Guía Cereza
Publicado hace 2 semanas Categoría: Microrrelatos 89 Vistas
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Hay lugares del hotel donde la temperatura siempre parece más alta. Uno de ellos: el baño de vapor del área ejecutiva. Piso 15. Pocas personas tienen acceso. Hombres de trajes caros, relojes pesados, cuerpos grandes. El aire allí huele a madera húmeda, crema de afeitar y deseo reprimido.

Ese día, me enviaron a hacer la limpieza antes del cambio de turno. Eran las 11:00 a. m., y se suponía que no habría nadie.

Entré con el carrito, mi uniforme como siempre: falda, blusa, medias. Recogí algunas toallas, revisé duchas, pasé la esponja por los lavamanos... hasta que escuché voces.

Dos.

Graves. Risas profundas, arrastradas. Me congelé por un segundo.

—¿Hola? —llamé, aunque no sé si quería que contestaran.

—Estamos aquí, preciosa —dijo una voz detrás del vapor. La silueta de un cuerpo alto y ancho se dibujó entre las nubes de calor. Luego apareció otra, igual de grande. Dos hombres, afroamericanos, envueltos en toallas apenas sostenidas sobre la cadera.

Los vi salir de la sala de vapor. Ambos de piel oscura, brillante por el sudor, músculos que parecían esculpidos a mano, hombros amplios, cuellos gruesos, miradas intensas. Me observaron sin apuro, como si supieran exactamente qué estaban provocando.

—¿No te molesta que estemos aquí, verdad? —me dijo uno, el de la barba recortada, mientras se secaba el pecho sin dejar de mirarme.

—No... estoy por terminar —mentí. La verdad, no quería irme.

El otro, de sonrisa amplia y ojos oscuros como la noche, se sentó en la banca frente a mí. Abrió las piernas sin pudor. La toalla quedó tensa entre ellas. Mi mirada cayó sin querer… o queriendo.

—¿Estás bien? —preguntó.

Yo asentí. Pero mi cuerpo hablaba otro idioma: mis mejillas ardían, mis muslos se apretaban, y mis dedos temblaban al sostener el trapo. Ellos lo sabían. Lo sentían. Como animales que huelen el calor ajeno.

—¿Te han dicho que haces muy bien tu trabajo? —dijo uno, acercándose, bajando apenas el tono de voz.

—A veces… —respondí. Mi garganta estaba seca.

—Pues hoy lo estás haciendo perfecto —agregó, y su dedo rozó el borde de mi muñeca al pasar junto a mí. Apenas un toque, pero me recorrió entera.

El segundo se levantó, se colocó detrás de mí mientras yo fingía limpiar una superficie ya reluciente. Lo sentí cerca. Su aliento en mi cuello. El calor de su cuerpo me envolvía.

No me tocaban más allá de lo justo, pero cada gesto era una provocación. Un juego. Y yo estaba en medio, húmeda por el vapor… y por dentro también.

—Si alguna vez necesitas que te ayuden con la limpieza… somos buenos con las manos.

Me giré. Los miré. Los tres sabíamos lo que estaba flotando entre nosotros: una tensión densa, salvaje, erótica.

No pasó más.

No todavía.

Pero cuando salí de ese baño, las piernas me temblaban. Y la humedad entre ellas no tenía nada que ver con el vapor.

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