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No la noté al principio.
O quizá no quise notarla.
Luciana. Veintiún años. Mirada directa, sonrisa sin culpa, voz suave, y una forma de sentarse que parecía una declaración de guerra a mi autocontrol.
La primera vez que vino a casa pensé que sería una más del grupo de estudio de mi hijo. Pero había algo en su forma de hablar, en cómo me saludó, que me dejó una vibración incómoda… como si hubiese sentido una mano invisible recorriéndome el cuello.
Pasaron semanas. Algunas visitas casuales. Risas desde el comedor. Miradas fugaces. Pero en una de esas tardes, mi hijo salió a hacer un encargo y la dejó sola en la sala, esperando.
Me la crucé al bajar las escaleras. Shorts diminutos, una camiseta blanca demasiado honesta, y esa expresión de quien no tiene prisa.
—¿Querés agua? —le pregunté, sin mirarla directo.
—No. Pero si me ofrecés algo más... no sé si podría negarme —dijo. Y ahí sí me miró.
Sin filtros.
Sin inocencia.
Con hambre.
La habitación se volvió más chica. El aire más espeso. Mi cuerpo, más alerta que nunca. Ella se estiró en el sofá, cruzando las piernas con lentitud. No me quitaba los ojos de encima. Jugaba con el borde de su camiseta como si nada… como si todo.
Yo no era un hombre ingenuo.
Sabía exactamente lo que estaba pasando.
Y eso lo hacía peor… o mejor.
—Tenés que tener cuidado con ese tipo de juegos —le dije, apoyándome en el marco de la puerta, sin acercarme.
—¿Y si no estoy jugando?
El silencio se volvió otro lenguaje.
Uno con respiración acelerada y tensión en los dedos.
Se levantó. Caminó hacia mí. Despacio. Casi bailando. Pasó a mi lado, rozando apenas mi brazo. Su perfume quedó flotando entre nosotros como una invitación. No me tocó. No tuvo que hacerlo.
—Decile a tu hijo que me fui —murmuró antes de salir, sin apuro.
Me quedé de pie, mirando la puerta cerrarse. Mi pecho subía y bajaba como si hubiera corrido una maratón. Y una parte de mí… sabía que ese cruce no había sido el último.
Porque a veces, el deseo llega sin permiso.
Y otras veces, como Luciana, toca la puerta con una sonrisa peligrosa… y se queda a vivir en la piel.
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