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Ese instante en que al fin eres dueño
de ese cuerpo ansiado que enciende,
que estremece,
es la gloria pura, la plenitud.
En unos minutos, condensado,
se eleva todo lo que te mueve:
la sangre explota, los músculos tensan,
la mente se pierde, la respiración
es un río agitado,
la energía brota.
Largo o breve,
intenso o suave,
el acto es placer y debe serlo,
condenable sería quien no lo entendiera.
Porque herir ese deleite
es cosa de bárbaros, de cuerpos ciegos.
Hacer el amor o saciar la sed del otro
es el atajo secreto a la alegría,
en un mundo que golpea
cada vez más hondo,
cada vez más duro.