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No era una noche especialmente planeada. Me llamó con la intención de hablar, de pasar un rato, de matar el aburrimiento, pero esto no siempre termina como inicia, ella, ella es distinta.
Ella. Claudia. Pero no la Claudia que ya he mencionado en otros relatos, no la Claudia que conocí con Nico. Otra Claudia. Una amiga de hace años, siempre carismática, siempre provocadora en su forma de hablar, de moverse, de mirar. Mucho mayor que yo, conocida gracias a los chats que tenían algunas emisoras. Vestía una blusa suelta, pero no lo suficiente como para esconder su escote tentador, y una sonrisa que decía más que cualquier saludo.
Nos sentamos muy juntos, nos reímos de cosas viejas, compartimos anécdotas, y pronto las cervezas comenzaron a deslizar las palabras por caminos más atrevidos. Su mano, al principio casual sobre mi brazo, fue bajando. Yo no decía nada. Solo la miraba, sintiendo cómo se calentaba el ambiente. El bar seguía lleno de gente, pero el mundo, para mí, se reducía a su boca roja y la forma en que sus ojos me desvestían. Pocas veces nos encontrábamos solo a hablar.
Y entonces, sin más, se inclinó hacia mí, como para contarme un secreto. Me susurró algo al oído, algo que me hizo tragar saliva y sentir un cosquilleo eléctrico entre las piernas:
—No sabes las ganas que tenía de volver a verte… así, tan hombrecito.
Antes de que pudiera responder, ya estaba deslizándose bajo la mesa.
Mi corazón empezó a latir con fuerza. Nadie parecía notar nada. Las risas y el bullicio del bar cubrían los sonidos, pero yo solo escuchaba mi respiración acelerada. Sentí sus manos sobre mi cinturón, hábiles, decididas, aun en el bullicio, escuche mi cierre abriéndose. Sus manos, frías por la cerveza, agarraron con fuerza, con brusquedad mi verga ya dura, y comenzó a frotarla con maldad, con el único interés de ponerla caliente y lista para su arte. Su boca... caliente, húmeda, impaciente. Me estremecí. Quise detenerla por un instante, por el pudor, el miedo a ser descubierto, pero el placer fue tan inmediato, tan profundo, que perdí la voluntad.
Su lengua sabía exactamente qué hacer, como si hubiera estado esperando este momento durante años. Cada movimiento era puro fuego, cada gemido ahogado que escapaba de mi garganta una delicia contenida. Me sujeté a la mesa, mordiéndome el labio para no dejar escapar un suspiro demasiado alto.
Ella no se detuvo. Me devoró con una pasión infinita, como si quisiera fundirme con cada movimiento de su boca. Su mano acariciaba mis huevas, su lengua mojaba la palpitante cabeza de mi verga y a veces sus dientes tallaban el tronco, un dolorcito rico. Cuando finalmente no pude más, apreté la mesa con mi mano izquierda y con la derecha la agarre de un hombre, clavándole mis uñas, me fui en un silencio tembloroso, derramando toda la tensión contenida de años de deseo, inundando su boca con mi leche, esa leche que ella adora y que normalmente untaría en su cuerpo.
Salió de debajo de la mesa con la mirada satisfecha y esa sonrisa traviesa, mientras tomaba otro sorbo de cerveza como si nada hubiera pasado.
—Te debo otra ronda —dijo, guiñándome un ojo—, pero donde no haya tanto ruido.
Y yo... ya no podía pensar en otra cosa que en seguirla...