Guía Cereza
Publicado hace 2 semanas Categoría: Sexo con maduras 1K Vistas
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Ir al gimnasio no es mi obsesión; francamente, voy cuando puedo y no duro mucho. La intención es estar sano, sin mucha logística. Iré al que me quede cerca de la casa, no molerme tanto, sudar un poco, moverme. Había reiniciado esta rutina después de otro periodo de abandono y sedentarismo, con la intención de ser más constante.

Es que aburre un poco que los gimnasios parecen pasarelas y se comportan como colegios, con grupitos, chismes y demás vainas que uno ya cree superadas. Pero, en contraparte, hay culos que merecen ser observados, nada que hacer. Lo digo sin sonrojarme porque, aunque entiendo que cada quien va a lo suyo, hay cuerpos que son imposibles de ignorar. Y no solo me refiero a aquellas mujeres con años de gimnasio y citas con el cirujano, también hay muchas que, aun empezando, exhiben curvas apetitosas y cuerpos de admirar.

El relato de hoy se enfoca en una mujer en especial, una que empecé a notar cuando el único espacio que tenía era muy temprano en el día —“horario de pensionados”, decía yo—. Muchos adultos mayores, unos cuantos adictos al ejercicio, pero principalmente personas de más de 50 años.

Entre estas disciplinadas personas, empecé a notar a una señora de pelo grisáceo y curvas marcadas. Es bajita, morena, de pelo largo y liso que, en su combinación de canas y pelos negros, toma un color cenizo interesante. Cintura pequeña, busto pequeño, pero unas piernas y una cola bastante generosas.

Me sorprendía porque no era lo que esperaba en una mujer de su edad; esperaba senos grandes, barriguita, pero su cuerpo captaba fácilmente mi atención. Es muy fuerte: las máquinas que usa y los pesos que mueve son de respeto. Yo, en mis rutinas improvisadas, me encontraba constantemente perdido en su figura, con mucha vergüenza, claro está, porque nadie va al gimnasio a que lo estén espiando.

Los días pasaban, y lo que era curiosidad y extrañeza se iba volviendo gusto: verla sudada, yendo de máquina en máquina, sin hablar con nadie —saludando, eso sí, de forma muy cordial— pero siempre concentrada en lo suyo, me encantaba.

No pensé nunca en hablarle porque no es mi estilo; igual no sabría qué decirle. “Hola, me parece que es una señora muy buenota…” ni pensarlo. Soy idiota, pero no me gusta demostrarlo tan de frente.

Igual la suerte juega de formas extrañas, y una mañana, en la que madrugué bastante, me la encontré nuevamente en su rutina. Esta vez no éramos tantos y agarró una máquina junto a la mía, lo que generó que nos saludáramos de forma muy casual e intercambiáramos unas palabras muy random.

Ante la cercanía, percibir su energía, verla hacer sentadillas en su ropa de látex, sentir el aroma de su piel sudada era bastante premio para la madrugada de ese día. Sus jornadas eran largas, pero ese día tenía tiempo, así que me dediqué a ver cómo sus glúteos se endurecían en cada ejercicio, cómo se marcaban sus piernas levantando pesos increíbles y cómo el sudor delineaba su escote…

Esa señora, en esa licra enteriza, era la dueña del lugar. Y no sé si yo era el único embelesado, pero era difícil no notarla, no apretar los dientes con cada gemido que su rutina le sacaba.

Cuando vi que se fue al baño, decidí que era momento de irme; tenía muchas cosas aún por hacer en el día, así que me alisté para salir. En la salida me topé nuevamente con ella. Quise despedirme rápido, con un gesto, pero la señora, muy impetuosa, me dijo:

—¿Puro ojo al fallo, no?

Yo quedé congelado. No sabía qué tono tenía la frase. No se estaba riendo, pero tampoco estaba enojada.

—¿Disculpe? —respondí confundido.

—Que yo esté concentrada en lo mío no evita que me dé cuenta de quién me mira, y usted no me quitó el ojo…

Ya el tono era más seco, cortante.

—Qué pena, juro que mi intención no es incomodarla, pero es que me llama mucho la atención…

—¿Nunca ha visto una mujer haciendo ejercicio o qué? —replicó con el tono un poco más alto.

—Claro que las he visto, pero nunca una que me dejara sin aliento —lo dije sin pensar, aunque es cierto; el timing no era el correcto…

—¿Sin aliento? No me quiera tramar. Mejor ubíquese y sepa a qué viene.

Sus palabras fueron como pedradas. Ella tenía toda la razón, pero yo no quería quedar como el acosador del gimnasio.

—Tiene usted toda la razón en estar molesta, no sé cómo disculparme…pero es en serio lo que le digo, es imposible quitarle el ojo a una mujer como usted” 

Dije esto y me retiré avergonzado. Fueron varios los días en que no volví en ese horario; realmente, apenado, buscaba horarios más comunes y más llenos, esperando que el tiempo solucionara el impasse. Pero no había caído en cuenta de que la probabilidad de que alguien que se ejercita tan temprano viviera cerca del gimnasio era alta.

Y así fue: una noche, saliendo para la casa, aburrido de que todas las máquinas estuvieran ocupadas y de tener que compartir hasta el agua, me la encontré de frente cuando bajaba de un taxi.

Si con ropa de gimnasio se veía increíble, en tacones y vestido sus piernas resaltaban aún más. Tal vez el maquillaje no le favorecía tanto, pero su pelo cayendo por los hombros le daba ese aire sofisticado que me mata de las maduras.

—Lo que me faltaba hoy, encontrarme al mirón.

Cada palabra era un balde de agua, pero si hay algo que da el ejercicio es arrechera, y esta mujer se veía preciosa. Así que, sin miedo, respondí:

—No es el saludo que esperaba, pero créame que es un placer volverla a ver. De paso, me gustaría saber si hay forma de compensar tal agravio. Créame, no soy mal tipo y quiero resarcirme con usted.

A todas luces la tomé por sorpresa. Me miró un rato, miró su reloj, miró la portería de su edificio.

—¿Qué tiene en mente? Vea que me tiene muy ofendida.

Con esa breve luz aposté mis restos:

—Déjeme invitarla a comer. Ya está usted muy arreglada como para irse a dormir sin más.

—Usted no está en condiciones de entrar a ningún restaurante con esa ropa. Invítame un trago.

No lo podía creer. Aunque su cara seguía siendo una roca, la oportunidad estaba, al menos la de disculparme. Era claro que ella sabía del bar que queda cerca, así que la invité y llegamos caminando. Pedimos una mesa e inmediatamente ella pidió un margarita; yo pedí un whisky, nada mejor para calentar la lengua.

La charla empezó con las debidas disculpas y explicaciones, con lances coquetos, pues era la única oportunidad. Ella me miraba con desconfianza, tomaba su cóctel y, al finalizarlo, aceptó mis disculpas. No era raro para ella, me dijo; era frecuente que se quedaran mirándola, la morbosearan y la incomodaran.

—Estoy mamada de esos viejitos viéndome el culo, con ganas de comerse lo que no pueden. Pero es que en otro horario hay mucha gente y hay peladas más jóvenes que se roban las miradas. Y los tipos ricos que llegan o son maricas o ya se comieron medio gimnasio… ay no, qué pereza…

—Te gusta que te vean entonces…

—Pues claro, no le meto tanto a este culo para verlo yo solita o el médico. Yo estoy viejita, pero me gusta culear, me gusta que me deseen. Pero para que me coman los que están buenos, me toca esforzarme el doble que las chinitas.

Claramente el trago ya estaba haciendo efecto. Ella, más relajada, ya se reía y las vulgaridades iban poblando la conversación. Se retiró la chaqueta que llevaba y empezó a contarme de su vida: de sus dos divorcios y de sus hijos en el exterior, de cómo su trabajo es su vida y de cómo está mamada de Tinder, de comerse barrigones o de ilusionarse con peladitos que la ven como una fantasía y ya.

—La calle está dura mijo y usted por acá hablando bobadas con una vieja, me dijo

— No solo está dura la calle,  le dije y tomé su mano posandola en mi entrepierna

— Y vieja no estas, me llevas unos lustros, pero no es para tanto... su mano se tensó, me miró fijamente, pero no la retiró, por el contrario empezó a sobarme, cambió el tema y empezó a hablar de banalidades, mientras yo asentía y respondía, me relamía los labios y ella se hacía literalmente la loca. De a poco nos fuimos acercando. Ella seguía con su mano acariciándome y yo, durísimo, como pocas veces en mi vida. Mi mano pasó a su rodilla, coqueteando con el borde de su vestido. Pidió dos tragos más y cada vez me hablaba más cerca, con un tono meloso, seductor, interrumpido por una risa que parecía nerviosa, aunque se notaba calculada.

Mi verga estaba a tope, y ella lo sabía, así que empezó a agarrarla con fuerza.

—¿Cómo vas a hacer para irte? No te puedes levantar así —me decía con risa picarona.

—Algo me invento, depende para dónde vaya, ¿no? —respondí.

Estalló en una carcajada.

—No vaya a estar creyendo que me va a comer. Yo estaré tomadita, pero no soy boba. Acá estoy cobrando el caldo de ojo que se dio, no se confunda.

—Tu mano en mi verga dice otra cosa.

—¿Ya me tutea? Confianzudo… ¿Usted sabe cuántos de ese gimnasio me han querido comer y yo no les doy bola?

—Eso a mí no me importa… ¿O cuántos de esos les ha agarrado la verga?

Se quedó callada unos segundos sin quitarme la mirada. Ahí aproveché y metí la mano bajo su vestido, delineando su muslo, usando la punta de los dedos para hacerle llegar tibieza hasta el inicio de sus piernas.

—Ojo, peladito, no se pase… vea que la estamos pasando bien.

Pedimos dos tragos más, pero esta vez con las manos en la mesa. Seguíamos hablando de cualquier cosa, tratando de no reconocer que había tensión sexual en la mesa. Bueno, al menos la mía estaba.

—Este es el último cóctel y me voy. Yo trabajo y el trago no me ayuda con el gimnasio —dijo con la lengua un poco anestesiada.

—Entonces no te lo bebas tan rápido —repliqué.

—Usted es muy coqueto, y le agradezco. Me gusta la atención, pero estoy mamada de tipos que solo me quieren comer.

—Me imagino. Y sinceramente, quisiera tener una solución para eso, pero en este momento la verdad es que te quiero comer, y volverte a comer, y comerte de nuevo, y repetir, y seguir repitiendo.

Mientras decía esto me acercaba lentamente a ella, apretando su muslo sobre el vestido y acercando mi boca a la suya. Ella se hizo para atrás con los ojos muy abiertos y, cuando estábamos más cerca el uno del otro, decidió besarme: un beso brusco y apasionado, un beso embriagado y arrecho, correspondido totalmente, y aprovechando para posar mi mano en su cinturita, apretándola hacia mí.

Ella, sin que me lo esperara, mandó sus manos a mi nuca. Me besaba sin control, como en una catarsis. Creo que lo necesitaba, creo que era un grito de rabia ante la soledad que habitaba, ante la frustración. Y yo recibía esa pasión encantado. ¿Tal vez usado? No lo sé. Algo me decía que era lo máximo que iba a recibir de ella: un desahogo ebrio y un perdón a la impertinencia previa. Aun así, disfrutaba cada beso, cada mordida, cada apretón.

—Hueles a sudor, vamos y te bañas —dijo.

Con esa frase me dejó frío. Nos miramos a los ojos dos segundos y, de inmediato, me tomé el resto del whisky, saqué la tarjeta y fui a pagar. Probablemente todos vieron cómo mi pantaloneta había reaccionado a la sesión de besos, pero no me importaba. La ayudé a levantarse, le puse la chaqueta y, tomándola por la cintura, la guiaba hacia su casa. No se sabía quién tropezaba más, pero lo importante era no caernos y llegar a su apartamento.

Saludo de rigor al celador, entramos al ascensor. En el momento en que se cerró la puerta, la apreté contra mí para que sus nalgas sintieran mi bulto mientras le besaba el cuello. Sus manos revolvían más mi cabello y solo atinó a decir:

—En serio, necesitas bañarte.

Llegamos a su piso, abrió la puerta con dificultad y, al cerrarla, tiró su chaqueta en el comedor. Encendió las luces y me indicó con el dedo dónde estaba la ducha de su baño. Atónito, la seguí, y en el baño esta señora empezó a quitarme la camiseta, a bajarme la pantaloneta y a quitarme los tenis. Abrió la llave y, aun sin que se calentara el agua, me empujó a la ducha.

—Sudadito me gustas, pero es que te quiero lamer todito —dijo.

Yo estaba congelado bajo el agua, pero al ver que ella se estaba quitando los tacones y el vestido, empecé a limpiarme porque la noche apenas estaba comenzando.

El agua fría me iba energizando, ponía más duros mis músculos y me bajó la erección. Ella, completamente desnuda ante mí, me miraba de arriba abajo y mordía su labio inferior. Entró y me abrazó; me besaba tiernamente esta vez, mientras evitaba mojar su pelo. Lavaba sus tetas, sus brazos, mojaba sus nalgas y piernas, y luego puso su conchita en el agua, refrescándola para lo que venía.

Salimos rápido de la ducha. Ella misma me secó y me empujó a la cama. Sentado en el borde, veía cómo secaba esas piernas musculosas y duras, cómo pasaba la toalla por esas nalgas redondas y grandes, y luego subía por un abdomen que, aunque no estaba tonificado y tenía las huellas de la edad y los hijos, se me hacía precioso. De sus tetas caían gotitas como rocío, decorando unos pezones duros y oscuros, perfectos para unas tetas que, aunque pequeñas y un tanto caídas, posaban orgullosas en el pecho de esta señora.

Se recogió el pelo y se paró en la cama frente a mí, dejándome su cuquita en la cara, de la cual aún escurrían algunas gotas que brillaban en los pelitos que se dejaba en su monte de Venus. Sin pensarlo, la agarré de las nalgas y empecé a comerme ese postrecito. Mi lengua jugaba y jugaba con una conchita que estaba caliente y que empezaba a humedecerse. Ella se apoyaba en mi cabeza y gemía. Yo apretaba esas nalgas como si nunca más fuera a coger un culo en mi vida; yo mismo me asfixiaba en su calor, buscaba su clítoris y lo consentía como quien consiente un tesoro.

Puso su pierna derecha en mi hombro, me dio más rango. Mi lengua ahora compartía espacio con mis dedos. Esta mujer me estaba arrancando los cabellos. Yo lamía y chupaba, sentía cómo su humedad crecía y cómo el jadeo era mayor. Un dedo, dos dedos, tres dedos… Con mis tres dedos explorándola, excitándola, esta señora se arqueaba y gemía; no musitaba palabra, solo jadeaba.

Mi verga estaba durísima, con la cabeza tan roja que creo que llamó su atención. Me empujó y me acostó en la cama. Me puso el culo en la cara y me agarró la verga: con una mano el tronco, con la otra me acariciaba la cabecita. Yo seguía en lo mío, abría con mis dedos su vagina y la mía, y me deleitaba con la vista. Ella se meneaba al ritmo que también usaba para comerse mi verga: lamía, besaba, le daba piquitos y luego se atragantaba. Era una mamada impetuosa, ruda, tal vez torpe, pero se notaba que le encantaba tener mi verga en su boca.

—¿Le gusta mi culo, cierto? Pues cómaselo a ver —decía, como con rabia, sin soltarme la verga.

Yo, ni corto ni perezoso, pasé mi lengua a su culo, a lamerle ese ojete cerradito, a humectarlo y a intentar abrirlo con mi lengua. Ella se reía, chupaba, tragaba y se reía. Yo estaba feliz con esas nalgotas en mis manos. Es que esa gota enorme que se dibujaba en su truza de ejercicio no le hace honor a lo que es desnuda: unas nalgas duras pero apretables que, al abrirlas, dejaban ver un botoncito ansioso de ser perturbado.

En un momento, posé toda mi boca sobre su ano y empecé a succionar como loco. Mi saliva lubricaba tanto su culo como su vagina, y ahí fue cuando esta mujer enloqueció. Dejó de mamar y empezó a pedir más y más. Yo estaba fascinado. En un movimiento brusco, se reincorporó y se sentó sobre mi abdomen.

—A lo que vinimos —me dijo, mientras acomodaba mi verga en su chocha.

Se sentó tan duro que ver cómo sus pelitos se confundían con los de mi pubis me puso aún más arrecho. Se movía hacia adelante y hacia atrás, rozando la pelvis, sin que saliera mi verga de ella, mientras se apoyaba en mis hombros y yo la agarraba de la cintura. ¡Qué delicia! Solo recordarlo me pone igual de duro. Su cara estaba en éxtasis, cerraba los ojos, apretaba los dientes y susurraba groserías. Yo tocaba toda su piel, le besaba los brazos, los hombros, le apretaba la cintura y, por supuesto, la nalgueaba. Besaba sus tetas, mordía sus pezones… Yo no quería que esto acabara.

A medida que estaba más mojada, empezó a moverse de arriba abajo. Ver cómo mi verga salía empapada de ella y volvía a entrar es de los mejores recuerdos que tengo. Ese sonidito… woooooowww. Aceleraba esta mujer, porque toda la fuerza y el movimiento lo hacía con sus tonificadas piernas. Se movía y me mataba en cada sentón.

—¿Sí ve que hay que entrenar pierna? —me decía entre jadeos.

Y yo sonreía como un bobo. Ella estaba empecinada en deslecharme. Cada sentón era con rabia, con arrechera, con ganas de dominarme. Pero yo no me iba a ir sin comérmela en cuatro. Así que la abracé de la cintura y la tiré al lado. Me levanté y le puse la mano en la nuca.

—En cuatro, perrita, que me toca a mí.

Me miró extrañada, pero accedió. Se puso una almohada en el abdomen y empinó ese culote. Yo lo vi, agradecí al cielo, y le pasé dos lengüetazos. Ella se estremeció. Le abrí las nalgas y empecé a comerme ese chocho sin piedad. Entraba suavecito y sonaba espectacular; el golpeteo era magnífico y sus gemidos, lo que yo tanto anhelaba.

Estaba arrodillado frente a ese culo, como en oración, mientras le daba verga como si no la fuera a ver nunca más. Me dejaba caer sobre su espalda para poder besarle la nuca, para robarle besitos de la boca mientras el jadeo lo permitía. Mi verga iba a explotar; era inevitable que me viniera. Ese culo era todo lo que se podía desear, y esta señora me tenía más arrecho que nunca. Sin sacársela, me puse de pie y, en una pose hasta chistosa, continué clavándola mientras mis manos se aferraban a su cintura.

Mis gemidos me delataban.

—Riegate, ríegate todito… Vente en mi espalda —me dijo, casi suplicando y con sus ojitos cerrados.

Dos, tres, cuatro embestidas más y saqué la verga para venirme en su espalda. El reguero fue espectacular. Ahí quedé yo, de pie, frente a ella, que estaba tumbada y regodeándose en mi leche. Solo pude sonreír…

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