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El cuerpo de Claudia tembló sobre el mío.
Se aferró a mis hombros, sus uñas marcando mi piel, y de pronto soltó un grito ahogado que fue puro fuego. Su orgasmo la atravesó con una fuerza que la dejó sin aliento. Se estremecía mientras gemía mi nombre entre sus labios, con el rostro enterrado en mi cuello, y yo podía sentir cada sacudida, cada espasmo cálido de su cuerpo apretado contra el mío.
Detrás de ella, el otro hombre jadeó con fuerza, y un segundo después lo sentí tensarse también, mientras seguía aferrado a sus caderas. Claudia soltó un gemido profundo, mezclado con placer y agotamiento, y se dejó caer sobre mi pecho, sudada, suave, viva. El otro soltó el aire en un bufido, y se apartó despacio, dejando a Claudia aún temblando, con una sonrisa húmeda y satisfecha dibujada en sus labios entreabiertos.
Yo no me había venido. Estaba duro, latiendo, cargado… pero todavía ahí, sosteniéndome.
Claudia, como si lo supiera todo de mí —y lo sabía— me miró desde su rincón sobre mi pecho. Me besó con ternura. No fue un beso urgente, fue un beso largo, íntimo, como si me agradeciera por dejarla entregarse así. Luego se recostó a mi lado, todavía agitada, una pierna sobre la mía, su piel cálida pegada a la mía.
El hombre que había estado con nosotros se incorporó, fue hacia la puerta y llamó con voz ronca:
—Nico… vengan.
Se escucharon risas, pasos desordenados, y luego Nico apareció besando con torpeza a su esposa. Venían como arrastrados por la excitación, con las manos ya encima del otro. Nico la manoseaba como si no pudiera esperar ni un segundo más. Ella se dejó llevar, riendo, jadeando, y en cuestión de segundos estaba totalmente desnuda, acostada a mi otro lado.
La cama se volvió un espacio compartido de calor y deseo. Nico le abrió las piernas sin ceremonia, y sin dejar de besarle el cuello, la penetró con una fuerza casi impaciente. Ella gritó, fuerte, sin miedo al sonido. Se arqueó debajo de él, con los ojos cerrados y la boca abierta, entregada.
Yo seguía recostado, sintiendo la humedad del cuerpo de Claudia aún sobre mí. Giré hacia ella, la besé. Su boca sabía a todo: a sexo, a vino, a piel viva. Nos besamos lento, profundo, mientras los gemidos de la mujer al lado marcaban el ritmo.
El esposo de ella no participaba… todavía. Se había sentado a un costado, mirándola, con la mirada encendida. Se tocaba, lentamente, viéndola ser tomada con fuerza por Nico. Claudia se dio cuenta, lo miró, y sonrió.
—¿Te gusta verla así, verdad? —le dijo Claudia con esa voz baja que eriza la piel.
El tipo solo asintió, respirando agitado. Nico lo miró y soltó una frase cargada de lujuria.
—Mírala bien… cómo se come todo. Qué puta rica es tu mujer.
Ella se rió entre gemidos, jadeando, moviéndose contra la cadera de Nico, que no paraba. Yo, ya más suelto, tal vez en confianza, la confianza de la desnudez colectiva, me acerqué a besarla. Fue como tocar una chispa. La mujer me comió la boca sin piedad, con lengua, con hambre. Me agarró de la nuca y me atrajo hacia ella como si me hubiera estado esperando.
Saltaba entre sus labios y los de Claudia, besándolas casi al mismo tiempo, sintiendo ese juego de lenguas, de respiraciones entrecortadas, ese vaivén caliente de bocas que no se hartan.
La mujer, entre gemidos, me buscó con la mano y me acarició por encima. Agarró mi verga con fuerza, demostrando un control que me era nuevo. Me tocó firme, segura. Su palma cerrada, caliente, se movía sobre mí pene con una urgencia que me sacaba el aire. Claudia no se quedó atrás. Se sentó, me besó despacio, y luego, sin decir nada, se colocó sobre mi rostro.
Me llenó la cara con su humedad, con su aroma. Se meneaba lento, con la concha mojada deslizándose sobre mi lengua, mientras jadeaba mi nombre con dulzura. Yo me perdí ahí, entre sus muslos, saboreándola, sintiéndola fluir sin filtro.
La otra mujer jadeaba cada vez más fuerte, me pedía besos mojados, me tomaba la cabeza y me compartía el sabor de Claudia entre besos feroces. Mis caderas palpitaban. Su mano me apretaba cada vez con más ritmo, con más fuerza. Todo era calor, humedad, suspiros, gritos suaves, placer desenfrenado.
—Dame tu leche… —gimió de pronto, casi ahogada, entre jadeos y saliva.
Claudia se levantó de mi rostro con una sonrisa entrecortada.
—Dásela toda —me dijo, mirándome con esa chispa que mezcla ternura y deseo... un poco de celo también.
Me incorporé, todavía tambaleando por el placer. Vi a Nico y al esposo de la mujer ya masturbándose cerca de ella. Sus ojos brillaban, las respiraciones rápidas, los puños apretados sobre sus miembros. Me uní a ellos, rodeando a esa mujer que ahora estaba tendida, con el cuerpo tenso, pidiendo más.
En segundos, los tres nos vinimos. Los chorros cayeron calientes sobre su torso, empapando sus pechos pequeños y firmes, salpicando sus mejillas, su vientre, sus brazos. Ella cerró los ojos y soltó una carcajada dulce, satisfecha, sucia y feliz.
—Qué delicia… gracias, muchachos —dijo, con esa sonrisa que no se olvida.
Claudia se acercó a mí con una toalla. Me limpió con cuidado, como quien limpia un tesoro, y me besó suave, lenta, con el mismo fuego de antes.
—¿Tendrás también para mí… no?
Y ahí supe que la noche estaba lejos de terminar.