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...El beso de Clau era intenso, sediento quizás, y sus manos ya rodeaban mi pene, sujetándolo como si existiera alguna posibilidad de escape. Aún atónito, opté por terminar de quitarme el pantalón, acomodarme y posar mis brazos en el espaldar del sofá, entregándome a esta mujer que, decidida, quería devorarme.
Me besó desde el ombligo, jugueteando con su lengua mientras bajaba lentamente. Mi pene estaba duro, durísimo, y ella lo sujetaba con fiereza. Lo miró unos segundos, se relamió y lo metió en su boca, cálida y húmeda. Puedo recordarla, incluso sentirla mientras escribo esto. Con una sutileza única, comenzó a mamarlo, lento y profundo; no sentía sus dientes, solo un calor y una humedad maravillosa. El sonido de la saliva mezclado con sus jadeos me tenía embelesado. Observaba como un tonto, y eso lo notó el esposo:
—Se te caen las babas, jajajaja.
Me incorporé un poco, decidido a participar. La tomé del pelo y traté de marcarle un ritmo, pero ella era la dueña del momento. Así que mejor me dediqué a acariciar su espalda, delinear sus caderas y meter mi mano bajo su minifalda. Hermosa sorpresa me llevé al sentir su vagina depilada, húmeda, cálida, y completamente a mi disposición. Corrí la tanga y dejé que mis dedos juguetearan, buscando excitarla más y más. Parecía que lo lograba, pues mi mano estaba empapada y sus jadeos se incrementaban.
Yo estaba muy excitado, eso era evidente, y ella también. Sentía cómo palpitaba cada vez que mis dedos la invadían. Pero su concentración estaba en mi verga: chuparla, lamerla, succionarla… ella era mi dueña.
En un momento, posó una mano en mi muslo y la otra en mi pecho. Ella ya lo presentía. Aceleró el ritmo y se entregó con más fervor. Yo ya estaba fuera de mí. Saqué la mano de entre sus piernas y la agarré de la nuca. Iba a venirme, y no solo venirme, iba a estallar. En un grito ahogado traté de avisarle:
—Me vengo…
Pero no hubo respuesta. Sus manos me apretaron con más fuerza, y la eyaculación llegó. ¡Qué orgasmo! Como pocos en mi vida. Quedé sin alma, desplomado en el sillón, semi desnudo y a su merced. La vi mientras no sacaba mi verga de su boca, recogiendo cada gota de semen que escurría por el tronco aún erecto. Lamió la cabeza palpitante y se acercó a mi rostro, triunfante. Me mostró la leche en su boca y, sonriente, se la tragó.
—Eres un niño delicioso, dulcesito —me dijo con una mirada fulminante.
El esposo se levantó de un salto y se fue al cuarto. Clau se puso de pie frente a mí, levantó su blusa y dejó al descubierto sus enormes tetas, justo en mi cara. Yo, todavía deshecho en el sofá, con la verga al aire, no pude más que observar, expectante. Nico llegó, le pasó los condones, se sirvió otro trago y se sentó frente a nosotros.
No pronuncié palabra, solo la miraba. Me dejé. Clau se sentó sobre mí, con sus tetas en mi cara, comenzando a restregarse contra mi verga. Busqué su cintura, queriendo tener algo de control en esta ráfaga de sensaciones. Marqué la cadencia del roce de su tanga mojada sobre mi pene, que volvió a endurecerse sin mayor esfuerzo. Parecía magia, pero nada enciende más que los jugos de una mujer excitada.
Mi boca tenía un objetivo claro: devorar esas tremendas tetas. Y digo tremendas porque no solo eran grandes, sino hermosas (no todas las tetas grandes son lindas, y no todas las tetas lindas son grandes). Las chupaba y mordía como si nunca más fuera a tener unas así. Sus manos se aferraban a mi cabello, dolía, pero dolía delicioso.
Mis manos, que habían estado en su cintura, descendieron hasta sus nalgas. Aunque no eran grandes, sonaban rico al cachetearlas. Subí la falda, apreté ese culo, la miré a los ojos y le dije:
—Ahora me toca a mí.
Le quité el condón de la mano y me lo puse lo más rápido que pude. Corrí nuevamente su tanga, y allí, con maestría, se montó sobre mi verga, devorándola de un solo sentón. Ese primer gemido, ese gritito, me decía que lo anhelaba, que moría por sentirme dentro de ella. Otro afrodisíaco que jamás podrá comercializarse.
La cadencia continuó, ahora más húmeda, más caliente. Nico observaba con una sonrisa, disfrutando del espectáculo. Yo, feliz, clavaba a esta mujer que describía su placer entre gemidos y groserías, como loca.
Se levantó de repente, giró y me ofreció su culo. Lo tomé, acomodé mi verga y seguí dándole, hasta que decidió sentarse y recostarse sobre mí. Entonces pude sostener sus tetas con ambas manos, besar su cuello y susurrarle obscenidades al oído.
—¿Soy tu putita, mi niño? ¿Lo soy? —preguntaba incesante.
Yo respondía y la embestía con más fuerza. De pronto se levantó y me sacó del sofá. Se acostó y abrió las piernas todo lo que pudo.
—Cómemela, cómeme.
Sin dudarlo, me lancé a su vagina chorreante. Jugué con mi lengua mientras sus muslos me atrapaban, sujetándome de sus tetas hasta que el aire apenas me permitía seguir. Levanté la mirada: estaba sonrojada, sudada. Me acosté sobre ella y la penetré.
El deseo me pedía hacerlo con fuerza, con furia, pero mi cuerpo optó por un ritmo suave, profundo. Mientras la besaba, acariciaba su rostro. Cerró los ojos y comenzó a gemir bajito, tímidamente. Mis caderas seguían sus exhalaciones, observándola disfrutar.
Los segundos se hicieron eternos hasta que sus piernas se entrelazaron en mi cintura.
—No pares —ordenó.
Aceleré instintivamente, aunque manteniendo la suavidad. Clavó sus uñas en mis hombros, arqueó la espalda, y sus piernas me apretaron más fuerte. Mi última embestida fue tan profunda como pude. Quedamos congelados, dos, tres segundos…
Nos desvanecimos uno en el otro, en un jadeo combinado. Reposé sobre su pecho, escuchando un corazón a punto de salirse. Ella acariciaba mi cabello con ternura.
La escena era hermosa, hasta que la voz ronca del esposo nos devolvió a la realidad:
—Si vieran la cara de bobos que tienen ahora, se reirían mucho… Menos mal que quedó grabado, así lo podemos ver de nuevo.