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Mi secreto siendo esposa – Parte XIV: “Detrás de la puerta”
Por Mireya, 46 años
A veces los secretos no son cosas que uno hace.
A veces… son cosas que uno ve.
Y se guarda para siempre.
Esa noche había reunión en casa de Mariela, una amiga de toda la vida. Habíamos sido tres las que crecimos juntas: ella, Verónica y yo.
Nos conocíamos con una confianza que ya no se construye a esta edad.
Charlas con vino, risas largas, confidencias a media voz. Todo era muy simple.
Mi esposo no fue. Estaba de viaje.
Yo llegué con una botella de tinto y sin apuro.
Era viernes. Y hacía calor.
Entre copas, risas y algo de nostalgia, la noche se fue deslizando sin darnos cuenta.
Verónica, más suelta que de costumbre, se descalzó, subió los pies al sofá.
Mariela le trajo otra copa. Se la ofreció en silencio, mirándola más de la cuenta.
Yo lo noté.
Pero fingí no hacerlo.
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Eran casi las dos cuando me levanté al baño. Mariela indicó que subiera al de la planta alta, que era más cómodo.
Asentí.
Pero olvidé algo: mi teléfono.
Lo había dejado en la sala.
Cuando bajé, escuché sus voces. Bajitas. Cerca. En la habitación de Mariela.
No quise interrumpir.
Solo me acerqué para llamar suavemente a la puerta.
Pero esta… no estaba cerrada del todo.
Y entonces las vi.
Sin querer.
Y sin poder apartarme.
Verónica estaba sentada sobre la cama, con la blusa desabotonada.
Mariela de pie frente a ella, acariciándole el rostro.
Sus bocas se encontraron con una delicadeza que me desarmó.
Y luego, con hambre.
Una pasión contenida que estalló sin permiso.
El ambiente era suave. No apresurado.
Cada gesto entre ellas era íntimo. Cálido. Cargado de algo más que deseo.
Yo me quedé quieta.
A medio paso de entrar.
Oculta, como si una parte de mí no quisiera ver…
pero otra no pudiera dejar de mirar.
Mis piernas temblaban.
Sentí una punzada entre el pecho y el vientre.
Un calor distinto.
Silencioso.
Y feroz.
Me llevé la mano a la boca, como si eso pudiera silenciar la forma en que mi cuerpo reaccionaba.
Verónica arqueó el cuello.
Mariela la recorrió con besos lentos, íntimos, conocedores.
Y yo… sentí cómo mis muslos se apretaban por instinto.
Conteniendo.
Deseando.
Sufriendo en secreto esa escena que no me pertenecía… pero que me quemaba por dentro.
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Volví a subir en puntas de pie.
Me encerré en el baño con la respiración agitada.
Me miré al espejo, roja, jadeante, confundida.
Y excitada como hacía mucho no me sentía.
No bajé de nuevo.
Solo esperé que terminara lo que fuera que estaba ocurriendo allá abajo.
Y cuando al fin bajé, fingí estar somnolienta.
Ellas también fingieron.
Como si nada.
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Al llegar a casa, me metí en la cama vacía.
Y, sin culpa…
recordé cada segundo de lo que vi.
Cada gemido contenido.
Cada mirada entre ellas.
Cada estremecimiento mío.
No participé.
No me atreví.
Pero fue mío también.
Un secreto más.
Un deseo nuevo.
Y otra historia que mi esposo nunca conocerá.
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