Guía Cereza
Publicado hace 2 semanas Categoría: Hetero: Infidelidad 2K Vistas
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Para esa época, nos mudamos a esta casa, un barrio tranquilo, rodeado de familias normales, niños en bicicletas y perros que ladran sin pausa. Era justo lo que queríamos: estabilidad, calma, una rutina que pudiéramos construir juntos. Nuestros vecinos, Julián, el padre, debía rondar los 48. Parecía militar retirado, firme en su postura pero amable en el trato. Su esposa Amanda, una señora muy amable de la misma edad que poco se veía pasar por allí. Yo tenía 23. Apenas unos meses de casada con Andrés, y con la sensación —todavía presente— de estar probándome un traje que me quedaba algo grande.


 Si me hubieras preguntado hace unas semanas qué pensaba de él, habría respondido que era solo eso: el vecino del frente. Correcto, educado, con buena relación con Andrés, con quien suele cruzar palabras cada tanto en la acera. Yo, en cambio, apenas le dedicaba un saludo con la mano desde lejos.

Nunca hubo nada más allá.

Hasta esa noche.


Una reunión sencilla, una parrillada en su patio, con otros vecinos y algunos amigos de él. Andrés aceptó encantado, y yo lo acompañé sin darle demasiada importancia.

Me puse un vestido de lino color crema, ajustado en la cintura, con un escote cuadrado que dejaba al descubierto el inicio de mis clavículas. Las mangas caían suavemente por mis hombros, y el bajo terminaba justo a media pierna, lo bastante largo para ser “correcto”, pero con la tela lo bastante ligera para dejar que la brisa jugara con mis movimientos. Sin sujetador —porque no lo necesitaba con ese corte—, y con unas sandalias de cuero con tiras finas que me hacían sentir coqueta sin esforzarme demasiado. Me recogí el cabello en un moño suelto, dejando escapar algunos mechones. No era para impresionar a nadie, simplemente quería sentirme cómoda. Aunque, de algún modo, sabía que me veía bien.


Pensé que sería una noche más. Y en parte lo fue... pero también, fue el inicio de algo que no supe nombrar en ese momento. Algo que empezó a cambiar la forma en la que lo miraba, aunque aún no lo sabía.


La casa de Julián se veía distinta esa noche. Las luces del patio colgaban entre los árboles como luciérnagas inmóviles, y la música suave llenaba los espacios entre las conversaciones. Era una reunión sencilla, con carne asándose en la parrilla y copas de vino pasando de mano en mano. Andrés estaba encantado. Yo, más bien, me dejaba llevar.

Había saludado a Julián apenas llegamos, como siempre: con una sonrisa cordial, nada más. Llevaba una camiseta gris que le ajustaba los hombros y el pecho, y unos jeans sencillos. Durante la noche, las conversaciones entre hombres se volvieron evidentes, no teniendo más remedio que buscar algún grupo de señoras no tan viejas con quien pudiera conversar. En algún momento de la noche, busqué escapar al baño y dedicarme a algo más emocionante, mirar mis redes sociales, o tomarme una foto en el espejo. Al salir, me cruce con Julian,


—Como va la reunión— dijo con su voz grave mientras pasaba junto a mí con una copa de vino en la mano, haciendo su cuerpo hacia un lado para darme paso y continuar cada uno su camino. Pero no alcancé a contestar.

—Ese vestido debería venir con advertencia —dijo, sin mirarme directamente, como si el comentario fuera casual, apenas lanzado al aire. Y luego se alejó, dejando su aroma —a madera, a algo limpio y masculino— flotando unos segundos detrás de él.


Me tomó por sorpresa. Me giré, buscándolo, pero él ya estaba charlando con otro grupo, como si no hubiera dicho nada fuera de lugar.

Lo miré con un poco de asco.


Se movía con una confianza que no había notado antes, como si todo a su alrededor le respondiera. Sus brazos, firmes, marcaban cada vez que levantaba algo de la mesa o cortaba carne. Su risa era más grave de lo que recordaba. De pronto nuestras miradas se cruzaron desde lejos, noté que me sostenía los ojos un segundo más de lo necesario. No desvió la vista. No sonrió. Solo me miró, directo. Como si ya supiera algo que yo recién estaba empezando a entender.

Desde ese instante, me sentí observada. No acosada ni incómoda… sino visible. Como si alguien hubiera encendido una luz sobre mí, y esa luz viniera de él.

Intenté disimularlo. Me uní a una conversación entre dos mujeres que hablaban sobre sus hijos, sonreí, asentí… pero ya no escuchaba del todo. Mis ojos volvían a él cada tanto, buscándolo sin querer. Desde muy joven he preferido las experiencias sexuales con hombres mayores, esa mezcla de seguridad, madurez, desempeño y un no sé qué que siempre había generado morbo en mí. Pero era absurdo. Un solo comentario y ya me había removido por dentro algo que ahora dañaba mi paz.


Cuando nos fuimos, Julián se acercó a despedirse. Estrechó la mano de Andrés con una palmada fuerte y luego se volvió hacia mí. No hubo roce. No hubo palabras dobles. Solo me sostuvo la mirada mientras decía:


—Gracias por venir, Tatiana.


Pero lo dijo con una voz tan medida, tan profunda, que mi nombre pareció tener otro peso. Me sonó distinto, como si no lo hubiera escuchado nunca en boca de un hombre.

Caminamos de vuelta a casa, y Andrés hablaba de lo bien que la había pasado, de lo sabrosa que estaba la carne. Yo respondía lo justo, mientras mi mente volvía una y otra vez a ese comentario. Al tono. A la mirada. A cómo todo cambió con una sola frase.


Los días siguientes a la reunión fueron normales. La rutina seguía su curso: las mañanas con café, el sonido de la ducha de Andrés, mis tareas diarias en casa, alguna salida esporádica. Nada había cambiado… excepto que ahora, cada vez que cruzaba por la sala, mis ojos se desviaban hacia la ventana que daba al frente.

La casa de Julián parecía más presente que antes. A veces lo veía salir temprano, con ropa deportiva, trotando por la cuadra. O cargando cosas en la parte trasera de su camioneta. En otras ocasiones, simplemente lo encontraba de pie en su patio, con una taza de café en mano, mirando hacia la calle. Hacia mi ventana.


No siempre podía asegurarlo. A veces parecía que sí, que su mirada estaba fija en la mía. Otras veces, era yo la que se quedaba observando demasiado, intentando adivinar si había intención o casualidad en sus gestos.

Un mediodía cualquiera, lo encontré frente a su casa, solo, regando las plantas de su jardín. Yo salía a botar unas bolsas de reciclaje. Apenas salí a la calle, me saludó con esa misma voz grave y contenida.


—Tatiana.

Solo eso. Mi nombre. Y otra vez ese tono.

—Julián —respondí, tratando de sonar natural, aunque sentí que mis mejillas se encendían sin razón.

Me detuve un segundo. No había nadie más. Ningún auto pasando, ningún otro vecino en la acera. Solo él y yo, separados por la acera y algo de césped recién regado.

—Quedaste muy bien en ese vestido el otro día —dijo, sin bajar la mirada. No sonrió, no fue burlón ni atrevido. Lo dijo como si fuera un simple hecho.

Mi estómago se contrajo.

—Gracias —murmuré. Era lo único que pude decir. Su mirada era tan directa, tan limpia, que me desarmó. No era el tipo de hombre que jugaba con dobles sentidos. Él decía lo que veía. Lo que pensaba. Y eso, justamente eso, era lo que me descolocaba.

Nos quedamos en silencio unos segundos. El agua seguía cayendo en las plantas a sus pies. Su brazo sostenía la manguera con una calma que contrastaba con mi pulso acelerado.

—Bueno… me voy antes de que me echen de casa por hacerme la jardinera ajena —bromeé, intentando romper la tensión.

Ahí sí sonrió. Apenas. Pero sus ojos seguían fijos en los míos.

—Andrés no te echaría ni porque te acostaras con otro—dijo entonces, y bajó la mirada por primera vez para apagar el agua.

Yo no respondí. No sabía cómo. Me giré despacio y crucé la calle de vuelta, sintiendo su mirada en mi espalda hasta que cerré la puerta.

No pasó nada.


Desde aquella conversación junto al jardín, algo se había desajustado dentro de mí. No lo decía en voz alta. No lo escribía, no lo admitía, pero estaba ahí, latiendo como una nota grave entre las cosas cotidianas. Ahora, cada vez que pasaba por la ventana, lo buscaba. A veces no estaba. A veces sí.

Empecé a notar cosas. Que salía a trotar cuando tomaba el sol afuera. Que pasaba caminando por mi acera con su perro, justo cuando yo paseaba al mío o salía a regar las plantas. Que se demoraba unos segundos más al saludarme, como si se negara a que esos encuentros siguieran siendo accidentales.

Yo también hacía mi parte, aunque me costara admitirlo.


Me vestía mejor para ir al almacén. Me maquillaba, pensando que él podría estar afuera. Abría la cortina de la sala con más frecuencia. Y cuando él me miraba desde el otro lado de la calle, sostenía la mirada. Ya no fingía sorpresa. Ya no bajaba la vista. Comencé a verlo como lo que era, un hombre maduro que hacía que me humedeciera creando fantasías.

Una tarde, Andrés había salido a trabajar y yo estaba sola. La lavadora sonaba en la cocina, el sol entraba tibio por la ventana. Me agaché a recoger la ropa del cesto, distraída, cuando escuché un golpe suave en la puerta.

Abrí.

Julián.

Camiseta negra ajustada, una toalla al cuello, sudor en los brazos. Parecía haber terminado de hacer ejercicio. El pecho se le movía con lentitud, respirando profundo. Se tomó un par de segundos antes de decir algo, como dándome la oportunidad de admirarlo-


—Perdón que moleste —dijo al fin—. ¿Tendrás por ahí un poco de hielo? Me quedé sin nada y tengo el hombro algo cargado.

Hablaba tranquilo, pero yo sentí que me faltaba el aire al ver ese cuerpo de hombre curtido, tenso, que ahora estaba en mi puerta. Por el olor salado y limpio de su sudor. Por cómo su voz me golpeaba en el pecho, sin avisar.

—Claro, espera un segundo —dije, y me giré para entrar.

Sentí sus ojos detrás de mí. Lo sentí. Supe que me miraba de arriba abajo.

Fui a la cocina, saqué una bolsa con hielo del congelador y volví. Al entregársela, nuestros dedos se rozaron apenas. Un segundo. Una descarga.

—Gracias, vecina —dijo, y se quedó un segundo más de lo necesario. Vi que sus ojos bajaban. No de forma vulgar, no como un hombre cualquiera. Bajaban para mirarme. De verdad.

Y por primera vez, no me cubrí. No me moví. Solo lo miré de vuelta.

—¿Estás bien? —preguntó, como si notara algo en mi expresión.

—Estoy… —me interrumpí—. Sí. Solo sorprendida.

Tal vez excitada era la palabra más acorde para el momento.

—¿Por qué?

—Porque no esperaba visitas.

Sonrió, como si entendiera más de lo que yo decía.

—Yo tampoco esperaba quedarme sin hielo.


Y con eso, se giró. Caminó hacia su casa sin apuro. Yo cerré la puerta con las manos temblorosas y el corazón martillándome el pecho.

Nada pasó. Otra vez, nada. Pero ese “nada” empezaba a llenarse de todo.


Un par de días después caía la lluvia. No era fuerte, pero era constante, como si el cielo se tomara su tiempo para dejarnos sentir cada gota. La ventana estaba ligeramente abierta y el sonido de la lluvia en el tejado me había hipnotizado durante toda la tarde. Escuché unos ladridos justo cuando terminaba de salir de la ducha. Eran insistentes, urgentes. Me envolví como pude con una toalla y fui hacia la ventana. Allá estaba mi perro, Max, mojado, agitándose frente al jardín de Julián, un Yorkshire Terrier ladrando como si estuviera defendiendo su honor frente a un pastor alemán que lo miraba con desprecio tras la reja.

No tenía idea de cómo se había escapado. Abrí la puerta para salir corriendo, ya medio vestida, pero me estrelle con una silueta en la entrada. Era Julián. Con Max cargado como un niño, los dos empapados.


—Se metió hasta la entrada y no paraba de ladrar —dijo, sonriendo, su voz algo apagada por la lluvia—. Creí que era mejor traerlo de vuelta antes de que armara una guerra.

Llevaba una camiseta blanca pegada al pecho, mojada, que dejaba ver sin disimulo el relieve de su torso. Como si se tratase de un comercial de coca – cola: Vi como el agua le caía por las sienes, bajaba por su cuello, por sus brazos marcados, como en cámara lenta, generándote una sed que no tenías antes de ver el comercial.

—Perdón —dije, riendo nerviosa—. No sé cómo se salió.

—No te preocupes. No es la primera vez que un perro me mete en problemas.

Nos miramos unos segundos. El sonido de la lluvia afuera llenaba los silencios. Julián estaba a un paso de mí, su respiración más agitada de lo normal, y yo aún tenía el cabello húmedo de la ducha y la ropa pegada al cuerpo por la humedad de la piel con la que me la puse en el afán de salir corriendo.

—¿Querés una toalla? —le ofrecí, dando media vuelta.

—O una sombrilla, al menos —dijo, siguiéndome.

—Mejor una toalla. Estás empapado.

Entró. Cerré la puerta.

Me adelanté al baño y regresé con una de las toallas grandes, blancas. Se la extendí. La tomó sin quitarme los ojos de encima. Sus dedos rozaron los míos. El roce fue leve, pero me hizo inhalar más profundo de lo que quería.

—Gracias —dijo, pero no se secó de inmediato. Me miró de arriba abajo. No con descaro, sino con atención. Como si recién me estuviera viendo de verdad. Y yo… yo ya no podía fingir que no lo había notado antes. Ese cuerpo. Esa manera pausada de hablar. Esa tensión invisible cada vez que estábamos cerca y no pasaba nada… hasta ahora.

—¿Querés secarte en el baño? —pregunté. No reconocí mi voz.

Él negó con la cabeza. Dejó la toalla sobre la mesa y dio un paso. Luego otro. Yo no retrocedí.

Cuando estuvo frente a mí, me miró con una intensidad contenida. Su mano rozó mi mejilla, apenas. No fue brusco. Fue una prueba. Y yo no me aparté.

—Sabés que no debería estar acá —murmuró, la voz baja, ronca.

—Yo tampoco —susurré.

No hubo otro permiso. Ni más dudas.


Me besó con fuerza, como si llevara semanas reteniéndose. Mi espalda chocó contra la pared. Su cuerpo, húmedo y tibio, se apoyó sobre mi evitando que escapara, sentí su bulto. Sus manos me tomaron por la cintura y las caderas. Apretaba su cuerpo contra el mío. Subió sus manos por debajo de mi blusa mojada, pero no se detuvo a agarrar mis tetas, la subió totalmente hasta que la retiró. Sus labios bajaron por mi cuello, vi como inconscientemente había puesto mi mano en su nuca, apretándolo contra mí. Yo jadeaba en silencio, sin pensar en nada que no fuera esa boca, ese pecho, esa manera de tomarme como si no pudiera detenerse aunque quisiera.

Y yo tampoco quería.


Con su boca dejaba mi cuello para tomar mi clavícula, yo hacía fuerza con mi mano dirigiéndolo hacia mis senos. El entendió el mensaje, y dedico algunos segundos a chuparme los pezones y a apretar con sus grandes manos mis tetas. Me había sentado sobre el lavado, con mis piernas abrazándolo, sentí su miembro fuerte, luchando por salir de su encierro. Quise ayudar a que liberara su presión, rápidamente solté su pantalón y baje su cremallera. Sin dudar, de un solo movimiento agarre su pantalón y sus boxer y los deje caer al suelo. Como él no dejaba mis pezones, comencé a masturbarlo, sentía el palpitar en mis manos de ese trozo de carne caliente, duro… maduro.


Me bajó del lavado, me giro de frente al espejo, mi tanga cayó al suelo mientras desde atrás apretaba mis tetas. No se puso con rodeos de masturbarme o buscar mi clítoris, tampoco lo quería yo. Acercó su pene desde atrás a mi entre pierna, al mismo tiempo que yo me inclinaba para facilitarle las cosas. Comenzó a rozarme con esa deliciosa y palpitante hombría. No supe si solo quería empaparla de los jugos que salían a montones de mi o si no podía atinarle a mi entrada. Cualquiera que fuera la razón, me estaba volviendo loca. Corrientazos pasaban de un lado a otro en mi columna, mis piernas temblaban, sentía como su polla jugaba con mis labios vaginales con cada roce. Y de repente….. Ohhhh, sentí como se abría mi interior para dejar pasar a este invitado, Julian debió notar el placer en mi por ese gemido.


Fácilmente llenó mi interior con su pene, la cantidad de flujos que yo soltaba permitirían que nada tuviera resistencia. Empezó con sus embestidas fuertes, sin precaución, cada una de ellas se sincronizaba armoniosamente con el sonido de mis nalgas chocando con su cuerpo. Gemí… gemí como hace mucho no lo hacía, como hace mucho no tenía un hombre maduro dentro de mi. 


—Desde que te vi, había querido este culo— me dijo en el ajetreo, o eso creí escucharle sin pararle mucha atención. Bajo el ritmo de su bombeo, pasaba 2 de sus dedos por mi vagina, aún sin sacar su miembro de mí. Luego los pasaba por mi trasero. De inmediato supe lo que tenía en mente, el sexo anal no era nuevo para mí, pero aunque no era mi favorito, estaba dispuesta a dejar que Julian entrara por allí. Me paso sus dedos un par de veces por mi vulva buscando llevar mis jugos a mi trasero. Traté de relajar mis músculos y facilitarle la labor.


Llegado el momento ubicó la punta de su pene, bañado en mis flujos vaginales, contra mi ano. Me agarre del lavado, levante mi culo y cerré los ojos. Julián empezó a poner presión, suave pero constante. Un delicioso dolor tenue empezó a acompañarlo. Sentí como milímetro a milímetro mi ano era forzado a expandirse. Gritos contenidos buscaban salir de mi boca. El dolor crecía, y cada milímetro que entraba Julian en mi parecía ser el ultimo pues él se detenía, cosa que yo agradecía, pero uno o 2 segundos después, volvía a poner presión en mi.

Finalmente, entró su cabeza.


—Ya pasó lo peor Tati— me dio ánimos. Acto seguido puso presión de nuevo y entró toda su longitud. Se quedó quieto. Ya pudo soltar mi cadera de donde me tenía para aumentar el efecto de su esfuerzo. Puso su mano en mi espalda, como apretándome contra el lavado. Se quedo inmóvil unos segundos. Quise creer que lo hacia para permitirme adaptarme a este nuevo invasor. No fue así, de repente sonó su celular captando la escena con la camara. 


—Tienes un culo de puta madre— fue la frase que escuché justo antes de sentir como se retiraba aquel poderoso miembro de mi hasta casi salir completamente. Con la misma velocidad con que salió, volvió a entrar. Una y otra vez. Robándome gemidos de placer en cada una de las embestidas. Cada una de ellas parecía llevar más fuerza que la anterior. Poco a poco no solo la fuerza aumentaba, la velocidad también, por lo que preveía que el final de este delicioso sufrimiento pronto llegaría.

Julian metió una mano entre mi cabello, cerró el puño, y sin piedad halo mi cabeza. Me lastimaba, pero no era un dolor que no pudiera soportar, que no quisiera repetir. 


—Abre los ojos puta— escuché la orden. —Mira tú cara de placer, mira como este culo es mío—

La escena que vi frente al espejo empañado fue espectacular, ninguna porno podría capturar tan sexual actitud. Mi rostro reflejando un cansancio evidente, mi pelo mojado desordenado cayendo por mi cara, mi boca sin poder controlar la baba que me salía, mis ojos que expresaban el placer en cada embestida tratando de cerrarse cada vez que el pene de Julian tocaba el fondo de mi intestino, mi cuerpo armoniosamente resaltando cada una de sus curvas postrado sobre el lavado, y él…. al fondo él, al que vi con su cuerpo tonificado, sus brazos fuertes asegurándome de la cabeza y de la cadera, justo en el preciso momento en que sus ojos comenzaban a desorbitarse, sus venas en el cuello empezaban a marcarse y su boca se abría para exclamar un gruñido de placer mientras mi interior comenzaba a sentir el calor de su leche. Hubiera querido capturar esa escena en algo más que mi mente. 


A la mañana siguiente, el cielo seguía gris. La calle estaba mojada, y las hojas del árbol frente a casa goteaban con una calma insoportable. Puse la cafetera como todos los días. Preparé dos tazas. Serví la de Andrés con la misma rutina de siempre, dos cucharadas de azúcar, sin revolver. Como a él le gusta.


—¿Dormiste bien? —me preguntó desde la mesa, sin levantar la vista del celular.

—Sí —respondí, sin pensarlo. Como si fuera cierto.

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