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Trataré de hacer esta historia corta.
Tomé un bus. Tenía que viajar a otra ciudad, y consideré que era mejor hacerlo de noche, así no sufría tanto el trayecto. Mientras me iba quedando dormido, empecé a chatear desde el celular y, sin darme cuenta, recordé a una amante a la que no veía hacía tiempo: Claudia. Una mujer de la que ya he escrito antes y con la que fantaseaba volver a encontrarme.
Le escribí simplemente para saludar, para ver si respondía. Y lo hizo. Muy efusiva y cariñosa, como siempre. Al contarle que iba camino a su ciudad, se entusiasmó. Me preguntó por mi itinerario, pero al ver que estaba bastante ocupado, optó por proponerme directamente: “¿Por qué no llegas directo a mi casa y al menos desayunamos?”
No me pareció mala idea, en serio, no le vi malicia. Así que acordamos eso… y me dormí el resto del viaje.
Me despertó el conductor anunciando la llegada. Le avisé a Clau por mensaje y tomé un taxi. Sinceramente, tenía hambre. Al llegar a su casa, me anuncié. Toqué el timbre, y me abrió Claudia… vestida con un baby doll negro impresionante, que exaltaba sus senos grandes y apetitosos, que acentuaba sus caderas y que, sin duda, me imploraba quitárselo.
Apoyada en el marco de la puerta, me dio la bienvenida. Se acercó a mí tiernamente y me besó con tal hambre que lo único que atiné fue a dejar caer la maleta, cerrar la puerta tras de mí y dejarme guiar hasta su cuarto. Me sentó delicadamente en la cama y se subió encima de mí. Me besaba suavemente mientras me tomaba del pelo. Yo recorría su cuerpo con las manos, intentando desnudarla... aunque algo dentro de mí solo quería contemplarla, admirar la sensualidad que exudaba tan íntimamente vestida.
Sintió mi excitación; se frotaba sobre mi verga. Rápidamente me quitó el pantalón, el bóxer, y comenzó a lamerme. No hablaba, no dudaba, solo actuaba. Yo gemía, estaba muy caliente, y esta mujer es una maestra del sexo oral. Lamía, ensalivaba, tragaba… Yo terminé de desnudarme, la tomé de la cara, la besé, y agarrando mi verga, comencé a sobarla contra su panty, que ya estaba visiblemente húmedo. Lo corrió solo un poco, lo justo para que la cabeza roja de mi pene pudiera acariciarla como quería.
Seguimos frotándonos unos segundos, mientras yo me hundía en sus tetas, lamiéndolas y mordiéndolas. Ella sonreía, empezaba a gemir y a decir esas groserías que, en su boca, suenan divinas. Tomó aire, me agarró la verga con fuerza y la introdujo en su concha chorreante. Empezó a cabalgarme con ese ímpetu que solo el deseo contenido puede liberar. Yo, aferrado a sus tetas, la acariciaba, me dedicaba a sus pezones. Ella solo sentía cada centímetro de mi verga penetrándola, cerraba los ojos y me puteaba: “¡Querido hijueputa, casi que no vienes… dame toda esa verga, hijueputa!”
Yo solo obedecía. ¿Qué más se puede hacer en ese momento?
Ella aceleraba la cabalgata, mi verga se preparaba para explotar. Me giré y la acosté. Quería elevarle las piernas, clavarla más profundo, tener más control, ver su cara de placer, hacerle rebotar las tetas con cada embestida. Tenía muchas ganas de llenarla de leche, pero… ¿cómo no derramarme en esas tetas que tanto me daban placer? Le pregunté, y su respuesta fue obvia:
“En la boca. Me la quiero tragar.”
Así que saqué mi verga y la metí en su boca como pude. Ella succionaba con toda su fuerza, me hizo venir delicioso… y no dejó escapar ni una gota. Una golosa. Una maestra.
Terminó de lamerme, me besó y se levantó. Desde la sala me dijo:
—Se te va a enfriar el desayuno.
Sorprendido, me vestí a medias y salí.
—Come rápido —me dijo, con una sonrisa pícara—, que vamos por el segundo.