
Compartir en:
---
Trabajo en un hotel de lujo. Cinco estrellas. Silencio alfombrado, pasillos brillantes, puertas que ocultan mundos enteros detrás. Mi uniforme es discreto: blusa blanca abotonada hasta el cuello, falda oscura hasta la rodilla, medias opacas… pero con cada movimiento, siento cómo los ojos de algunos huéspedes se detienen. Hay algo en servir… en ser invisible y a la vez tan presente, que despierta cosas.
Y a veces… no se necesita decir nada para que suceda todo.
Lo conocí en la habitación 1607. Un hombre maduro, tal vez 50, cabello entrecano, voz grave, mirada directa. Había pedido algo del minibar que no estaba incluido. Me ofrecí a llevárselo yo. No era parte de mi trabajo… pero algo en mí quiso hacerlo.
Cuando abrí la puerta, él estaba ahí, en camisa blanca abierta por la mitad, sentado en el sillón de cuero junto a la ventana. Me observó de pies a cabeza, con calma. Como si me desnudara con los ojos, sin apuro.
—¿Lucía, cierto? —me preguntó, sin levantarse.
—Sí, señor.
—Gracias por traerlo tú misma. Tenía ganas de verte de cerca.
Mi respiración se detuvo un segundo. Sentí un calor subir por mis piernas, lento, húmedo, casi imperceptible. Su voz era suave… pero con una firmeza que desarmaba.
Me acerqué para dejar la bebida sobre la mesa. Él no me tocó. Solo se quedó ahí, con la copa en la mano, mirándome como si yo fuera la bebida.
—¿Te molesta si te pido algo más?
—Depende —contesté, sin pensarlo.
El ambiente se volvió denso, íntimo. La habitación parecía cerrarse sobre nosotros. Podía oír mi propio corazón. Él se levantó. Alto, sólido. Se acercó, despacio, y levantó una mano… no para tocarme, sino para apenas rozar el botón superior de mi blusa.
—Hace calor aquí dentro, ¿no te parece?
Asentí. Sin voz. Sin voluntad.
Me desabotonó uno. Luego otro. Sus dedos eran lentos, firmes, decididos. Como si ya lo hubiera hecho mil veces. No me empujó, no me forzó. Me abrió como quien abre un regalo muy esperado.
Y yo… me dejé.
No me quité la ropa. No hizo falta. Él me acarició por encima de la tela, por debajo de la falda. Cada roce era un incendio contenido. Me apoyó contra la pared con la palma en mi cintura, firme, pero sin dureza. Yo sentía cómo me derretía por dentro.
Cuando sus labios rozaron mi cuello, se me escapó un suspiro que llevaba años guardado. Su aliento me quemaba. Su boca me hablaba sin palabras. Y yo, entre jadeos silenciosos, descubrí que jamás había sentido algo tan urgente, tan real.
No fue una noche. Fue un encuentro. Un momento suspendido, fuera del tiempo y de las normas. Cuando terminé de arreglarme el uniforme, él se volvió a sentar, tranquilo, como si nada hubiera pasado. Pero al verme irme, dijo:
—Pide que te asignen de nuevo mi piso.
—¿Y si no lo hacen? —le pregunté.
Me sonrió.
—Entonces tendré que volver a pedir algo que no esté en el minibar.
---