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Desde aquella tarde en el motel, no pude sacarla de mi cabeza. Su olor, su peso sobre mí, su descaro… pero sobre todo, ese momento final en que me dejó ahí, solo, como si yo hubiera sido solo un objeto para su antojo.
Y lo había sido.
Pasaron unos días. No le hablé. No dijo nada. Pero yo ya tenía el plan trazado. No buscaba revancha. Quería volver a verla, pero en mis reglas… o al menos, bajo mi techo.
Le escribí un mensaje corto: "Hoy cocino yo. 8 pm. No preguntes qué hay de cena. Solo ven con hambre."
Llegó puntual. Siempre tan segura. Un vestido entallado, falda hasta la mitad del muslo, tacones firmes, y ese cabello crespo cayendo en ondas libres por sus hombros. Su escote insinuaba, pero no rogaba. Sabía que yo miraría. Y lo hice.
Cuando abrió la puerta, su ceja se arqueó apenas. Me encontró completamente desnudo. Sin ropa, sin excusas. Pero actué como si nada.
—Pasa, estás en tu casa. ¿Vino o prefieres algo más fuerte?
Ella no dijo una palabra. Caminó despacio, sus ojos bajaron a mi entrepierna, luego volvieron a mi cara. Sonrió apenas, como quien encuentra una trampa, pero decide meterse igual. Se sentó en la mesa con la elegancia que solo da la experiencia. Yo serví la comida como si estuviera vestido de gala. Conversamos. Comimos. Le conté cosas sin importancia, escuché sus anécdotas con atención. Pero sus ojos... no dejaban de recorrerme. Ella intentaba disimularlo, pero yo lo sentía: la forma en que sostenía el tenedor, cómo cruzaba las piernas, cómo apretaba los labios carnosos con cada bocado. El deseo estaba ahí, como un perfume invisible que llenaba la habitación.
Cuando terminamos, recogí los platos, lavé un par, limpié la mesa. Ella seguía sentada, con la espalda recta, las piernas cruzadas, expectante. Me acerqué, sin decir nada, y me paré justo a su lado, dejando mi miembro a la altura exacta de su rostro.
—¿Algún postre? —pregunté, sin cambiar el tono casual.
Ella giró el rostro hacia mí, lenta, felina. Me miró a los ojos por un segundo, luego bajó la mirada y, sin decir una sola palabra, lo tomó con una mano y lo acercó a su boca.
No lo devoró. No se apresuró. Lo lamió, suave, como si se tratara del helado más caro del mundo. Sus labios cálidos, húmedos, rodeaban la punta con precisión, con juego, con intención. La lengua dibujaba círculos, lentos, saboreando cada reacción mía. Y yo, inmóvil, respirando profundo, sin gemir, sin cerrar los ojos. La dejaba hacer.
Cuando ya estaba duro, palpitante en su boca, me aparté. Sin explicaciones.
Ella me miró, entre confundida y encendida.
—¿Te estás vengando? ¿Me vas a dejar así?
No respondí. Solo tomé su mano, la llevé a la sala y me senté en el sofá.
—Empótrate —le dije, mirando directo a sus ojos—. Aquí. En mí. De espaldas. No te desnudes. Quiero verte con la falda a medio levantar. Quiero ver cómo se marca tu culo cuando me cabalgues.
Su respiración cambió. Se quedó quieta unos segundos, como procesando el tono de mi voz… o quizá excitándose con él.
Se dio vuelta. Lentamente subió su falda justo hasta la mitad, revelando esas caderas anchas que tanto me torturaban en la memoria. Se subió sobre mí sin hablar, guiándose con la mano, y dejó que su cuerpo me envolviera con lentitud… y firmeza. Su boca soltó un pequeño suspiro apenas audible, pero yo lo sentí vibrar.
Y entonces empezó a moverse. Con ritmo. Con hambre contenida. Yo tenía sus caderas justo frente a mis ojos, su falda levantada como una bandera, ondeando cada vez que subía y bajaba. Sentía su piel, el calor entre sus piernas, el temblor en sus muslos.
Cada vez que se inclinaba hacia adelante, la tela se pegaba más a su figura, dibujando ese trasero firme que subía y bajaba como en un ritual. Yo la sostenía por la cintura, firme, marcando el compás con mis manos. Ella se movía como si supiera que el mundo se acababa mañana.
En ese momento, no existía más nada. Solo su falda, mi sofá, y el rechinar sutil del cuero bajo nuestros cuerpos. Su respiración cada vez mas agitada me excitaba mas, las palmadas empezar, ese culo sonaba como el cielo, mis manos en su cintura no podían evitar subir a explorar ese escote maravilloso, así que dejamos salir esas tetas que pedían aire, que pedían mis manos. La velocidad aumento, el sonido de los cuerpos golpeándose mataba el silencio nocturno, mi orgasmo iba a llegar, ese culo debía recibirlo, pero en un instante de desconcentración, esta maravilla de mujer se gira y abraza mi verga con su deliciosa boca... cada gota que salió, se quedo en su boca y aun así, succionaba por más.
Se tumbo en el suelo mirándome, con su vestido a medio poner y sus piernas abiertas, yo derrumbado en el sofá, solo acate a decir —Ahora sin ropa!