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Título: “La línea que no existía”
Tercera parte del relato – Narrado por Diego
No fue planeado.
Podría decir eso y sería verdad, aunque incompleta.
Los silencios entre Valeria y yo habían comenzado mucho antes que la noche en que cruzó la puerta de mi departamento. Y no eran silencios incómodos. Eran espacios llenos de algo que ninguno se atrevía a nombrar. No sé si fue culpa del pacto que ellos tenían, o del modo en que ella me miraba cuando Julián no estaba observando.
Siempre supimos que había algo flotando entre nosotros. Y siempre fuimos lo suficientemente correctos como para no tocarlo. Hasta que un día, lo hicimos.
Recuerdo el sonido de sus dedos golpeando suavemente mi puerta. Llevaba un abrigo largo, el cabello algo húmedo por la llovizna. No sonrió. Solo me miró como si esperara que dijera algo que no dijimos.
—Solo por un rato —murmuró. Y entró.
No pregunté por qué. Ni por Julián. Tampoco le ofrecí una copa, como solía hacer. Todo lo que sobraba, aquella noche, fue retirado del camino. No sé si fue el deseo acumulado o el modo en que se quitó el abrigo sin mirarme, dejándolo caer sobre el sillón. Todo fue silencioso, y sin embargo, ruidoso por dentro.
Su cuerpo temblaba apenas. No de frío, sino de algo más hondo. Sus pasos eran seguros, pero había una grieta, apenas visible, como si incluso mientras caminaba hacia mí, estuviera escapando de algo.
No fue brusco, ni salvaje. Fue contenido. Como quien bebe de una copa prestada, sabiendo que no puede derramar una sola gota.
Yo conocía su piel, sí. Habíamos compartido momentos con Julián. No era nuevo el tacto, ni el deseo. Pero aquella noche fue distinto. Más íntimo. Más… real. El tipo de cercanía que no se busca cuando se tiene permiso, sino cuando se cruza una línea que, hasta entonces, nadie se había molestado en dibujar.
Cuando terminó —cuando todo se volvió silencio de nuevo—, ella no lloró. Tampoco habló. Se vistió sin apuro, peinó su cabello frente al espejo con los dedos, y antes de irse, me miró como si quisiera que yo recordara algo que no había dicho.
Y lo hice.
Recordé su espalda al alejarse, el sonido leve de sus pasos alejándose por el pasillo. Y su perfume —ese aroma a piel recién lavada y deseo todavía latente— que quedó en el aire, como si la habitación no quisiera dejarla ir del todo.
Apagué las luces. Me quedé solo. No encendí música. No quise pensar en Julián. No quise pensar en mí.
Pero lo hice igual.
No sentí orgullo. Tampoco remordimiento. Sentí algo peor: la conciencia de haber querido lo que no debía, durante demasiado tiempo. Y de que, al final, lo había conseguido.
Lo peor de una línea cruzada no es el paso en sí. Es mirar atrás y darse cuenta de que quizás… nunca estuvo ahí.