Guía Cereza
Publicado hace 4 días Categoría: Lésbicos 125 Vistas
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Soy Lucía, camarera de hotel (25 años)

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No estaba en el servicio de esa noche. Pero había algo en el ambiente del hotel… distinto. Un murmullo entre las camareras más viejas, un movimiento discreto en los ascensores privados, una lista de habitaciones que no aparecía en el sistema.

Una fiesta en el último piso. Exclusiva. Privada. Silenciosa por fuera, pero vibrante por dentro.

No sé si fue curiosidad o deseo. Solo sé que tomé una bandeja vacía y subí fingiendo llevar servicio. El ascensor se detuvo en el nivel 22. El más alto. El pasillo olía a perfume intenso, música suave, y secretos.

La puerta estaba entreabierta. Empujé con suavidad.

Adentro, luces bajas, cortinas de terciopelo, sillones amplios, copas llenas. Cuerpos semidesnudos. Hombres, mujeres, parejas, miradas abiertas. No era vulgaridad. Era sensualidad consciente. Gente hermosa. Deseando. Observando.

Y de pronto, me vieron.

Una mujer de unos 40 años se acercó. Alta, piel dorada, vestido negro como humo, labios rojos como pecado.

—¿Eres parte del servicio? —me preguntó con una media sonrisa.

—Sí… —respondí, pero mi voz no sonó segura. Porque yo ya no estaba actuando.

—Entonces quédate. Las favoritas siempre aparecen por accidente.

Me quitó la bandeja de las manos, la dejó sobre una mesa y me tomó del brazo con suavidad. Me guió hacia una zona más privada, rodeada de cortinas de gasa, donde varias mujeres reían en voz baja, rodeadas de luces cálidas y copas de vino. Una me miró de arriba abajo.

—¿Ella es? —preguntó, con voz ronca.

—Sí —contestó la del vestido negro—. Miren qué belleza traída del piso de abajo.

Rieron con complicidad. Yo debería haberme asustado. Pero no. Me sentía… deseada. Vista. Como nunca antes. No por los hombres. Por ellas.

Una de ellas, de cabello rizado y piel de miel, se acercó a tocarme el rostro. Su dedo recorrió mi mejilla, mi cuello, bajó lento por la clavícula hasta el borde de mi uniforme.

—¿Te molesta si abrimos? —preguntó. No supe si hablaba de mi blusa o de mí misma.

—No —dije. Y se lo permití.

Y entonces, la fiesta cambió.

Fui rodeada por manos suaves, por bocas que rozaban mi piel con ternura feroz. Las risas se volvieron suspiros, los halagos, gemidos contenidos. Ellas me tocaban distinto. Me leían. Me admiraban con los dedos. Me hacían sentir como un secreto que querían explorar, no dominar.

Una me besó el cuello mientras otra deslizaba mi falda por mis muslos con precisión lenta. No había apuro. Era danza. Un ritual de placer compartido. Una mezcla de perfume, piel, y deseo femenino que me quemaba desde adentro.

Mis ojos se cerraban. Mis labios temblaban. Y ellas… ellas me adoraban.

—Eres arte —me susurró una al oído mientras me acariciaba el abdomen con la yema de los dedos.

—Eres mía esta noche —dijo otra, más seria, mientras me guiaba a un diván con telas suaves como piel.

Fui la favorita. La consentida. La más tocada, la más deseada. La más celebrada.

Y esa noche entendí que el deseo no tiene forma. No tiene dueño. Solo necesita espacio para arder.

Cuando salí de ahí, el amanecer empezaba a colarse por las ventanas del piso 22.

Volví al ascensor con el uniforme en las manos, el cabello en desorden, las piernas temblorosas y el cuerpo... renovado.

Ya no era la camarera del hotel.

Ahora era la historia que todas querían volver a vivir.

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