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El Domingo, mi esposa sale a la iglesia y yo aprovecho para ducharme sin prisas y masturbarme para relajarme. Con los ojos cerrados, disfruto mi erección, con la suave caricia del chorro. Creyendo que estaba solo, comencé a masturbarme. Escuche la puerta de la calle abrirse y me imagine a mi esposa entrando en ese momento, sorprendiéndome con su presencia. Pero cuando abrí los ojos, el corazón se me detuvo por un instante. No era mi esposa quien estaba allí, sino Rosalina, su hermana mayor.
Mi cuñada, con sus 57 años, es una mujer que irradia una elegancia sobria y recatada. Su piel morena clara brillando bajo la luz del baño, y su cabello castaño rizado cae en ondas suaves sobre sus hombros. Su cuerpo curvilíneo, siempre vestido con ropa deportiva y discreta, contrasta con la intensidad de su mirada en ese momento. Lleva más de 10 años viviendo sola con sus hijos. Nuestros ojos se encontraron, y en los suyos vi algo que nunca había notado antes: un destello de deseo, mezclado con nerviosismo y curiosidad.
—¿Te gusta mi verga? —pregunté con voz ronca, sin pensarlo dos veces. La pregunta salió de mi como un susurro cargado de intención, y vi cómo sus mejillas se sonrojaban ligeramente. No dijo nada, pero su sonrisa tímida fue suficiente respuesta.
Sin esperar más, la tomé de la mano y la arrastré hacia el baño. Rosalina no opuso resistencia, su sumisión era casi palpable, como si hubiera estado esperando ese momento sin siquiera saberlo. La puse de rodillas frente a mí, el agua aun corriendo sobre nosotros, y le ordené con firmeza:
—Mámamela.
Sus manos temblaron al tomar mi verga, pero sus labios húmedos la rodearon con una habilidad que me sorprendió. Rosalina no era la mujer recatada que siempre había creído. Sus gemidos ahogados, mezclados con el sonido del agua, me enloquecieron. Su boca era cálida, su lengua experta, y cada movimiento me llevaba al borde del abismo.
—Más rápido —ordené, y ella obedeció, su cabeza moviéndose con ritmo mientras sus ojos se clavaban en los míos.
Pero no quería que terminara así. La levanté con facilidad, sintiendo el peso de su cuerpo contra el mío, y la senté en el borde del sanitario. Sus piernas se abrieron para mí, y con los dedos comencé a explorar su sexo, ya húmedo y caliente. Rosalina cerró los ojos, gimiendo suavemente, entregada por completo a mis dedos.
—¿Quieres que te chupe la raja? —murmuré contra su cuello, y ella asintió, su respiración entrecortada.
Sin más preámbulos, me arrodille separando sus piernas, acerque mi lengua recorriendo su sexo suavemente y sintiendo sus vellos crespos en mi cara. Empujé mi lengua separando sus labios húmedos y babosos, recorrí toda su cueva hasta encontrar el clítoris. Me sorprendí de lo grande y grueso casi como una cresta de gallo. Chupe despacio acelerando a medida que sus piernas apretaban mi cabeza entre ellas. Sin previo aviso, se vino en mi boca con un chorro tremendo y gimiendo casi a gritos. Esperé que se recuperara y la penetré. Primero por su raja mojada, y luego por su rico culo apretado y acogedor, que me envolvió como si hubiera sido hecho para mí. Rosalina gimió, su cuerpo se adaptó a mi ritmo. Con una mano, acaricie su raja suavemente, y sin detenerme, le llene el culo. Su ano, estrecho y resistente, me recibió con un gemido más agudo, más desesperado.
—¡Ah, que ricooo, dame así, duro, mas, más duro! —exclamo, sintiendo cómo sus paredes del culo me apretaban.
Rosalina se convirtió en mi puta en ese momento, y yo en su amo. La follé con fuerza, sin piedad, llenando cada uno de sus agujeros con mi verga dura. Sus gemidos llenaron el baño, mezclándose con el sonido del agua y mis jadeos. Su cuerpo temblaba, su piel brillaba bajo la luz, y sus ojos, ahora cerrados, parecían perdidos en un placer que nunca antes había experimentado.
—¿Te gusta tener mi verga en tu culo, Rosalina? —pregunté, embistiendo con más fuerza.
—Sí… sí, me gusta —respondió, su voz quebrada por el éxtasis.
La hice venir primero, su cuerpo convulsionando entre mis brazos mientras su raja se contraía alrededor de mi verga. Sus gritos ahogados resonaron en el baño, y yo no pude contenerme más. Me vine dentro de ella, llenando su culo con mi leche, sintiendo cómo su cuerpo temblaba una vez más al recibir mi carga.
Cuando terminamos, nos quedamos allí, jadeantes y sudorosos, el agua aun cayendo sobre nosotros. Rosalina se recostó en mí, su respiración poco a poco volviendo a la normalidad.
—Seré tu puta cada que me lo pidas, cuñado —murmuró, su voz cargada de promesa.
La abracé, sintiendo el calor de su cuerpo contra el mío, y en ese momento, el futuro no importó. Solo existía el presente, el calor de nuestros cuerpos entrelazados y la promesa de más encuentros clandestinos. Pero en lo más profundo de mi mente, una pregunta persistía: ¿cuánto duraría este juego antes de que todo explotara? No tenía la respuesta, y tal vez no la quería. Por ahora, solo importaba el placer prohibido que habíamos descubierto juntos.






