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Cierro los ojos por un momento, dejando que el bullicio de Bogotá se desvanezca como un eco lejano. Ha pasado Navidad, con sus compras frenéticas que me dejan exhausta, el tráfico que ahoga las calles como un río de metal y bocinas, la lluvia incesante que golpea los techos como lágrimas eternas, y el estrés del trabajo en la aerolínea que me ata a horarios impredecibles. Anhelo un escape, un lugar donde el sol bese mi piel, donde pueda deslizarme en un bikini que abrace mis curvas, sumergirme en una piscina cristalina y dejar que el frío de una cerveza se deslice por mi garganta, borrando las tensiones. Pero mis beneficios en boletos aéreos con la compañía me sujetan a la disponibilidad de cupos, igual que a mi esposo. Todos en la ciudad parecen haber tenido la misma idea: los vuelos están abarrotados, y uno tras otro se cierran las puertas ante nosotros. Al final, solo uno de nosotros puede partir a las 3 de la tarde cuando un pasajero registrado no llega a la sala; el otro debe esperar al de las 7, rezando por un milagro.
Soy yo quien toma ese vuelo, porque las reservas del hotel están a mi nombre y debo presentar la tarjeta con la que pagué. Me despido de mi esposo con un beso apresurado en el aeropuerto, el aire cargado de olor a café quemado y combustible de aviones, mientras el altoparlante anuncia salidas con una voz metálica e impersonal. Abordé y dispuse a colocar mis audífonos, cuando a mi lado se sienta un joven de unos 21 años, con piel morena y ojos curiosos que parecen absorber cada detalle. Él había notado mi despedida, cómo mis hombros se tensaron al separarme, y me saluda con una sonrisa tímida, su voz suave sobre el zumbido de los motores preparándose.
—Hola, ¿cómo estás? — dice, y yo lo miro en silencio, preguntándome qué tiene que ver conmigo. Me retiré los audífonos para escuchar su explicación, nervioso, que viajaba con su madre, pero ella no llegó a tiempo, y se pregunta si mi esposo podría ayudarla con los trámites, ya que ambos están en la misma situación. No pude evitar pensar que gracias a ella yo estaba sentada en su lugar. Su ansiedad flota en el aire como un perfume sutil de colonia fresca mezclada con sudor ligero.
—Claro, no hay problema— le respondí por fin. Le explico lo que debe hacer con paciencia, y antes del despegue, le doy el número de mi esposo para que su madre lo contacte. Al mismo tiempo le aviso a él el lío en que lo he metido.
—Mucho gusto, Manuel—, se presenta, apretando los reposabrazos con manos blancas por la fuerza, sus nudillos pálidos contra la tela oscura. —Tatiana—le respondí. Noto su nerviosismo en cada ruido del avión, cómo sus ojos saltan como mariposas atrapadas, y le pregunto si es su primera vez volando. —Sí, ¿se nota? —, admite con una risa avergonzada, y yo, con mi experiencia en aerolínea y múltiples viajes, lo calmo durante el vuelo, conversando sobre nadas que distraen, mientras el avión se eleva y el mundo abajo se convierte en un tapiz de nubes suaves y luces distantes.
Al aterrizar, el aire cálido de Cartagena me envuelve como un abrazo tropical, oliendo a sal marina y flores exuberantes. El padre de Manuel me espera, un hombre robusto con una sonrisa amplia, y se ofrece a llevarme al hotel en su auto en agradecimiento a la ayuda que mi esposo Andres está brindando a su esposa, el motor ronroneando suavemente mientras el paisaje desfila: palmeras susurrando al viento, calles iluminadas por el sol poniente. Llego, y lo primero que hago es cambiarme: el bikini se ajusta a mi cuerpo como una segunda piel, el tejido fresco contra mi carne. Salgo a la piscina, donde el agua brilla como un espejo azul bajo las luces tenues del atardecer, y pido cócteles que llegan fríos y dulces, con un toque de limón que pica en mi lengua. Me recuesto boca abajo en una silla de playa, soltando las tiras del top para que el sol residual bese mi espalda, y dejo que los tragos se acumulen en mi mente como nubes de algodón, borrando el mundo. La música flota en el aire, no bailable sino sugestiva, con bajos profundos que vibran en mi pecho como un latido secreto, canciones como “The Thrill is Gone” de B.B. King y Tracy Chapman, que envuelven el ambiente en una niebla de melancolía erótica.
Me levanto, un poco mareada, y me sumerjo en el agua fresca que envuelve mi cuerpo como seda líquida, refrescando el calor que sube por mis venas. Estoy allí, flotando en esa burbuja de sonidos acuosos y aromas a cloro mezclado con jazmín del jardín cercano, de repente una voz me llama: —¿Tatiana? —. Volteo para ver, sorprendida, el agua goteando de mi cabello como perlas, y veo a Manuel, su silueta recortada contra las luces de la piscina, con una mochila al hombro. — ¿Qué haces aquí? —, le pregunto, un hilo de desconfianza en mi voz, mientras el agua lame mis piernas. Él saca una botella de whiskey de su mochila, un gesto de agradecimiento por ayudar a su madre, y yo miro el reloj, dándome cuenta de que falta poco para el vuelo de mi esposo. Lo llamo, deje a Manuel esperando unos segundos, y aún está allí cuando escucha que Andres tampoco podrá viajar en ese, que tendrá que esperar al del día siguiente.
—Oye, lamento lo del viaje de tu esposo—, dice Manuel. La poca confianza alcanzada durante el viaje nos permite charlar un rato más, además porque ya no tengo prisa por subir a la habitación a arreglarme; prefiero quedarme en la piscina, sola pero no tanto. La música continúa con su erotismo, busco con Shazam varias canciones para ampliar una playlist que en ocasiones usamos con mi esposo para ambientar el sexo. “Like U” de Rosenfeld debería estar prohibida en un lugar donde hay menores, y sumada a los cócteles, mi mente solo puede volar. Comienzo a notar en Manuel de rasgos que antes había ignorado: su cuerpo marcado, moreno, y cada vez que sale del agua, su pantaloneta mojada se pega, revelando las curvas de sus nalgas. Me pregunto si su verga también se marcará, intento verla disimuladamente, por lo que le pido seguido que salga del agua por cualquier pretexto. No lo logro, y eso solo me excita más. Siento el calor subiendo entre mis piernas, trato de evitar dar rienda suelta a mis fantasías, sobre todo porque soy una mujer casada y unos 9 años mayor que aquel chico, pero Manuel no colabora, no solo no se marcha, aparte pareciera que busca formas de acercarse en el agua, lo rozo “accidentalmente”, parece que terminaré masturbándome en la habitación.
—Es hora de irme—, le digo tratando de huir de la tentación. Doy un último sorbo a mi copa y me despido con la mano. —Sabes que eres muy bella, ¿no? —, y me abraza por la espalda. Siento su pene duro entre mis nalgas, la tela fina permitiendo que se acomode perfectamente, cálido y pulsante. Me asusto, trato de retirarme, pero él me sostiene con fuerza: —Deberías invitarme arriba. Mira lo que lograste—. Giro como puedo, frente a frente, con cara de desagrado: —¿Lo que logré? — pregunté tratando de verme disgustada. Él sonríe, sabiendo que me ha pillado, —¿Qué crees, que con esa forma de provocarme se iba a quedar pequeña? —. Me disculpo apenada, pero él me cierra la boca con un beso, su brazo alrededor de mi cintura, apretándome contra su dureza en mi vientre bajo.
No resisto: la excitación explota, no solo por él, por el beso o el abrazo dominante, también por “Cold Pizza” de Gregory David sonando de fondo. Pierdo el control, correspondo el beso y muevo mi pelvis al ritmo, lo que él nota, posando su mano en mi cadera, sabiendo que ya no huiré. Sin palabras, lo tomo de la mano, salgo del agua, recojo mis cosas y lo llevo al ascensor. Hay dos niños y su madre allí, así que nos miramos en silencio: sus ojos recorren mis labios, lo siento, mis ojos, y luego bajan a mis caderas, lo volteo a ver y se está mordiendo el labio con los colmillos, imaginando, lo sé, todo lo que me hará. Eso me enciende, el aire cargado de anticipación, oliendo a cloro y deseo.
Entramos a la habitación, y me pone contra la pared, mi espalda y nalgas aún goteando agua fría. Se apoya sobre mí, su verga dura entre mis nalgas de nuevo, sus manos bajo mis brazos agarrando mis tetas. —Quítate esto—, le pido, buscando el cordón de su pantaloneta, y él obedece, dejándola caer. Suelta las tiras de mi bikini, lo arranca, yo me empino para que su pene roce entre mis piernas. No entra, pero desliza contra mi clítoris, suave por mis fluidos, encantándome. Una mano en mi cadera, la otra en mis tetas, me besa la oreja, me muerde el cuello como si fuera un vampiro, y deseo que clave sus colmillos también.
Pasan minutos así, delicioso pero insuficiente; quiero que me llene. Como no toma iniciativa, lo hago yo: guío su verga a mi entrada, pero él se retira, me lleva a la cama. —Espera, tengo ganas de algo—, le digo, y ordeno al celular: “Ok Google, reproduce ‘You Don’t Love Me’ de Dawn Penn” a través del parlante Bluetooth. Manuel me pone en cuatro sobre las toallas aún dobladas en mariposa sobre la cama, se ubica detrás, y comienza a rozarme de nuevo. —Métela—, le ordeno, y él solo obedece. Apunta y entra de un solo golpe, hasta el fondo, abriéndose camino entre mis labios, con mi humedad facilitándolo. Me siento llena, a pesar de ser considerablemente menor que yo, está bien dotado. Me muevo al ritmo de la canción, y él me sigue, frenético, rápido, con ímpetu, siento sus testículos golpeándome fuerte. Me agarra las caderas, y aumento la fuerza. Oh, qué rico, eso es lo que quiero. Gimo para él, apretando sábanas, mi cara contra ellas, luego levantándola para que me agarre el pelo. Llego al primer orgasmo, el cielo, mientras él continúa, ojos cerrados, su verga hinchándose.
Al notar esto me detengo, me doy vuelta, me recuesto sobre mi espalda, abro piernas y lo llamo con el dedo índice. Manuel se ubica entre mis piernas, besa mi abdomen, pasa sus manos por mis piernas, me lame los pezones para relajarse. No quiero que se enfríe, no es una noche de sexo interminable, es más como un antojo rápido de satisfacer: bajo mi mano a su pene y continúo masturbándolo, él hace lo mismo con su mano en mi vagina, se llena los dedos de mis fluidos. Los corrientazos vuelven, le pido que entre de nuevo. Se ubica y me clava su hombría de un empujón, se deja caer sobre mí y yo lo tomo de las nalgas, apretándolo contra mí, todo mientras suena “What Love Can Be” de Kingdom Come, un sensual misionero. Todo se amplifica: cada centímetro de él, su aliento gime en mi oreja, nada más erótico que eso. Puso sus brazos alrededor de mi cabeza, lo que me permitía morder sus bíceps y marcar sus hombros con mis uñas, —No te detengas—, le susurro, moviendo mis caderas rápido hasta que su gruñido se sincroniza con los chorros de semen que empieza a eyacular, mi orgasmo intenso y largo, y yo aferrándome a su cuerpo, con uñas y dientes como si fuera a caer a un abismo.
Se deja caer sobre mí, cara en mi pecho, respiración agitada en mis pezones. Inmóviles por algunos minutos tratando de recuperar aire, su verga encogiéndose dentro, semen espeso saliendo a la cama, mientras suena “Tennessee Whiskey” de Chris Stapleton.
Cuando tuve fuerzas me levante, me vestí, y le pedí que se fuera. Quiso quedarse a hacerme divertida la noche, suponiendo que tenía derecho. Sin embargo, le abro la puerta y espero que salga.
Tomo un baño sonriendo, recordando cómo lo guié. Reviso el celular: llamadas perdidas de mi esposo, una nota de voz diciendo que finalmente sí viajó. Para cuando lo leo, su vuelo está a mitad de camino, por lo que tengo tiempo de organizar todo, maquillarme, y vestirme con lencería de encaje para nuestra noche. Al final, recibí una dosis de energía que usaré con quien si sabe cogerme bien sin tener que explicarle como.
Gracias por leerme.
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