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Era una compañera más. No pasaba desapercibida; su origen caribeño se delataba desde metros antes de llegar. Se le escuchaba al llegar, al irse, al reír y, claro, al molestarse. Poco nos hablábamos. Ella tenía su grupo de amigos (costeños como ella), mientras yo era más de saltar de grupo en grupo; me parecía que de todos aprendía algo y disfrutaba otro tanto. En ese ir y venir, un día terminé socializando con los costeños: risas, burlas, anécdotas y, como no, una invitación a tomar cerveza. La calidez del jueves hacía que rechazar la propuesta fuera casi un insulto.
Ella no estaba al principio. Sin embargo, al poco rato, en la tiendita donde llegamos para seguir el relajo, apareció con su risa retumbante y esos apuntes crueles que a veces me desconcertaban. Apenas me saludó, nada más. La tarde siguió con esa dinámica despreocupada, casi vacacional, aunque al día siguiente tocara madrugar. Dos, tres canastas de cerveza se agotaron; la música seguía sonando, las voces animadas subían de tono, y con ellas, la inevitable apropiación del espacio. Ese rincón ya era nuestro: se bailaba, se jugaba, se reía.
El ambiente era cómodo. La cerveza estaba fría, y la música me hacía vibrar. Con la noche encima, el baile se volvía cada vez más apretado, los cantos más apasionados. Éramos siete bebedores: cuatro tipos y tres costeñas que eran verdaderas hijas del litoral. Laura, una flaca de pelo negro corto, colita parada, brackets y ese acento sabanero que resultaba encantador; Yaneth, una samaria voluptuosa, crespa, coqueta y con un doble sentido afilado que cortaba hasta el más sobrio; y la barranquillera, Mayra: bajita, morena, de pelo larguísimo y crespo, mirada fulminante, unas tetas monumentales y un culo que el jean parecía implorar por soltar.
Desde que Mayra llegó, sentí su incomodidad con mi presencia en su grupo. Las otras chicas eran más amables; bailábamos, nos reíamos, pero con Mayra, la interacción era más forzada, postiza. Nada que un par de cervezas y un vallenato no pudieran limar. Cuando la tienda cerró, Checho se encargó de alargar la fiesta. Compró dos botellas de algo que no recuerdo y nos invitó a su apartamento, a unas cuatro cuadras. Caminamos cantando, intercambiando abrazos y halagos.
El apartamento de Checho era un clásico de soltero: desordenado, con algunas sillas y poca comida. La fiesta continuó, pero el ambiente se fue calmando. Las risas eran menos estruendosas, la música más cadenciosa, pero el licor seguía fluyendo. Yaneth desapareció, al igual que Juancho. No fue difícil imaginar dónde estaban. Los jadeos que llegaban desde una habitación confirmaron nuestras sospechas. Nos hicimos los desentendidos y seguimos bailando en la sala.
Checho, por su parte, cayó rendido en una silla Rimax. Era imposible moverlo, así que lo arropamos contra la pared. Quedábamos solo cuatro: Mayra, Carlitos, Laura y yo. Mayra seguía con esas miradas que incomodaban. Decidí centrarme en Carlitos, que no podía dejar de hablar de Mayra. "Loco, es que mírale ese culo, no sé si yo pueda con todo eso, pero intentarlo sí quiero", decía entre risas y tragos. Yo lo animaba, aunque sabía que él iba y venía entre el coraje y la timidez. Mientras tanto, mis ojos empezaron a buscar a Laura. Esa flaquita me tenía curioso. ¿Cómo sería besar con esos brackets?
Aprovechando el sopor de la velada, saqué a Laura a bailar. Pegadito. Cada vez más. Sus movimientos eran deliciosos, su respiración pesada, y ese tarareo al oído me encendía. Ya sudábamos, acalorados, y mi boca se inquietó. Rozaba su mejilla, su oreja, lanzaba pequeños besos furtivos, probando. Ella reía, gemía, me apretaba más. Yo estaba listo para más, y en mi cabeza la indecisión me mataba: ¿Habrá un cuarto? ¿Me meto al baño? ¿Será en la cocina? ¿Esta gente se pondrá fisgona? La arrechera no me dejaba pensar. Así que me lancé al beso. Ella correspondió, con ganas, y entrelazados al son de Los Betos, nos perdimos en ese momento.
"¡Nojoda, págale pieza, cacha!", escuché de repente. Era Mayra, mirándonos con gesto de desaprobación. Carlitos estaba a su lado, tratando de coquetearle como podía. Laura, avergonzada, se soltó y nos miró a todos. "Muy rico todo, pero ya es hora de dormir. Mañana se madruga", dijo antes de encerrarse en un cuarto. Yo, incómodo y molesto, me fui a la cocina a despejar la mente. ¿Me voy? ¿Espero? ¿Laura saldrá? ¿Se arruinó todo? pensaba mientras tomaba agua.
No me di cuenta de que afuera ya solo sonaba música. Cuando asomé la cabeza, Carlitos estaba noqueado en un sillón, su intento de conquista claramente fallido. Mayra recogía algunos vasos y lo cubría con una chaqueta. Después, entró a la cocina en silencio. Lavaba los vasos mientras yo fingía organizar algo.
"¿Te ibas a comer a Laurita, no? Condenado", soltó de repente.
"Nada, estábamos sabroso, disfrutando la canción... pero acá la envidia abunda", respondí con una mezcla de burla y reproche. Mayra cambió de expresión. Me miró de arriba a abajo, sonrió apenas y se acercó. "Mijo, si ya estabas parolo, esa pelada no se salvaba", murmuró al oído con picardía.
"Pues tú la salvaste, al parecer", repliqué.
"Nombe... cuidando mi comida", dijo. Su última frase me descolocó. Apenas reaccioné cuando se empinó para susurrarme: "Qué boleta que me vean comiendo cachaco". No sé si fue el licor, pero la agarré de la cintura y la besé con brusquedad. Ella respondió, torpe y deseosa, desatando una tormenta de lujuria.
Mayra puso sus manos en mi pecho mientras seguía el beso, apretándome con una fuerza que encendía aún más mi deseo. La bajé al ritmo de mi agarre hasta sus nalgas, firmes, gigantes, imposibles de abarcar completamente con mis manos. La verga ya estaba dura como nunca, y ella lo notó al instante, porque al separarse un poco del beso, dejó caer su mirada hacia abajo y soltó una risita burlona. "Tas bien armado", murmuró mientras desabrochaba lentamente su jean, con un movimiento que parecía un reto.
"¿Vas a quedarte mirando o me ayudas?" me soltó, mientras se giraba con descaro. Yo no necesitaba más invitaciones. Entre los dos bajamos ese jean que parecía estar luchando contra las curvas más arrebatadoras que había visto en mi vida. Lo que apareció frente a mí me dejó paralizado por un segundo: una tanguita celeste, mínima, que intentaba en vano cubrir una chocha carnosa y se perdía entre esas nalgas que ya tenían mi mente en llamas. Era el paraíso hecho cuerpo.
No aguanté. Me acerqué y comencé a besarle el cuello mientras mis manos recorrían esas caderas generosas. Al llegar a su tanguita, la deslicé hacia abajo con torpeza y ansiedad, como si temiera que se escapara el momento. Mis labios buscaron los suyos otra vez, pero no sin antes pasar por su cuello, su clavícula y el nacimiento de esas tetas que reclamaban protagonismo. Levanté su blusa, bajé el brasier con decisión y lo confirmé: cada teta era un espectáculo en sí mismo. Redondas, enormes, perfectas. No me aguanté y comencé a lamerlas, a chuparlas con avidez, mientras mis manos seguían en su culo, masajeándolo, explorándolo, como si temiera no volver a tocar algo igual.
Mayra soltó un gemido ahogado y, sin previo aviso, llevó una mano a mi verga, aún atrapada en el pantalón. "¿Esto es lo que le ibas a dar a Laurita?" dijo con esa voz cargada de burla y deseo. No respondí. Simplemente me desabroché el pantalón y dejé que mi erección hablara por sí sola. Su mirada cambió: de la burla pasó al hambre pura. Me giró hacia el mesón de la cocina, se empinó y, mientras sacudía ese culo que parecía desafiar las leyes de la física, dijo con voz ronca: "Que vas a hacer?".
Mis manos se apresuraron a abrirle las nalgas, dejando a la vista esa vulva mojada que palpitaba con ganas. Roce mi verga contra ella, disfrutando del calor y de cómo su humedad la hacía deslizarse con facilidad. Mayra se arqueó más, moviendo su cuerpo al ritmo de mi roce. "¿No te gusta?", lanzó, impaciente. Eso fue suficiente para que la empujara sin más preámbulos, sintiendo cómo me abrazaba con una calidez que casi me hace perder el control de inmediato.
El ritmo se aceleró. Sus jadeos eran ahogados, pero intensos. Yo agarraba con fuerza esas caderas mientras la embestía con todo, cada golpe resonando en el pequeño espacio de la cocina. No podía creer lo que estaba pasando. Ella, esa barranquillera arrecha, ahora era mía, y yo estaba decidido a que no olvidara esa noche. Mis manos subieron a sus tetas, apretándolas, usándolas como apoyo mientras seguía con más fuerza. Ella no se quedaba atrás, su cuerpo empujaba hacia mí con igual intensidad, susurrándome groserías entre jadeos.
La tensión crecía. Estaba a punto de venirme, pero no quería que terminara tan rápido. La detuve, sacando mi verga, brillante de sus jugos. Ella se giró con una sonrisa pícara y se agachó frente a mí. "Ahora déjame probar", dijo antes de tomar mi verga entre sus manos y comenzar a chuparla con una entrega que me dejó sin aliento. Su boca era caliente, húmeda, experta. Yo estaba en el cielo, pero no quería rendirme tan pronto. La levanté, la giré otra vez y la recosté contra el mesón.
"Ahora sí voy a darte duro", le advertí. Ella se rió y empinó aún más, separando las piernas con descaro. Mi verga encontró su camino de nuevo, y esta vez el ritmo fue más frenético, más intenso. El golpeteo de nuestros cuerpos llenaba la cocina, y yo ya no podía pensar en nada más que en ese culo. Decidí que quería más. Salí de su vagina y pasé mis dedos por su culo, húmedos de su propia lubricación. Al principio se tensó un poco, pero luego, al entender lo que quería, me miró por encima del hombro con una mezcla de desafío y deseo.
"Si eres capaz?", me dijo. Humedecí mi verga con su humedad, y con cuidado comencé a empujar en esa entrada estrecha. Su cuerpo se tensó, sus manos se aferraron al mesón, y un gemido ahogado escapó de sus labios. "¿Paro?", le susurré al oído. Ella negó con la cabeza, y eso fue todo lo que necesitaba. Entré despacio, sintiendo cómo su cuerpo se acomodaba a mí, hasta que finalmente estuve completamente dentro. Era un placer indescriptible, una mezcla de calidez, presión y ese sentimiento de dominio que me llevaba al límite.
El ritmo se reanudó, más lento al principio, pero con cada embestida ella se relajaba más, dejándome llegar más profundo. Mis manos volvieron a sus tetas, aferrándome a ellas como si fueran mi ancla, mientras sus jadeos y susurros llenaban mis oídos. "Dale más duro", pidió entre gemidos, y yo obedecí, aumentando la velocidad y la fuerza. Sus nalgas chocaban contra mí con un sonido que me tenía enloquecido, y sabía que el final estaba cerca.
Finalmente, no pude contenerme más. Sentí ese orgasmo subir con una intensidad casi dolorosa y, con un último empuje, me vine dentro de ella, llenando su culo con todo lo que tenía. Ella dejó escapar un gemido profundo, agotado, y yo la abracé por la espalda, besándola en el cuello y el hombro mientras ambos tratábamos de recuperar el aliento.
Mayra se reincorporó, se puso la ropa y, sin decir nada, me lanzó una mirada cómplice antes de desaparecer en el baño. Yo quedé ahí, aún procesando lo que acababa de pasar, con una mezcla de incredulidad y satisfacción. "Estos costeños son la mondá", pensé mientras me arreglaba y recogía mis cosas.