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"Uniforme, Deseo y Secretos del Pueblo"
Narrado por la Comandante Valeria Soto
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1. Quién soy yo
Tengo 22 años. Me llamo Valeria Soto, y desde hace unos meses soy la comandante de policía más joven que ha tenido esta región. Mido 1.68, cuerpo atlético por formación, caderas marcadas, piernas firmes, y un busto que más de una vez ha provocado distracciones en medio del entrenamiento. Mi cabello es negro, largo, usualmente lo llevo recogido con una coleta que asoma bajo la gorra del uniforme. Mi mirada, según algunos, tiene ese "algo" que mezcla autoridad y deseo.
La tela ajustada del pantalón azul resalta cada curva. El cinturón táctico abraza mi cintura, y el chaleco, aunque pesado, no logra ocultar cómo se endurecen mis pezones con el frío de la mañana… o con ciertas miradas.
Llegué a este pueblo para imponer orden. Pero los únicos que terminaron poniéndome en mi lugar… fueron ellos.
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2. Don Fabio, el herrero
Era mi primera semana. Don Fabio, de unos 68 años, cuerpo ancho, barba cerrada con algunas hebras blancas y brazos que parecían hechos de piedra y fuego, me recibió con una mirada que no era tímida, sino lenta… como si me estuviera desnudando sin vergüenza.
—Comandante, si alguna vez se le atasca su arma o su cerradura, ya sabe dónde estoy.
Una mañana pasé por su taller. El sonido del martillo sobre el yunque tenía un ritmo casi hipnótico. El sudor bajaba por su pecho descubierto, marcado aún por años de trabajo físico.
—¿Le molesta el calor? —le pregunté.
—Depende… a veces, el calor es justo lo que hace falta.
No sé qué me impulsó, pero entré. Él se acercó, sucio de hollín, pero con una energía que me hizo temblar. Se puso detrás de mí y colocó sus manos grandes sobre mis hombros. Yo no me moví. Su voz grave rozó mi oído.
—No tiene idea de lo hermosa que se ve con ese uniforme.
Su mano bajó lentamente por mi brazo, firme pero sin agresión. Lo sentí, lo permití… y lo deseé.
Esa mañana, su taller fue testigo de algo más que metal forjado. Fui yo la que se fundió bajo sus caricias. No hubo palabras, solo jadeos ahogados, respiraciones calientes contra mi cuello y un deseo tan contenido que explotó como una chispa en seco.
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3. Don Salvador, el del viñedo
Don Salvador, de 70, pero conservado como un buen vino, tenía las manos del agricultor y la lengua de un poeta. Me invitó a conocer sus viñas, y acepté, con la excusa de “mantener relaciones comunitarias”.
El atardecer teñía el cielo de rojo, y el aroma del vino fermentando flotaba en el aire. Me ofreció una copa. Sus dedos rozaron los míos al entregarla. Un toque sutil… y eléctrico.
—En este pueblo, todo madura con tiempo… como el deseo —me dijo, mirándome a los ojos mientras tomaba un sorbo.
Me llevó a su bodega. El ambiente era fresco, húmedo. El silencio solo era interrumpido por nuestros pasos. Me apoyé contra una barrica y él se acercó. Me rodeó con su brazo, sin tocarme del todo. Su proximidad era el pecado más delicioso que había sentido.
—Usted es fuego, Valeria… y yo tengo años aprendiendo a no quemarme —susurró.
Pero ese día nos incendiamos. Sus labios, suaves y sabios, encontraron mi cuello. Su mano recorrió mi cintura con una precisión casi adictiva. Su experiencia era una danza. No hubo apuro. Cada roce era una provocación. Y cuando finalmente me tomó entre sus brazos, sentí que todo mi cuerpo vibraba en un solo compás.
No fue un encuentro. Fue una cata de sentidos. Y me dejó embriagada por días.
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4. Don Ernesto, el maestro retirado
Lo conocí durante una ceremonia cívica. Su porte aún militar, espalda recta, mirada filosa y voz pausada. Su cabello gris impecablemente peinado, su camisa blanca con olor a menta y papel viejo.
Una tarde me invitó a su casa, a leer sobre la historia del pueblo. Yo sabía que buscaba algo más… y no pensaba negárselo.
Me senté en su sala, las piernas cruzadas, mientras él me mostraba fotos antiguas. Sentí su mirada clavada en mis muslos, apenas cubiertos por la falda del uniforme que solo usaba en actos oficiales.
—¿Sabía que esta casa fue usada como refugio durante la revolución? —preguntó, colocándose detrás de mí.
—¿Y quién se refugiaba? —susurré sin girarme.
—Mujeres valientes… como usted.
Su mano se apoyó en mi hombro. Me giré despacio. Nuestros rostros a centímetros. Lo besé. Yo. Porque necesitaba probar esa elegancia, ese autocontrol que sabía esconder una tormenta.
Nos fundimos en el sofá, entre libros abiertos y cortinas cerradas. Su lengua me leía como si fuera su texto favorito. Su voz grave se convertía en gemidos contenidos. Y su cuerpo, aún fuerte, me sostuvo con firmeza mientras mi uniforme caía al suelo, pieza por pieza.