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Título: "A veces, el silencio"
Relato en primera persona por Julián
No fue el perfume en su cuello. No fue la forma en que cerró la puerta del baño. Fue algo más leve. Más sutil. Una pausa donde no debía haberla. Un segundo de vacío entre sus palabras, como si hubieran sido ensayadas antes de ser pronunciadas.
La noté distinta esa noche.
Valeria siempre había tenido una manera peculiar de habitar el mundo: con una mezcla de distancia y fuego. Amábamos esa libertad que nos daba el poder elegir, sabiendo que siempre volvíamos el uno al otro. Nunca fuimos ingenuos. El deseo —decíamos— no se ata, se comparte. Y así lo hicimos durante años, construyendo un amor sin jaulas, pero con códigos. Claros. Intactos.
Hasta ahora.
Cuando volvió esa noche, la lluvia la había dejado empapada del cuello a las botas. Pude oler la ciudad en su abrigo. El pelo algo revuelto. Las mejillas más encendidas de lo habitual. No dijo mucho, solo me besó en la frente como si quisiera tocarme sin tocarse. Se encerró en el baño, y el vapor pronto comenzó a colarse por debajo de la puerta.
Yo me senté en el sillón. Apagué la televisión. La escuché moverse dentro: agua corriendo, toallas deslizándose sobre su piel, quizás una respiración más profunda. Cerré los ojos y, por alguna razón, lo supe. No por celos. No por inseguridad. Lo supe con esa certeza con la que se sabe una tormenta antes de que llegue.
Había estado con él. Con Diego.
Tal vez fue el modo en que caminó hasta el dormitorio, descalza, con pasos más lentos de lo normal. O el modo en que evitó mi mirada. O la piel —su piel— aún vibrante, como si no quisiera olvidarse todavía del tacto de otros dedos.
Nunca imaginé que la infidelidad pudiera sentirse así. No como traición. No como ira. Sino como un murmullo detrás del pecho. Una ausencia que pesa más que cualquier grito.
No me dijo nada. Yo tampoco.
Pero cuando se metió en la cama, y su cuerpo buscó el mío —con cariño, sí, pero sin hambre—, entendí que algo se había desplazado dentro de ella. Como si lo que ocurrió no fuera solo físico, sino una grieta, una disonancia apenas audible, que cambiaría la música de lo nuestro para siempre.
La abracé de espaldas. Hundí el rostro en su cabello. Todavía olía a él. A Diego.
Me quedé así, sin moverme, conteniendo la respiración, mientras ella se rendía al sueño. Yo no pude dormir. Estuve despierto toda la noche, escuchando cómo respiraba. Preguntándome si aquello era el precio de la libertad... o su límite.
A veces, el silencio entre dos personas es más íntimo que cualquier caricia. Y más cruel.