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Tercera parte
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Volví a verla tres días después.
Luciana entró como si viviera allí. Mis silencios ya no la intimidaban. Los buscaba.
Traía el mismo aroma que me perseguía en sueños… pero esta vez, no venía sola.
—Te presento a Maia —dijo con una sonrisa torcida, como si supiera que la simple presentación ya me desarmaría.
Y me desarmó.
Maia era distinta. Más morena, de ojos claros y figura pequeña, pero con esa actitud que hacía que todo en ella pareciera más grande. Llevaba una chaqueta de jean abierta sobre una blusa ajustada y un pantalón que parecía pintado sobre su piel. Sonrió apenas al mirarme. No era tímida. Era otra clase de peligro.
—Me habló mucho de vos —dijo, caminando sin pedir permiso hacia la sala. Sus ojos eran una mezcla de curiosidad y algo más. Algo que brillaba en el borde de lo prohibido.
Luciana no se sentó. Se quedó de pie detrás del sofá, mirándome con la calma de quien controla las piezas.
—¿Y qué te dijo? —pregunté, intentando mantener la voz neutra.
—Que eras de esos que se resisten primero… y después lo dan todo.
La tensión se disparó en el ambiente. No era solo deseo. Era juego. Era provocación abierta, sin máscaras.
Luciana caminó hacia mí, lenta. Maia se quedó observando, sin intervenir. Como si disfrutara ver la escena desde afuera… por ahora.
Ella me besó sin palabras. Un beso conocido. Profundo. Dueño. Sus labios tenían sabor a desafío.
Cuando se apartó, su mirada se desvió hacia su amiga.
—¿Ves? Te dije que era fuego —dijo en voz baja, como si yo no estuviera allí.
Maia se acercó. Mucho. Me rodeó como una danza. Me olió. Me rozó con la yema de los dedos por la nuca, sin tocar realmente. Sentí cómo la electricidad me recorría la espalda entera. Era un lenguaje nuevo. Otro tipo de atracción.
—Puedo entender por qué te obsesionó —dijo, al oído—. Pero me gustaría comprobarlo por mí misma.
No había alcohol. No había música. Solo la habitación en silencio, la respiración cargada y tres cuerpos con los sentidos al límite.
Luciana se recostó en el sofá, como si lo tuviera planeado. Maia se sentó a mi lado, sin espacio entre nosotros.
Y yo… no dije que no.
Ni quería hacerlo.
Porque hay momentos en los que la cordura no entra. En los que el cuerpo habla por encima de la conciencia.
Y ese, fue uno de ellos.
Lo que siguió fue una sinfonía de miradas, manos, calor… y la certeza de que estaba cruzando una línea que no tenía vuelta atrás.
Y lo peor —o lo mejor— fue que no solo lo permití.
Lo deseé.
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