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No fue que estuviera espiándolo. Juro que no. Solo buscaba un archivo viejo en su computador, una presentación de trabajo que juraba haberle pasado. Mientras revisaba su carpeta de descargas, algo me llamó la atención: una subcarpeta con mi nombre, mal escrito, como si él mismo quisiera que no la encontrara.
Andrés y yo llevamos un tiempo grabando nuestros encuentros sexuales, sin embargo, sabía con exactitud donde se ocultaba esa carpeta. Esta era diferente. Me reí al principio. Pensé que sería alguna foto mía tonta, una de esas que me toma cuando duermo o estoy desprevenida. Lo ha hecho desde siempre. A veces me lo muestra entre risas: yo con la boca entreabierta, una pierna colgando de la cama, en pijama, sin glamour. Siempre pensé que lo hacía por cariño. Por gusto. Me parecía incluso tierno.
Pero cuando abrí esa carpeta, me quedé inmóvil. No eran dos o tres fotos. Eran decenas.
Decenas.
Dormida. Boca abajo, sin nada puesto. Con mis tetas o mi coño al aire. De lado, con una camiseta vieja y sin panties. De espaldas, con la sábana apenas cubriendo la curva del culo.
Dormida, siempre dormida.
No entendía. Nunca pensé que fueran tantas. Y no solo era la cantidad. Era cómo estaban tomadas. Algunas se veían hasta artísticas. El ángulo. La luz. La intención. Muchas otras no eran inocentes. Eran muy….. explicitas. No eran para él solo. Lo sentí enseguida.
Cerré la carpeta. Apagué la pantalla.
Me hice la enojada, pero no dije nada.
No quería gritar. Quería entender.
Esa noche dormí inquieta. Me di vuelta más de la cuenta. No por él. Por mí. Porque la verdad —la jodida verdad— es que me había mojado. Y eso me asustó más que cualquier foto.
Durante los días siguientes, no dije una palabra. Él no sospechaba nada. Seguía con su rutina, conmigo, con el trabajo, con su forma de acariciarme desprevenido mientras paso cerca. Y yo… yo empecé a probarlo. A tenderle trampas.
Una noche fingí dormir más temprano. Me puse la bata de seda, esa que se abre fácil, y debajo no llevé nada. Me acosté de lado, la pierna asomando, el escote suelto, la respiración suave. No supe en qué momento exacto lo hizo, pero al día siguiente, cuando revisé el historial oculto de la cámara, ahí estaba: la foto. Mi foto. No me molestó. Al contrario. Sentí el pulso rápido entre las piernas.
A veces me dormía boca abajo a propósito. O me soltaba el cabello justo antes de meterme en la cama. Me ponía esa pijama vieja, translúcida con los años. Me quitaba la ropa interior y me tapaba solo hasta la mitad.
Lo hacía por él, pero no solo por él. Lo hacía para verme después. Para saber cómo me veía yo, a través de sus ojos.
Y sí, me gustaba. Me calentaba.
Una noche me quedé despierta más tiempo, simulando que dormía. Lo sentí acercarse. Se inclinó, suave. Respiró cerca de mí. Y luego, el clic apenas audible del celular. No me moví. Sentí la humedad entre las piernas. Se acostó. Durante algunos minutos estuve pensando, excitándome. Me toqué. Pero quería una verga, lo desperté y me corrí pensando en cómo me había mirado. Así estuve varios días. Viendo, sintiendo, fingiendo.
Hasta que encontré el correo. No era reciente. Estaba en la bandeja de enviados. Y no era para mí. Un par de fotos. Una de ellas, justo la que me tomó la noche que fingí dormir con la bata de seda. El cuerpo medio girado. El pezón apenas visible.
Y el asunto del correo: “Hermosa esta, ¿no?”
Seguido de una respuesta. Breve. Contundente.
“No me la saco de la cabeza. Me la pajeé dos veces ayer por esto. Está perfecta.”
Ahí fue donde me temblaron las piernas.
Me quedé mirando ese mensaje como si no fuera mío. Como si no hablara de mí. Pero era mi cuerpo el que él había visto. Mi cuerpo el que había usado para correrse dos veces.
Mi cuerpo el que no podía sacarse de la cabeza. No tuve tiempo de revisar mucho. Tuve que cerrar el correo. Fui directo al baño. Otra vez. Mojada. Inquieta. Me miré al espejo y me sentí distinta. No fea. No sucia. Distinta. Como si alguien me hubiera encendido desde fuera.
Esa noche no dormí bien. Me costaba dejar de pensar en lo que ese hombre había hecho viéndome. Y al día siguiente, como si algo en mí ya lo hubiera decidido sin consultarme, abrí su bandeja de entrada. Busqué el contacto. Lo tenía guardado por un nombre simple: "D." Encontré que no era solamente un contacto quien había recibido mis fotos. Andres se las había enviado al menos a 4 personas. Pero solo “D” tenía conversaciones de respuesta. No sabía qué escribir. Ni siquiera sabía cómo sonaba su voz. Pero me hice pasar por él. Como si yo fuera mi esposo.
Escribí:
“Esa te gustó, ¿eh? Tengo más. Pero no sé si puedas con todas.”
Lo envié y cerré el computador de golpe. Me fui a bañar. Tardé más de la cuenta. Me masturbé en la ducha. Fuerte. Rápido. Con rabia. Con deseo. Cuando volví a revisar, una hora después, ya había respondido:
“Dámelas. Todas. No te imaginas lo que me hiciste ayer. Me corrí pensando en cómo debe verse ese coño dormido. Lo quiero ver. Necesito verlo.”
No supe qué sentir. Me corrí otra vez leyéndolo. Sin tocarme. Solo leyendo. Y esa noche, antes de dormir, me aseguré de estar medio descubierta. De girarme en la cama, dejarme la camiseta suelta, sin nada debajo. No sabía si él me tomaría otra foto. Pero yo la necesitaba.
Al día siguiente, estuve todo el día pensando en eso. En su mensaje. En cómo se corrió pensando en mi cuerpo. En cómo lo deseaba… sin conocer mi voz, ni mi nombre. Solo la imagen sin rostro. Dormida. Desnuda. Era tan sucio. Tan caliente. Y ya no me bastaba con leerlo.
Esa noche, después de que Andrés se durmiera, me quedé en la sala con el celular en la mano.Me puse esa bata otra vez. Sin nada debajo. Me senté frente al espejo. Me miré. Y me pregunté cómo querría verme ese hombre. Cómo me imaginaba. Qué le faltaba. Qué le encendería más.
Separé un poco las piernas. La bata cayó hacia los costados, dejando ver una parte de mis pechos, el vientre, el inicio de mi sexo. Me incliné un poco hacia atrás. Respiré hondo.
Y tomé la foto.
La vi antes de enviarla.
Yo. Semidesnuda. Provocadora. Completamente consciente. No dormida. No robada.
Esta vez, elegida.
Volví al correo.
Le escribí:
“No dormía en esta. Pero me imaginé que te gustaría igual. ¿Cuántas veces te has masturbado viendo a mi esposa?”
La envié con un pequeño temblor en las manos. Y me quedé frente a la pantalla, esperando.
No tardó.
“Hija de puta… está mejor despierta. Como le has conseguido. Me la voy a reventar con esta. Me dan ganas de lamer la pantalla.”
Sentí un latido en el clítoris. Uno solo. Preciso. Eliminé el hilo de mensajes. No por miedo. Sino porque quería seguir controlando el juego. Desde el silencio. Desde la sombra.
Me quité la bata. Me senté en el piso, espalda contra la pared, las piernas abiertas. Y me masturbé pensando en sus ojos. No en los de mi esposo. En los de ese desconocido que ahora me tenía. Y que, sin saberlo, me estaba teniendo más de lo que cualquiera.
Ya había pasado casi una semana desde aquella foto. Desde la que me tomé yo misma, y le mandé como si fuera él. Y él, mi esposo, no sospechaba nada. Seguía siendo el mismo de siempre. O eso parecía.
En la noche, mientras él se duchaba, escuché vibrar su celular. Lo tenía sobre la mesa del comedor. Lo miré de reojo. Era un correo. De “D”. El mismo remitente. No me aguanté. Lo abrí.
“Hermano, tu mujer me tiene loco. No puedo sacármela de la cabeza. Decime si podemos hacer algo más intenso. Te pago. Me calienta pensar que solo vos la ves así. Quiero que camine para mí, en panties, de espaldas. Solo eso. Te transfiero lo que sea.”
Tuve que cerrar el celular rápido. El agua se detuvo en el baño. Él estaba por salir. Me senté en el sofá como si nada. Cruzada de piernas. La bata abierta, ligera. Jugando con el borde del escote. Cuando salió, lo miré como si fuera un día cualquiera. Pero no lo era. Yo sabía lo que acababa de recibir. Y él… no tenía ni idea de que yo lo sabía.
¿Que se traía? Una foto molestando ya era raro, ahora ¿le enviaría fotos mías cada vez que las pidiera? Y ¿porque? No dije una palabra. Solo le sonreí.
Y mientras él secaba su cabello con la toalla, yo pensaba: ¿Cómo lo haría? ¿Le pediría el video a escondidas? ¿Buscaría uno viejo? ¿Intentaría grabarme de nuevo sin que lo notara? O peor… ¿me pediría algo directo, fingiendo que era un juego entre nosotros? La expectativa me tenía mojada. Me había convertido en espectadora de su secreto. Pero lo que él no sabía… es que esa escena ya no era suya.
Era mía.
Pasaron dos días sin que él dijera nada. Lo observaba más callado, un poco ausente. Revisaba el celular con frecuencia, se encerraba en el estudio más de lo habitual. Y yo, por supuesto, no decía una palabra. Hasta que una tarde lo vi en el pasillo, mirándome de forma distinta. Había salido de bañarme, con una toalla corta envuelta en la cintura. Me detuve frente al espejo, como de costumbre. Me solté el cabello, me incliné para buscar una crema en el cajón. Lo escuché toser, como si quisiera anunciar su presencia. Me giré. Le sonreí.
—¿Querés algo? —pregunté, como si no supiera.
—Nada. Te vi así y… pensé que te veías muy bien.
—¿Sí? —me acerqué. Apoyé las manos en el marco de la puerta—. ¿Querés que me ponga algo especial esta noche?
Él dudó un segundo. Como si no estuviera seguro de hasta dónde podía ir.
—¿Tenés esa lencería negra...? La que tiene encaje atrás.
—¿La del encaje en el culo?
—Esa.
Fingí pensarlo.
—Dale, esta noche me la pongo. ¿Querés que me vea natural o sexy para vos?
—Natural —dijo rápido—. Como siempre estás. Como si no supieras que te estoy mirando.
Iba a grabarme.
Esa noche.
Me senté frente al tocador, me peiné despacio, como lo hacía siempre. Sentí sus pasos entrando en la habitación. No me giré. Solo me acomodé el cabello hacia un lado, dejando libre la espalda. Me incliné un poco. Me levanté, caminé despacio, descalza, con la suavidad de quien se sabe observada sin confirmarlo. La lencería negra me abrazaba como una segunda piel. El encaje marcaba los bordes de mis caderas con un descaro elegante. El hilo se perdía entre mis nalgas, y cada paso hacía que el tejido se deslizara apenas, como acariciando la piel desde adentro. No miré la cámara. No era para la cámara. Era para él. Pero fingía que no lo sabía.
Mi espalda descubierta reflejaba la luz tenue. Cada músculo sutil, cada curva, se mostraba sin pudor. El cabello suelto, algo enredado, caía por mi cuello como una invitación desordenada. Y me calentó más de lo que esperaba. En la mesita, una copa vacía de vino. La cortina se movía apenas con la brisa, levantando sutilmente el dobladillo de una bata que había dejado caer a propósito sobre la silla. Mis pasos eran lentos. No por sensualidad forzada. Sino porque me sentía cómoda.
Libre.
Mi esposo estaba detrás, quieto, con el celular grabando. Sabía exactamente qué plano tenía. Mi cuerpo de espaldas, la curva de la cintura, la forma en que mi pie izquierdo se cruzaba con el derecho al caminar. Yo llegué al borde de la cama y me incliné apenas, como si buscara algo.
El encaje se tensó. Las nalgas se alzaron. Y la tela cedió justo lo necesario para dejar entrever lo que ningún encuadre decente mostraría del todo. Era un gesto simple. Pero calculado.
Y lo sabía. Sabía que él estaría aguantando la respiración. Sabía que más tarde, al ver el video, pausaría justo allí. Rebobinaría. Vería otra vez.
Se tocaría.
No dijo una palabra. Se acercó. Me dio un beso suave en el hombro cuando apagué la luz. Sus manos me rozaron, su mirada respondía a lo que mi cuerpo le invitaba, sexo.
Al día siguiente, el video llegó a la bandeja de entrada de “D”. Sin texto. Sin aclaraciones. Solo el archivo. Tatiana caminando por la habitación, de espaldas, en lencería negra.
Natural. Lenta. Sin mirar la cámara. Como si no supiera que la estaban grabando. Exactamente como él había pedido. No pasó ni una hora antes de que respondiera. Mi esposo abrió el correo en su laptop, creyendo que estaba solo. Yo estaba en la cocina. Fingía estar ocupada, pero lo vigilaba desde el reflejo de la ventana. Él leyó en silencio. Tragó saliva. Cerró la pantalla rápidamente. Pero yo ya había visto. Más tarde, cuando no estaba, volví a abrir su laptop. Busqué el correo en la papelera.
Lo había borrado.
Ahí estaba:
De: D
Hermano… no sabés lo que me hiciste con ese video. Me la pajeé viéndola. Viendo cómo caminaba, cómo se movía… Me vine encima sin siquiera tocarme al final. No sé cómo hacés para vivir con eso todos los días sin enloquecer. Te dejo algo por esa joya. Por favor, concédeme ese deseo…. decime cuánto.
En otro correo había una transferencia adjunta. Una suma, si bien no como para solucionar cualquier problema, si como para poder darse algún gusto. Como agradecimiento. Como pago. Como promesa. Me senté frente a la pantalla, el corazón latiéndome en la entrepierna. No por celos. No por miedo. Por morbo. Porque ese hombre acababa de eyacular sobre mi imagen.
Sin saber que yo estaba leyendo cada palabra de su confesión. Y sin saber que esa mujer que había visto caminar, tan natural, tan real…no era ajena.
No era víctima.
No era inocente.
Me levanté despacio. Fui al baño. Me miré en el espejo. Y pensé: A que se refería con su “deseo”. Si dio esta suma con solo verme caminar, ¿Qué tal si me ve actuar?
Por primera vez, no era solo una fantasía ajena.
Era mía también.
--- Un par de días después ---
Volví a ver el video tres veces.
Fue una noche que casi había olvidado.
Mi esposo había puesto el celular sobre el cabecero de la cama, inclinado apenas con una cajita metálica de chicles, apuntando justo al centro de la cama. En ángulo perfecto. Yo estaba sobre él, montándolo lento, deliciosamente lento, con los ojos cerrados por estar en otro lugar, perdida en mi propio cuerpo, disfrutando cada milímetro de la fricción que generaba al hundirme y elevarme con movimientos rítmicos, húmedos, firmes. Una mezcla de placer y control que tanto disfrutaba.
Mientras mi abdomen se contraía con cada vaivén, mis dedos recorrían mi vientre. Subía despacio, pasando por el ombligo, mis costillas, hasta llegar a mis tetas. Las tomé con las palmas sin apretarlas demasiado.
El gesto era lento, casi reverente. Pasé los dedos por mi garganta, sintiendo el pulso acelerado, y luego llevé ambas manos hacia atrás.
Me tomé la nuca.
Y finalmente me enredé en mi propio cabello, hundiendo los dedos entre los mechones húmedos por el sudor.
Y ahí las dejé.
Ancladas.
Mi espalda se arqueaba con elegancia brutal, exponiendo mis senos como una ofrenda. Mi cuello expuesto, mi rostro entre placer y trance. Él con las manos en mi cintura, siguiendo esa cadencia exquisita, marcada, exacta. Solo podía sentir cómo lo envolvía, cómo lo apretaba por dentro, y al mismo tiempo lo destrozaba por fuera con esa imagen. La respiración se volvía un jadeo sordo, como si las palabras quisieran salir pero no supieran cómo.
Y mis ojos…
seguían cerrados.
Firmemente cerrados.
Como si necesitara bloquear el mundo entero para no perder ni un segundo de esa sensación que nacía entre mis piernas y comenzaba a extenderse hacia todo mi cuerpo.
Andrés lo sintió.
Dentro mío.
Cómo se apretaba.
Cómo palpitaba.
Cómo ese calor húmedo se intensificaba hasta volverse una presión deliciosa y envolvente, como una boca ansiosa que no se suelta.
El primer espasmo fue casi imperceptible. Solo un estremecimiento en mi abdomen, una contracción rápida en los muslos. Pero luego vino el verdadero oleaje. Mi cuerpo se curvó hacia atrás, arqueando la espalda hasta parecer que iba a quebrarse. Mi boca entreabierta. Mi gemido escapó como un alarido contenido, profundo, ronco, casi animal. Mis caderas temblaron. Subieron y bajaron una, dos veces más, hasta que el orgasmo me tomó entera.
Y entonces me corrí.
Con el rostro inclinado hacia el techo, el cuello extendido, los pechos firmes y agitados. Todo mi cuerpo se estremecía, desde los pies hasta los hombros. Era una onda que nacía en mi centro y estallaba hacia afuera, una descarga que me hacía respirar entrecortado, gemir en ráfagas, mover las caderas sin control.
Allí se cortó el video.
No era un video nuevo.
Y eso lo hacía más perfecto.
No me tembló la mano al editar los primeros segundos. Solo lo justo. Para que el inicio mostrara mi cuerpo, para que la entrada fuera natural. Para que él supiera que no era actuado. Que era real. Que me tenía en la palma de su mano… aunque no supiera que yo lo había puesto ahí.
Lo envíe desde el correo de Andres.
Asunto: Sabes que no está actuando
Mirala. Escuchala.
Y después decime si querés verla otra vez.
Adjunté el video.
Click en Enviar.
Luego apagué la laptop. Esta vez sin eliminar el correo. Me duché. Y me acosté junto a mi esposo. Dormía tranquilo. Respiraba hondo. Tenía el cuerpo tibio, desnudo, igual al del video. Lo acaricié por la espalda.
Sonreí.
En otro lugar, otro hombre estaba abriendo ese correo. Otro hombre me veía montándolo, tocándome, moviéndome.
Y no sabía que esa mujer lo estaba imaginando a él mientras lo enviaba.