Guía Cereza
Publicado hace 1 semana Categoría: Microrrelatos 105 Vistas
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La lluvia seguía cayendo, pero el frío ya no existía. El calor de su boca, de su piel, había desplazado todo. Carolina levantó lentamente la mirada, con la boca apenas humedecida por el deseo. Se incorporó sin prisa, como quien no tiene apuros ni culpas, y se sentó a horcajadas sobre mí.

La camiseta seguía puesta, pero la humedad ya había hecho su trabajo: la tela se pegaba a su cuerpo, delineando sus pechos, marcando los pezones duros que pedían atención. Ella notó mi mirada, y sin dejar de sonreír, se llevó las manos al ruedo de la camiseta y la levantó lentamente, como si el tiempo se pudiera estirar.

No fue una muestra vulgar ni apresurada. Fue un acto íntimo, casi ceremonial. Cuando la camiseta cruzó su cabeza, dejó al descubierto la plenitud de sus senos oscuros, firmes, con aureolas grandes y sensuales, que parecían esperarme.

—¿Le provoca algo más que café, veci? —susurró, mientras tomaba mi mano y la guiaba hasta su cintura.

Asentí en silencio, sin poder apartar la vista de ella. Me incliné, y mi boca encontró uno de sus pezones. Lo besé primero con devoción, luego con hambre. Sentí cómo se estremecía al contacto, cómo su respiración se aceleraba.

Ella comenzó a moverse suavemente sobre mí, rozándose contra mi erección con un ritmo lento, preciso, como si supiera cada punto exacto de fricción. No era sólo sexo, era una danza: mis labios en su pecho, sus caderas buscando placer, nuestras respiraciones entrecortadas como una melodía compartida.

Carolina me abrazó por la nuca, acercándome más a su piel. Su cuerpo era un mapa, y yo lo exploraba con la boca, con las manos, con la entrega de quien no quiere llegar al destino, sino perderse en el viaje.

Carolina seguía moviéndose lentamente sobre mí, su cuerpo cálido y firme, su respiración desbocada al ritmo de nuestras caricias. Sus senos seguían frente a mi rostro como un regalo que no quería dejar de explorar, pero mis manos comenzaron a descender por su espalda, por la curva perfecta de sus caderas.

La tomé por la cintura, con suavidad, y la giré con cuidado, haciéndola recostar sobre el sofá. Su cabello se desplegó como una nube oscura sobre el cojín, y sus ojos brillaban con la confianza de quien se sabe adorada. No dijo nada; no hacía falta. Solo se mordió el labio inferior mientras me observaba bajar por su cuerpo.

Mis labios recorrieron su cuello, su clavícula, su pecho nuevamente, pero con besos más lentos, más húmedos. Mi lengua trazaba caminos, dejando estelas de calor. Mis manos abrían paso con ternura por sus muslos tensos, mientras ella separaba las piernas en silencio, entregándose sin reservas, con la certeza de que sería cuidada en cada gesto.

Me detuve entre sus muslos y respiré el aroma de su deseo. La miré una última vez, y ella asintió apenas, con una sonrisa temblorosa que mezclaba placer, entrega y expectativa.

Entonces comencé.

Mi boca se posó con devoción, como si la besara por primera vez. La lengua se movía despacio, sin buscar atajos. Jugaba, exploraba, saboreaba. Ella se arqueó suavemente, con un gemido breve y contenido. Su mano buscó mi cabello, guiando el ritmo, pidiéndome más.

Y yo le di más.

Con cada movimiento, con cada roce, su cuerpo respondía como un instrumento perfectamente afinado. Cambiaba el ritmo, alternando entre presión y suavidad, entre caricias sutiles y momentos de intensidad que la hacían soltar suspiros largos, profundos. Ella murmuraba mi nombre entre dientes, con una voz ronca que ya no reconocía como suya.

Sus caderas se alzaban buscando más contacto, más profundidad, pero yo me tomaba mi tiempo. Quería que cada segundo le quedara tatuado en la piel. Le hice el amor con la boca como quien compone un poema: lento, exacto, honesto.

Hasta que su cuerpo comenzó a temblar, y sus dedos se aferraron a mí con fuerza. Un gemido contenido le escapó del pecho, y entonces supe que había llegado. No se derrumbó; floreció. Su cuerpo se expandió sobre el sofá, brillando de sudor y alivio.

Me quedé allí unos segundos más, besando sus muslos, dejándola volver del borde. Ella bajó la mirada, con la sonrisa más tranquila del mundo.

—Veci… —dijo entre jadeos— con usted, hasta la lluvia sabe distinta.

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🍒 Pregunta Cereza

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