridas chateando. La conversación fluyó mejor después de eso. Ella parecía más tranquila, y su esposo, desde lejos, le dijo:
—Invítalo, nos tomamos un café en casa.
Ella se puso nerviosa; lo noté enseguida y le dije:
—No te preocupes, no hay necesidad de apresurarnos. Podemos seguir hablando, tengo tiempo.
Ella se calmó, sonrió, y seguimos conversando un rato más. Ante la insistencia del esposo, finalmente me preguntó:
—¿Puedes venir a tomarte un café? No tiene que ser nada más.
Yo estaba igual o más nervioso que ella. Nunca había hablado con una pareja swinger, mucho menos ir a su casa. Pero pedí la dirección por cortesía y me di cuenta de que en taxi no era tan lejos. Pensé: "Puedo ir, ver, y allá decido". La calentura y la curiosidad, malas consejeras ambas, me empujaron a aceptar. Tomé los datos y salí hacia lo desconocido.
Cuando llegué, me anuncié en la portería. Era un apartamento en el primer piso. Entré tímidamente, y me recibió el hombre, muy efusivo. La esposa seguía tímida, pero llevaba esa misma blusa clara, que delineaba sus generosos pechos, y una minifalda muy corta. No tenía un gran trasero, pero sus largas piernas en tacones se veían espectaculares. Él, en jeans y camiseta, estaba relajado.
Me ofrecieron café, y seguimos charlando. El ambiente era jovial, muy ameno. Él se sirvió un whisky y me ofreció un cigarro, que rechacé porque no fumo. Tampoco quise beber. Ella, cada vez más sonriente, cambió de asiento y se sentó junto a mí en el sofá. Seguimos conversando.
Ya no estaba tan nervioso. Pensé: "Puede que más adelante pase algo, no tendría por qué negármelo". Acepté una gaseosa, y la charla continuó. En una carcajada, vi cómo ella se levantaba y cerraba las cortinas. Me extrañó un poco. Es cierto que ya estaba oscureciendo, pero no tanto como para cerrar. Él subió un poco la música, lo justo para darle un toque íntimo.
Ella volvió a sentarse a mi lado, me agarró la pierna con delicadeza y me miró a los ojos:
—Bésame ya... Quiero saborearte.
Me quedé congelado. Esa mujer madura, no solo atractiva sino tremendamente sexy, me estaba pidiendo un beso en lo que hasta ahora había sentido como una velada amistosa. Estaba fuera de mi zona de confort, pero ¿cómo decirle que no?
El beso comenzó torpe, tímido, pero al pasar su mano de mi muslo a mi entrepierna, la cosa cambió de tono. La agarré de la cintura y con la otra mano acaricié sus pechos. Ella aceleraba la respiración mientras buscaba sacar mi miembro. Miré de reojo; su esposo, con un whisky en mano, nos observaba sin intervenir.
El beso se volvió más largo y apasionado. Mis manos exploraban su cuerpo con deseo, y las de ella me desnudaban con prisa. Entonces, ella paró. Me miró fijamente a los ojos, sonrió, y luego volteó hacia su esposo. Él le devolvió la sonrisa, y ella le dijo:
—Creo que es momento de que traigas los condones.
Yo seguía mudo.
—Ella es tremenda mamadora, vas a ver que te envicias —me dijo él, mientras ella me volvía a besar con hambre.