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No suelo recibir mensajes de ella. A veces un emoji, una risa, una historia comentada… pero esa tarde, el tono cambió.
“Estoy en el Mirage, habitación 304..."
Leí el mensaje dos veces. No había espacio para dudas ni para preguntas. Solo había una dirección y una promesa enmascarada. Me levanté sin responder, el corazón golpeándome en el pecho y una mezcla de sorpresa, nervios y deseo empujándome a cada paso.
Llegué al motel más rápido de lo que creía posible. Toqué la puerta. No pasaron ni dos segundos antes de que se abriera. Ella estaba ahí, con una bata de satén entreabierta, sin preocuparse en cubrir demasiado. Me miró de arriba abajo con esa sonrisa que mezcla experiencia y hambre, y antes de que pudiera decir cualquier cosa, me tomó de la camiseta y me hizo entrar.
—Cállate. No quiero palabras, quiero tu cuerpo —me dijo al oído, con ese tono grave que me derritió las piernas.
Me empujó contra la pared y bajó mi pantalón con una determinación que no admitía resistencia. Sus manos fueron directas, su boca, aún más. El calor, la lengua, la presión... cada segundo se sentía como si me reclamara, como si me castigara por no haber venido antes.
Me sostuvo con firmeza mientras jugaba con cada reacción mía, mientras lamia con descaro, mientras salivaba de placer, disfrutando el control, mirándome con picardía mientras se aseguraba de tenerme justo como quería. Cuando ya no podía más, me llevó a la cama, me empujó hacia atrás y se subió encima como si fuera su trono.
No había espacio para caricias dulces ni palabras románticas. Se movía con ritmo y fuego, buscando su placer, usándome con descaro. Yo apenas podía seguirle el paso; estaba en sus manos, literalmente, y en su juego. Se movía con rudeza, se mordía los labios y apretaba sus tetas, jugosas tetas que no me permitió agarrar, solo podía agarrarla de los muslos, mientras su vaivén encharcaba mi pelvis.
Cuando notó que estaba por llegar al límite, se detuvo. Me miró con esa sonrisa canalla, se levantó lentamente y con un movimiento preciso, dejó que todo terminara… sobre mí.
—Perfecto —dijo mientras se agachaba, tomaba un poco con el dedo y lo pasaba por sus labios—. Dulce, pero aún le falta calle...
Me limpió la cara con una toallita húmeda, se volvió a poner la bata, y caminó hacia la puerta.
—La habitación ya está paga. Usala para... recomponerte...
Y salió. Dejándome ahí, aturdido, medio vestido, con el cuerpo temblando… y la ropa mojada con mis propios restos...