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Título: “Donde termina el pacto”
Segunda parte del relato – Narrado por Julián
Lo invité a casa tres días después. A Diego.
Fue una excusa simple: un vino que nos había recomendado alguien en común, una botella de la que solo podíamos hablar los tres. Valeria lo supo apenas lo mencioné. Me miró en silencio un instante, como si estuviera decidiendo si debía estar presente o no. Al final, dijo que tenía trabajo y salió antes de que él llegara.
No la culpé.
Diego llegó puntual, como siempre. Tenía esa seguridad tranquila que lo volvía inevitable en cualquier habitación. Nos dimos un abrazo corto. Casi fraternal. Abrí el vino y serví dos copas. Ninguno de los dos tocó la bebida de inmediato.
Nos sentamos en el balcón. La noche estaba en calma, y el cielo tenía ese tono gris azulado de las horas indecisas. Durante un rato, hablamos de cosas sin peso: libros, música, política. Lo escuchaba hablar y lo veía distinto, como si una capa invisible se hubiese desprendido de él y me revelara algo más crudo, más real. Tal vez era yo el que había cambiado la mirada.
—¿Y Valeria? —preguntó finalmente, con un tono casual que no supe si admirar o detestar.
—Trabajando —dije, y tomé un sorbo del vino.
Silencio.
Él miró hacia la calle, abajo. Las luces de los autos pasaban despacio, como si nos protegieran con su indiferencia.
—¿Lo vas a decir? —preguntó, sin mirarme.
Esa pregunta, simple, directa, me descolocó. No por su contenido, sino por su precisión. No preguntó “¿Sabes?”, ni “¿De qué estás hablando?”. Solo eso: ¿Lo vas a decir?
Lo pensé unos segundos. O eso creí. En realidad, creo que ya lo sabía desde antes de que llegara. Que no quería convertirlo en palabras.
—No hay nada que decir —contesté.
Fue entonces cuando lo miré. Y él me sostuvo la mirada. No había culpa en sus ojos. Tampoco orgullo. Solo esa expresión extraña de quien sabe que ha probado algo que no debía, y lo recuerda con los labios todavía tibios.
Yo también la recordaba. A ella. Esa noche. Su espalda descubierta al salir del baño. El temblor en sus dedos al sujetar la manta. La forma en que su cuerpo evitaba el mío con una delicadeza que dolía más que un rechazo directo.
—Esto cambia las reglas —dije.
Diego asintió. Solo eso.
—No sé si quiero seguir jugando —agregué, no como amenaza, sino como confesión.
Él dejó la copa sobre la baranda. No había bebido. No dijo nada más. Se levantó, me dio una palmada en el hombro y se despidió con una naturalidad dolorosa. Como si fuéramos dos viejos amigos que se entendían demasiado bien para seguir siendo amigos.
Cuando cerré la puerta, el departamento me pareció más grande. Más vacío. Me serví otra copa y volví al balcón. El vino seguía intacto. Pero ahora tenía otro sabor.