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Han pasado varios días desde que te vi aquella última vez, pero no ha pasado una sola noche sin que tu imagen aparezca en mi mente. Intento concentrarme en otras cosas, pero vuelves, siempre vuelves, como una sombra que no quiere dejarme. Me digo que es absurdo, que eres la dueña de la tienda, que seguramente tienes tu vida hecha, tu rutina, tu gente… pero aun así, cada vez que cierro los ojos te imagino. A veces, de forma tan intensa que me obligo a apartar la mirada de mis propios pensamientos. No es fácil.
Hoy, la lluvia golpea los cristales de mi ventana. El frío se cuela por cada rendija y me obliga a refugiarme en un vaso de whisky. El calor del licor me afloja las manos, me hace menos prudente. Siento el estómago vacío, pero lo que realmente me inquieta no es hambre de comida. No es lógico, pero necesito verte. Aunque sea de lejos. Alimentar la fantasía, tal vez. Me pongo la chaqueta, la misma de la última vez que estuve en tu tienda. Camino por las calles casi desiertas, la llovizna empapando mi pelo y la tela. No pienso en la hora ni en si estarás. Solo avanzo, empujado por algo que no controlo. Cuando llego, la puerta está abierta. El interior parece dormido: las luces encendidas, los pasillos vacíos, ni un sonido salvo el murmullo de la lluvia afuera. Llamo suavemente, pero no respondes. Camino despacio entre las estanterías, como si fingiera buscar algo, aunque lo único que busco eres tú.
Es entonces cuando escucho un ruido. No es fuerte, más bien un roce, un golpe suave que se repite. Me detengo y localizo su origen: la puerta del depósito, entreabierta, dejando escapar un hilo de luz amarillenta. Mi pulso se acelera. Me acerco despacio, como si temiera romper un hechizo, como quien teme despertar. Empujo la puerta lo suficiente para verte. Estás ahí, de espaldas, inclinada sobre una mesa, revisando unas cajas. Tu chaqueta está a un lado, y la blusa, aunque abotonada, deja entrever más piel de la que esperaba. Te giras al oírme y por un instante quedamos atrapados en una especie de silencio espeso, como si la lluvia se hubiera detenido.
No te escuché entrar, dices con una sonrisa que no sé si es casual o premeditada. Camino hacia ti, sintiendo que cada paso acorta una distancia mucho más grande que unos metros. Tus ojos no se apartan de los míos. Cuando estoy lo bastante cerca, puedo oler tu perfume mezclado con el aroma tenue de cartón y madera.
No sé quién da el primer paso, si tu mano que roza mi brazo o la mía que se posa en tu cintura. Lo cierto es que, de pronto, estamos demasiado cerca para fingir que esto es solo una conversación. Tus labios se entreabren, pero no dices nada. Mi mano se desliza lentamente por tu costado, sintiendo el calor que desprendes. Tu respiración se agita, y en ese instante todo lo demás desaparece: el frío, la lluvia, el mundo fuera de esa habitación. Solo estamos tú y yo, y el latido que siento bajo mis dedos. Me acerco un poco más. Tu mejilla roza la mía, y el calor de tu piel me golpea como otra copa de whisky. No hay prisa, solo ese instante suspendido, donde el más mínimo movimiento parece un riesgo y una promesa al mismo tiempo. Tus manos buscan las mías, guiándolas, invitándome sin palabras a no detenerme.
El aire se vuelve más denso, más pesado, como si la temperatura hubiera subido de golpe. La luz tenue del depósito dibuja sombras en tu cuello, y no puedo resistirme a acercarme. El roce de mis labios contra tu piel es suave, apenas un susurro, pero siento cómo tu cuerpo reacciona, cómo un escalofrío recorre tu espalda. Mis dedos continúan su lento recorrido, aprendiendo la forma exacta de tu cintura, la curva precisa de tus caderas, esa línea que me invita a seguir explorando. Te inclinas un poco más hacia la mesa, como si sin querer me dieras más espacio. La tela de tu ropa cede bajo mi tacto y el calor que desprendes se vuelve casi insoportable. Cada vez estás más cerca y, sin embargo, sigo sintiendo que todavía queda un último paso que no nos atrevemos a dar. Tu respiración se ha vuelto un lenguaje por sí misma: jadeos cortos, pausas largas, un ritmo que me atrapa y me arrastra con él. Me concentro en ese sonido, en cómo vibra junto a mi oído, en cómo cambia con cada movimiento de mis manos.
Mi pulgar traza un camino lento, deliberado, mientras mi otra mano se apoya firme en tu costado, sintiéndote moverte contra mí, cada vez con menos disimulo. Tú cierras los ojos y tu cabeza cae hacia un lado, como si te abandonaras por completo al momento. Yo también cierro los míos, y por un instante siento que todo lo que existe es calor, piel y respiración compartida. La lluvia golpea más fuerte afuera, pero aquí dentro solo escucho ese leve temblor en tu voz cuando intentas decir mi nombre y no terminas la frase, el deseo te acalla? o realmente no sabes como me llamo... No sé cuánto tiempo llevamos así, atrapados en este instante, pero sé que ninguno quiere romperlo. Tus manos, que antes estaban inmóviles sobre la mesa, ahora buscan las mías, entrelazando los dedos como si así pudieras impedir que me aparte.
Te miro, y tus ojos me devuelven una certeza: lo que sea que esté a punto de pasar, los dos lo queremos. Afuera, el viento azota la calle y la lluvia golpea como un tambor lejano, pero aquí el mundo es pequeño, reducido a este calor que nos envuelve.
Me acerco un poco más, lo suficiente para que nuestras frentes se rocen. Tu respiración choca contra mis labios y siento el momento exacto en que podríamos cruzar la línea, pero nos quedamos ahí, suspendidos. Como si el deseo fuera más poderoso en esa tensión previa que en el acto mismo. Sonríes, apenas. No es una sonrisa inocente, es una promesa. Una que guardaremos para la próxima vez, cuando ya no haya lluvia ni paredes que nos detengan. Me retiro despacio, con la sensación de que acabo de dejar atrás algo que aún sigue ardiendo. Camino hacia la puerta con el pulso acelerado y las manos todavía calientes. Antes de salir, me giro y te veo observándome desde la penumbra, con esa mirada que es más peligrosa que cualquier palabra. Salgo a la calle y el frío me golpea, pero no logra apagar el calor que me has dejado. Sé que volveré. Y sé que cuando lo haga, ninguno de los dos pensará en detenerse.