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"Uniforme, Deseo y Secretos del Pueblo" – Parte 2
Narrado por la Comandante Valeria Soto
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5. Don Ramiro, el mecánico
El taller de don Ramiro era el último antes de salir del pueblo. Un sitio cubierto de grasa, metal y olor a gasolina quemada. Él, de unos 67, llevaba siempre una camiseta vieja que no ocultaba nada: su pecho aún fuerte, el abdomen marcado por años de esfuerzo y una voz ronca de tanto fumar y reír.
Una mañana, mi patrulla tuvo un problema con el encendido. Fui a buscarlo.
—¿No será que el motor no quiere arrancar por quien lo conduce? —dijo con una sonrisa ladeada, mientras se agachaba para revisar el motor.
La imagen de su espalda ancha y sus manos moviéndose con destreza entre engranajes me hizo tragar saliva. Cuando salió de debajo del capó, su rostro estaba salpicado de aceite.
—Voy a tener que meterle mano bien a fondo, comandante.
—¿A la patrulla… o a mí? —me escuché decir.
Nos quedamos en silencio. Sus ojos ardían.
Terminamos dentro del taller, entre herramientas, sudor y besos hambrientos. Me levantó con facilidad, apoyándome contra la pared. El olor a aceite mezclado con su aliento caliente me hizo perder el control. Era rudo, directo, viril. No hubo sutilezas, solo el lenguaje crudo del deseo satisfecho.
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6. Padre Julián
Nadie espera mirar al sacerdote con deseo. Pero cuando vi a padre Julián en la misa del domingo, entendí que incluso la fe puede tener tentaciones. Él rondaba los 66, de rostro amable, voz pausada y unos ojos que, aunque humildes, tenían un brillo que no podía ignorar.
—Comandante, sería bueno que viniera a confesar algunas cosas —me dijo un día, en tono tan suave que dolía.
Fui a la iglesia por la tarde. La nave vacía. Silencio sagrado.
Me senté en la banca de madera, y él se colocó a mi lado. Sentí su mano sobre la mía. Temblaba.
—El pecado no siempre es el acto… a veces es el deseo —susurró.
—Entonces, padre… estoy perdida.
No fue un encuentro carnal. Fue una conexión psíquica. Sus palabras, su forma de mirarme, su autocontrol quebrándose poco a poco. No me tocó más que la mano y el rostro. Pero esa noche, en mi cama, su presencia me recorrió como una confesión silenciosa. Me estremecí con su recuerdo.
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7. Don Jacinto, el sobandero
El que no solo tocó mi cuerpo, sino también mi alma.
Don Jacinto vivía en las afueras. Un hombre de 71 años, espalda ancha, cabello largo recogido, y unas manos que todos en el pueblo decían que curaban cualquier cosa.
Un día, después de un forcejeo con un detenido, amanecí con la espalda contracturada. Me recomendaron que fuera con él. Dudé… pero la curiosidad fue más fuerte.
Su casa olía a yerbas, aceites y algo más… algo antiguo. Él me hizo pasar a una habitación pequeña, con una camilla de madera y sábanas limpias.
—Desvístase de la cintura para arriba. Acuéstese boca abajo.
Lo hice. En silencio. Mi pecho desnudo contra la sábana, la espalda expuesta, vulnerable.
Sus manos comenzaron a recorrer mi espalda con una mezcla de fuerza y ternura que me hizo cerrar los ojos. No era sólo un masaje… era una exploración. Cada presión despertaba algo dormido en mí.
—Tienes fuego en los músculos, pero también en el alma —me dijo al oído.
Sentí su aliento caliente rozar mi oreja. Una de sus manos se quedó sobre la base de mi columna… y no subió. No bajó. Solo esperó.
—¿Puedo seguir, Valeria? —preguntó, usando mi nombre por primera vez.
—Sí —le susurré, temblando.
Lo que siguió no fue solo erótico. Fue íntimo. Lentamente, su cuerpo se unió al mío. Besó mis hombros, mi espalda, mi cuello. Me giré para mirarlo. Sus ojos estaban llenos de respeto… y deseo. Me hizo el amor con calma, con sabiduría, con una entrega que me derritió el alma. Me tocaba como quien reza. Me besaba como quien bendice. Y yo, que había buscado sólo alivio, encontré algo más: conexión.
Desde entonces, volví varias veces. Con cualquier excusa. A veces solo por hablar. A veces por sentir sus manos sobre mí otra vez. Y otras… porque mi cuerpo ya no se calmaba sin el suyo.