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Mi secreto siendo esposa – Parte XI: “Kilómetro 234”

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Mi secreto siendo esposa – Parte XI: “Kilómetro 234”

Por Mireya, 46 años

A veces me pregunto si todo habría sido distinto si no hubiera tomado esa salida.

Pero lo hice.

Y ahí empezó todo.

Viajaba sola hacia el sur. Un fin de semana lejos de casa, lejos de la ciudad… y lejos de mi esposo. Él ni preguntó por qué quería irme sola. Tampoco lo habría entendido.

Solo necesitaba conducir, abrir las ventanas, sentir que el mundo era más grande que mis rutinas.

Pero el auto empezó a fallar justo después del kilómetro 230. Un tirón, un humo sutil, luego el silencio seco del motor detenido.

Aparqué en la banquina. Ningún taller cerca. Sin señal. Y la carretera parecía un desierto caluroso, largo, sin fin.

Me bajé. El sol pegaba en la nuca. Saqué el teléfono, miré la nada y me apoyé contra la puerta del coche. Fue entonces que la vi: una tráiler blanca, larga, que se acercaba lenta… y se detenía frente a mí.

Del lado del conductor bajó un hombre grande, de barba cerrada y gorra.

—¿Todo bien, señora?

—Parece que no —respondí, sin ocultar mi frustración.

Minutos después, otro hombre bajó del lado del acompañante. Era más joven, de brazos marcados por el sol, mirada directa, y una sonrisa torcida que decía más que cualquier saludo.

—Somos Rodrigo y Elías. Podemos echarle un ojo, si quiere.

—¿Saben de mecánica?

—Sabemos de muchas cosas —dijo el más joven, mientras abría el capó.

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Intentaron encenderlo, revisaron cables, conectores, todo lo que sus manos sabían. Pero al final, solo dijeron:

—Va a necesitar grúa. Y aquí no va a pasar ninguna hasta la noche.

Silencio. Calor. Ellos mirándome. Yo, de vestido ligero, sintiendo el sudor deslizarse por mi espalda.

—Podemos llevarla a la estación más cercana —ofreció Rodrigo.

—¿En serio?

—Claro. Suba con nosotros. No vamos a dejarla sola.

Y subí.

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La cabina era amplia, con olor a cuero y a café viejo. Elías se sentó a mi lado, sonriendo sin decir mucho. Rodrigo encendió la radio, un rock suave de los noventa empezó a sonar.

Conversamos. Del camino, del calor, de lo pesada que podía ser la soledad en la ruta.

Yo les conté que era casada. No para poner límites… sino para marcar el contraste.

Lo dijeron con los ojos: eso no les importaba.

Rodrigo me miraba desde el retrovisor. Elías, en cambio, me miraba directo.

Demasiado directo.

En un momento, la carretera se volvió más vacía. Los dos estaban relajados, como si algo no dicho ya flotara en el aire. Y yo… lo permití.

Elías tomó mi mano.

No la solté.

Rodrigo bajó la velocidad.

No pregunté por qué.

Nos detuvimos en una curva desierta, tras una hilera de árboles. El motor quedó encendido, pero el silencio dentro era otro.

—Podés bajar la cortina, si querés —dijo Rodrigo.

La bajé. Oscureció la cabina. Y ya no hubo reglas.

Elías fue el primero en acercarse. Su boca caliente, sus manos firmes. Me besó como si supiera que lo había deseado desde que lo vi.

Rodrigo se giró y nos observó unos segundos, antes de sumarse.

No hubo celos. No hubo límites.

Solo manos, piel, susurros rotos, y el traqueteo leve de la cabina al compás de lo que ahí ocurrió.

Rodrigo sabía guiar. Elías, explorar.

Y yo… dejarme llevar como nunca.

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Cuando volvimos a la carretera, el sol estaba más bajo.

No hablamos mucho más. No hizo falta.

Me dejaron en una estación. Me ofrecieron agua, una sonrisa… y un guiño que aún recuerdo cuando paso por esa ruta.

Volví a casa al día siguiente, con el auto reparado, la ropa bien puesta… y un secreto más en la piel.

Mi esposo preguntó si el viaje fue tranquilo.

Le dije que sí. Que no pasó nada.

Y como siempre…

le mentí.

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