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El teléfono sonó en la quietud de la noche del viernes, su timbre rompiendo el silencio que había envuelto la casa. Al contestar, escuché la voz entrecortada de Eulalia, mi vecina. Su tono era tan frágil como el cristal, y su voz temblaba mientras me daba la trágica noticia: su esposo había fallecido. Mi corazón se encogió al escucharla, y sin dudarlo, le ofrecí mi ayuda. "Estoy aquí para lo que necesites", le dije, sintiendo la gravedad de sus palabras y su llanto.
Tras las exequias, que terminaron en un mar de lágrimas y susurros de condolencias, Eulalia me pidió que la acompañara a su casa. "No me siento con fuerzas para ir sola", confesó, su voz apenas un susurro. Acepté sin vacilar, tomándola del brazo mientras caminábamos hacia su casa, vecina en el conjunto donde vivían mis padres. El aire de la noche era fresco, pero el peso de la tristeza que la envolvía parecía hacer que el mundo a nuestro alrededor se moviera más lento.
Al llegar, Eulalia cerró la puerta con llave y susurró: "Así está bien, para que no nos molesten". Sus palabras resonaron en la quietud de la casa, un refugio contra el mundo exterior. Se sentó en el sofá, su cuerpo aún envuelto en el velo negro que había llevado durante las exequias. Con movimientos lentos y deliberados, se quitó el velo, revelando su rostro pálido pero hermoso, enmarcado por sus rizos castaños. Luego, con un gesto casi mecánico, se despojó del abrigo, dejándome ver un cuerpo que, a pesar de su dolor, irradiaba una sensualidad innegable.
Su blusa de seda caía sobre sus senos grandes y firmes, los pezones erectos mostrando su excitación bajo la tela. Sus piernas, gruesas pero elegantes, se extendían frente a ella, y sus caderas anchas se curvaban hacia un culo que no me dejaba nada a la imaginación. Eulalia, siempre recatada en la calle, ahora se mostraba ante mí de una manera que nunca había imaginado. Su vello púbico, cuidadosamente arreglado, enmarcaba una vagina amplia, de labios gruesos y húmedos que brillaban bajo la luz de la sala.
Me senté a su lado, sintiendo la tensión en el aire. Eulalia, con una sonrisa pícara y con sus ojos aún enrojecidos por las lágrimas, tomó mi mano y la guio hacia su entrepierna. Su toque era suave pero firme. Sin decir una palabra, me mostró su sexo, húmedo y palpitante, como si suplicara por atención.
Mis sentidos despertaron. Eulalia, siempre la vecina madura y reservada, ahora se revelaba como una mujer insatisfecha, una mujer con deseos sexuales reprimidos, que buscaba liberación. Con un gesto casi instintivo, acerqué mi mano a su vagina, mis dedos explorando los pliegues húmedos de su sexo. Ella gimió suavemente, su cabeza cayendo hacia atrás mientras se aferraba a mis hombros,
"Gustavo...", susurró, su voz llena de necesidad. "Necesito hacer el amor".
Su voz sonaba ronca de deseo. Me incliné hacia ella, en un beso apasionado. Nuestras lenguas se enredaron, y mientras la besaba, mi mano continuó su exploración, mis dedos se deslizaron entre sus labios vaginales explorando hasta sentir su clítoris, sintiendo cómo su cuerpo respondía con contracciones de placer. Eulalia se movía contra mí, su respiración acelerándose mientras sus gemidos llenaban la habitación.
Con un movimiento rápido, me deshice de mi pantalón, liberando mi verga, dura y palpitante. Eulalia la tomó en su mano, guiándola hacia su entrada, y con un empujón firme, la penetré. Su vagina me envolvió, apretándome como si no quisiera soltarme, y un gemido escapó de su boca al sentir mi tronco grueso y gordo.
"Así, siiiii, penétrame Gustavo, métela toda", susurro en mi oído, su voz ronca de deseo. "Hazme tuya".
Luego sonrió, una expresión cargada de lujuria y promesa. "Te voy a hacer venirte como nunca, Gustavo”, su voz un susurro seductor.
Y así comenzó nuestro baile de pasión desatada. Eulalia se movía sobre mí, cabalgando con desenfreno, sus senos rebotando al ritmo de nuestros cuerpos. El sonido del sofá llenaba la habitación, mezclándose con nuestros gemidos y el sudor que comenzaba a cubrir nuestra piel. La penetré con fuerza, cada embestida llevándonos más cerca del borde, del clímax que ambos anhelábamos.
Pero justo cuando estábamos a punto de alcanzarlo, Eulalia se detuvo, su cuerpo inmovilizándose sobre el mío. Me miró con una sonrisa enigmática, sus ojos brillando con una mezcla de satisfacción y promesa. “Voltéame y ponme en cuatro”, cumplí la orden, suavemente la hice girar sobre la silla y quedar acomodada con sus manos en el espaldar, sus caderas se elevaron y sus nalgas se abrieron. Me arrodillé delante de su hermoso culo y sin advertirle, lamí el túnel de sus caderas hasta alcanzar el asterisco café y oro de su ano apretado y cerrado. Un gemido apagado, respondió mi lametazo inicial, sus gemidos subieron de volumen cuando mi lengua exploro su ano de arriba hasta abajo y luego empujando la punta de mi lengua en su interior. Comenzó casi que, como una perra, jadeaba, gemía fuerte y al final se vino en un chorro tibio de orina en el piso.
Su respiración se entrecorto y casi que se ahogaba, pero ella con una sonrisa de placer me dijo: “penétrame el culo ya!
Me pare detrás de ella, apunte la cabeza de mi verga erecta y empuje hasta donde entro en el primer empujón. Su cuerpo se curvo, su boca exhalo un grito ahogado y su cuerpo se empezó a mover como licuadora.
Fue una eternidad, sentir como se tragaba mi verga con su apretado culo, me tenia en una nube de placer y goce increíble.
Aquella mujer era una máquina de placer sexual anal, sus gemidos eran como bufidos
Pero faltaba el momento crucial, se vino en una tremendas meada con un grito terrible, lo que hizo que yo llenara su culo de leche caliente.
Caímos desmadejados en la silla y esperamos un buen rato para recuperar el aire y el aliento
"¿Y si esto es solo el comienzo?", susurró, su mano deslizándose hacia mi cuello, acercando su boca a la mía.
Su aliento cálido rozó mis labios, y en ese momento, supe que esta no era solo una noche de pasión desatada, sino el inicio de algo más profundo, más oscuro y más excitante. Eulalia, la viuda elegante y reservada, había revelado un lado de sí misma que nunca había imaginado, y yo estaba más que dispuesto a explorar cada rincón de su deseo.
Nuestros labios se encontraron en un beso lento y profundo, un sello de lo que estaba por venir. Mi historia con Eulalia apenas comenzaba, y ya podía sentir que sería una narrativa llena de placeres prohibidos, de exploraciones eróticas y de una conexión que trascendería el dolor de la pérdida. Y, mientras sus labios se movían contra los míos, supe que no había vuelta atrás. Estábamos destinados a explorar cada fantasía, cada deseo, y a hacerlo sin límites, sin restricciones.
La noche era joven, y nuestro viaje recién comenzaba.







