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Celebrábamos el matrimonio de unos amigos muy cercanos. El evento tenía un aire solemne y sofisticado, como esos momentos que se sienten más organizados para ser recordados que vividos. Se realizaba en uno de los salones más lujosos de un hotel muy conocido de la ciudad. Ya había pasado toda la parte protocolaria: las fotos cuidadosamente dirigidas, las palabras emotivas que a veces rozan la impostura, y ahora, mientras se servía el almuerzo, se escuchaban las notas suaves de un piano acariciar el ambiente. Era un evento de tarde, lo que significaba que no habría fiesta nocturna ni demasiadas copas sueltas... al menos no de vino. Eso garantizaba que el final del día sería sobrio, contenido, sin escándalos. Los novios volaban esa misma noche a su luna de miel.
Para la ocasión había elegido un vestido negro, ceñido al cuerpo como una caricia larga y continua. Terminaba en una falda por encima de las rodillas, lo justo para dejar que la imaginación delatara el contorno de mis muslos. El escote, atrevido y profundo, invitaba a la mirada. Mis pechos lucían apretados, altos, juntos. El sostén no los ocultaba; los elevaba como una provocación involuntaria, como si cada movimiento mío fuera un susurro dirigido a quien se atreviera a mirar.
Y alguien miraba. Ronald, el novio.
Lo había sorprendido con la vista fija en mis tetas varias veces. No me molestaba, al contrario. Su descaro tenía algo de travieso y humano. Pero lo que sí me incomodaba era que Laura, la novia, pudiera darse cuenta y estropeara un momento que no debía tener manchas. Por fortuna, no sucedió.
Aprovechó la mínima ausencia de Andrés, mi esposo, que se levantó de la mesa, para acercarse a mí con una sonrisa.
—Tatiana, te queda muy bien ese vestido.
—Gracias —le respondí, sin cambiar el tono, aunque mi mirada fue directa—. Pero no deberías estar mirándome así... Laura se va a molestar.
Se quedó en silencio, como si recién comprendiera que había sido descubierto más de una vez. Yo lo sabía, lo había notado, y él también entendió que ya no podía fingir distracción.
—Y Andrés también podría verte —agregué. Aunque la verdad era que a mi esposo eso no le habría molestado en absoluto. Pero Ronald no tenía cómo imaginarse la dinámica real de mi relación.
—Solo hago un cumplido... a quien nunca quiso ceder ante mis encantos —dijo después de uno o dos segundos de pausa. Había una mezcla de humor y nostalgia en su frase. Y tenía algo de razón. Nunca accedí a coquetear con él, ni antes, ni ahora. Por un lado, porque cuando lo conocí ya salía con Laura. Por otro, porque... siendo sincera, tampoco tenía tantos encantos como él creía.
—Tus encantos —repetí con cierta ironía— nunca estuvieron disponibles solo para mí. Tú solo buscabas aventuras. Y yo nunca le habría faltado el respeto a Laura.
—Tengo encantos que siempre estarán a tu disposición —soltó, levantándose con una seguridad que no supe si era real o fingida.
Me quedé con su última frase resonando en el pecho. ¿Era tan descarado como para insinuar una aventura el mismo día de su boda? Me sorprendió... me indignó... pero también me encendió. No pude quitarme la idea de la cabeza. ¿Sería capaz de hacerlo? ¿Le pondría los cuernos a su recién estrenada esposa... conmigo?
Las preguntas se fueron deslizando por mi mente como dedos bajo la ropa. Y de pronto, las imágenes comenzaron a reemplazar a las dudas: su boca sobre la mía, sus manos en mi cuerpo, la tela de mi vestido alzándose en algún rincón escondido del hotel.
Mi tanga empezó a humedecerse. La humedad era tibia, espesa, como una promesa no dicha. Y mientras en la mesa todos hablaban de banalidades, yo imaginaba lugares posibles: ¿Dónde lo haríamos si se lo dijera? ¿Cómo? No podíamos salir del hotel sin levantar sospechas. Entrar juntos al baño sería obvio. Era imposible. Era ridículo.
Pero la idea ya estaba sembrada, como una chispa encendida en la entrepierna.
Cada vez que Laura se giraba, cada vez que él encontraba mis ojos, nos lanzábamos insinuaciones sin palabras. Ronald no dejaba de hacerme cumplidos camuflados entre frases inocentes. Y yo... ya no podía pensar con claridad.
—Si tan solo me hubieras dado la oportunidad de...
—¿De qué? —lo interrumpí, mirándolo con picardía—. ¿De tener sexo sin compromiso? Hablas mucho, pero sé que no eres capaz de ponerle cuernos a tu esposa.
Lo reté, sin levantar la voz.
—No sabes de lo que sería capaz —respondió sin pensar.
—¿Aquí? ¿Ahora?
Sentí que el corazón me golpeaba el pecho. Las piernas, como si perdieran fuerza, temblaron bajo la tela del vestido.
—Si lo quieres... buscamos dónde —dijo, algo atónito, pero firme.
—No te desgastes. Por un lado sé que no hay cómo... sin que se den cuenta. Y por el otro, solo hablas y no eres capaz.
Mi respuesta salió más rápido que mi consciencia. Estaba sorprendida de lo fácil que me resultaba ser tan puta. No solo aceptaba una propuesta que él apenas insinuaba, sino que además parecía rogar que sucediera.
En esos últimos segundos de conversación, sentí cómo mi cuerpo lubricaba más que con cualquier juego previo. Mi vestido empezaba a parecerme delator. Como si pudiera mojarse, oscurecerse, marcar mis ganas. Se acercó a mi oído, tan cerca que sentí su respiración rozarme la piel.
—Te espero en la entrada de la cocina, en cinco minutos.
Se fue. Primero hacia Laura, como quien nada debe, y luego hacia uno de sus amigos, quizás su cómplice. Salieron por la puerta principal como si fueran al baño o a fumar.
Esperé un par de minutos, me incliné hacia Andrés y le dije que iría al tocador. La entrada a los baños y la de la cocina estaban en la misma dirección, justo detrás de él. No me costó desviarme sin que lo notara.
Avancé por el pasillo con el corazón golpeándome el pecho como si quisiera salirse. Cada paso que daba me parecía una traición, una locura, una decisión irreversible. Pero no me detuve. Lo encontré en la entrada del área de cocina, de pie junto a un carrito de servicio, como si fuera parte del personal. Llevaba la chaqueta abierta, sin corbata, el primer botón de la camisa desabrochado. Sus ojos me dijeron más que cualquier palabra: me deseaba con una urgencia tan impúdica que me sentí desvestida con solo esa mirada. Sin decir nada, me tomó de la mano y me guio por una puerta lateral. Caminamos entre pasillos de acero inoxidable, platos amontonados, bandejas con restos de comida. Nadie nos detuvo. Nadie pareció notar nuestra presencia. Era como si el mundo se hubiera disuelto en una única dirección: adelante, hacia lo prohibido.
Entramos a un ascensor de servicio, había una mesa con ruedas, de esas donde llevan la comida, presionó el botón del último piso y justo al cerrarse las puertas se abalanzó sobre mí. Me golpeó contra la pared del ascensorcon esa violencia contenida que no es agresión, sino urgencia, hambre. Sus labios se estrellaron contra los míos, y le respondí con la misma ferocidad. Me besó como si necesitara devorarme para sobrevivir, como si estuviera acumulando años de deseo contenido en un solo beso. Y yo lo permití. Peor aún: lo alenté, mientras llevaba sus manos a mi culo y lo apretaba firmemente. No sabía dónde se abrirían las puertas y quien pudiera estar allí cuando pasara, pero no me importaba. Ronald bajó el cierre de mi vestido en la espalda y pronto sacó mis brazos y mis tetas de él, seguimos besándonos mientras él soltaba el cinturón de su pantalón y yo terminaba de bajar mi vestido y pronto quedé solo en tanga y sostén. Puse mi mano sobre su bóxer sintiendo la bestia que luchaba por ser liberada.
Con sus dedos corrió mi tanga para un lado y comenzó a estimular mi clítoris, que por un lado no estaba muy escondido y por el otro estaba escurriendo en mis jugos vaginales. Me sentía en el cielo y había perdido la noción del tiempo, metí mi mano entre su bóxer, tenía la verga muy dura, comencé a masturbarlo, mientras él me masturbaba, eché mi cabeza para atrás y me dediqué a disfrutar. Mientras eso sucedía, sacó mis senos del sostén sin tener que soltarlo, comenzó a lamer uno de mis pezones y a pellizcar tiernamente el otro. De repente se abrió la puerta del ascensor, habíamos llegado al último piso, este pasillo ya no era de servicio, pero no había nadie. Colocó el carrito de comidas en la puerta, de manera que no pudiera cerrarse.
Me giró dándole la espalda, me apoyó contra el espejo con las manos abiertas. Bajó mi tanga con un solo tirón, y se agachó detrás de mí. Sentí su lengua abrirse paso entre mis labios, lamiéndome lento al principio, con un movimiento circular y preciso, como si quisiera saborearme hasta el último rincón. Yo, solo trataba de levantar mis nalgas para facilitarle el paso.
—Mmm… no puedo creerlo —murmuró mientras me abría con los dedos y enterraba la lengua más adentro.
No supe si gemí o grité. Lo que sí supe es que mi cuerpo ya no me obedecía. Me aferré a la puerta, con los ojos cerrados, la respiración desbocada, las piernas a punto de colapsar. Me lamió con una habilidad que no le conocía, como si hubiera estado esperando toda su vida ese momento. Gemía, con tal intensidad que mi cabeza ya había perdido la fuerza y se recostaba contra el cristal. Se levantó, con su mano apuntó su pene a la entrada de mi vagina y de un solo empujón me lo metió todo. Comenzó sus embestidas, tan deliciosas como inolvidables. Me tapó la boca, me llenaba con fuerza, con rabia, con una desesperación que me excitaba aún más. El sonido de su piel golpeando contra mi trasero se mezclaba con mis jadeos ahogados, con el rechinar de la puerta contra el carrito y el olor intenso del sexo húmedo y sucio.
Me apretaba las caderas con ambas manos, y cada vez que entraba en mí lo hacía más profundo, más violento, más decidido a marcarme. Yo empujaba contra él, queriendo más, necesitando más. Poco o nada me importaba que alguien nos escuchara, cada embestida se sincronizaba con el sonido de mis nalgas siendo golpeadas por su cuerpo. Mi cuerpo se tensó, un espasmo recorrió mi vientre, y me corrí como una maldita. Me corrí de verdad, con un temblor que me sacudió desde adentro, apretando su verga con fuerza mientras él gemía detrás de mí. Esos gemidos que comenzaron a hacerse cada vez más y más fuertes, cada vez más y más cortos y cada vez más rápidos, pronto comenzaría a sentir sus descargas dentro de mí, y me preparé para disfrutarlo, pero no era su plan.
Sacó toda su verga, me giró frente a él y me acostó en el piso. Mi cabeza quedó levantada y recostada contra la pared. Abrió sus piernas, se arrodilló dejándolas de lado y lado de mi cuerpo, acomodó nuevamente mi sostén y por debajo de él metió su verga que vi salir por entre mis tetas cerca de mi mentón. Con lo lubricado que le había dejado mi vagina, no tuvo ningún inconveniente en deslizar su pene entre ellas. Comenzó nuevamente su movimiento, ahora yo veía como aparecía y desaparecía su hombría de entre mis tetas, las cuales gracias al sostén no tuve que apretar, así que mis manos lo tomaron de las nalgas, que se ponían firmes cada que empujaba hacia adelante, ahora era yo la que lo sostenía con fuerza para que no escapara.
— ¡Que ricas tetas! — decía y se le cortó la frase cuando llegó al orgasmo y su primer chorro de semen alcanzó a caer en mi mentón.
Mientras eyaculaba, su leche caliente caía en mi cuello y pecho, lo último de su semen lubricaba el túnel generado entre mis tetas, por el cual aún se desplazaba esa verga que vi aparecer finalmente para quedarse quieta esta vez, reposando en su lugar, embadurnada de su esperma que se había confundido con mis líquidos.
Ronald permaneció allí unos segundos mientras recuperó sus fuerzas.
—Cada que tengas ganas me avisas, zorra. Debo volver— dijo mientras me ayudaba a levantar y me sacaba del ascensor. Se limpió con la tanga que minutos antes me había quitado, la tiro a un lado, y entró al ascensor.
Volví a pedir el ascensor y me arreglé mientras éste llegaba con la misma tanga empapada de los fluidos de ambos, velando porque no me quedara alguna evidencia y la bote a la basura. Al llegar abajo ya había gente despidiéndose, vi a mi esposo hablando cómodamente y sonriendo con una mujer y cuando me vio le cambió el semblante, seriamente se acercó a mí y dijo que era hora de irnos, con lo que asusté mucho.
—¿En qué te entretuviste tanto? — Me preguntó cuando estuvimos en el auto.
—Estuve hablando con Ronald, estaba asustado por su nueva vida de casado, tú sabes que él siempre fue terrible con las mujeres. ¿Pasa algo? —le pregunté temerosa de su respuesta.
—Al pobre Ronald le deben estar armando espectáculo, tú sabes cómo es Laura, y se dio cuenta de su prolongada ausencia y seguro le sintió aroma a mujer porque escuche algo de su reclamo. Tu……. — me volteó a mirar mientras pensaba si hacerme la pregunta.
—Lo abracé — le dije interrumpiendo su pensamiento —le deseé éxitos en su matrimonio y que podía contar con nosotros en cualquier momento. Es más tengo pensado invitarlos a cenar cuando vuelvan de su luna de miel.