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Estaba sentado en mi escritorio, sumergido en un mar de papeles y aburrimiento. Era viernes, casi al final de la jornada laboral, y la monotonía de la semana me había dejado exhausto. Mi oficina, con sus paredes revestidas de madera oscura y el olor a papel viejo, era un refugio silencioso, pero ese día, incluso el tic-tac del reloj en la pared parecía burlarse de mí. Necesitaba un respiro, algo que rompiera la rutina. Con un suspiro, levanté la vista y presioné el botón del intercomunicador.
—Sonia, ¿podrías venir un momento? —mi voz sonó más grave de lo habitual, como si el aburrimiento hubiera pesado en mis palabras.
No tardó en aparecer. La puerta se abrió, y allí estaba ella, Sonia, con sus diecinueve años y una energía que contrastaba con mi cansancio. Llevaba un vestido ajustado, de un azul oscuro que resaltaba su figura esbelta, y su cabello castaño caía en ondas suaves sobre sus hombros. Sonrió al entrar, esa sonrisa que siempre me parecía demasiado inocente para lo que estaba a punto de suceder.
—¿Sí, Gustavo? —su voz era dulce, casi melodiosa, pero había algo en su tono que me hizo arquear una ceja.
—Siéntate —le indiqué con un gesto hacia la silla frente a mi escritorio.
Se sentó, cruzando las piernas con una elegancia que no encajaba con su edad. Al principio, la conversación fue formal, como siempre. Hablamos de los pendientes del día, de algunos chismes de la oficina, y de sus planes para el fin de semana. Pero pronto, noté que sus movimientos eran más deliberados, como si estuviera midiendo cada palabra y cada gesto.
—¿Te vas temprano para la casa hoy? —preguntó, inclinándose ligeramente hacia adelante.
Su pregunta me pareció tonta, pero entonces, sin previo aviso, movió las piernas, descruzándolas y volviéndolas a cruzar de una manera que dejó al descubierto la parte superior de su muslo. Mi mirada se desvió, casi contra mi voluntad, hacia la fina tira de su tanga oscura que asomaba por encima del borde de su vestido. Era un detalle mínimo, pero suficiente para que mi pulso se acelerara.
—No lo sé —respondí, tratando de mantener la compostura—. Depende de cuánto trabajo quede por hacer.
Sonia sonrió, y esta vez, su sonrisa no tenía nada de inocente. Era pícara, cargada de intención. Su mirada se clavó en la mía, y en ese momento, supe que no estábamos hablando solo de trabajo.
—¿Nunca has pensado en lo que podría hacer con mis labios? —murmuró, levantándose de la silla con una lentitud que me hipnotizó.
Mi corazón dio un salto. La pregunta era directa, descarada, y me pilló desprevenido. Nunca había hecho algo así, menos con una secretaria que, además, era conocida de mi esposa. Pero allí estaba, de pie frente a mí, con esa sonrisa que prometía algo más que palabras.
—No sé a qué te refieres —logré decir, aunque mi voz temblaba ligeramente.
Sonia se río, un sonido suave y seductor. Caminó lentamente alrededor del escritorio, sus zapatos haciendo clic contra el suelo de madera. Cada paso parecía calculado para aumentar la tensión. Cuando estuvo detrás de mí, escuché el sonido de la puerta cerrándose con llave. Mi pulso se aceleró aún más.
—Vamos, Gustavo —dijo, ahora más cerca, su aliento cálido en mi oído—. No finjas que no has pensado en ello.
Me giré en la silla, justo a tiempo para verla arrodillarse frente a mí. Su vestido se ajustó a su cuerpo, y por un momento, me perdí en la curva de sus caderas, en la manera en que su pecho subía y bajaba con su respiración acelerada.
—Nunca he hecho algo así —admití, mi voz apenas un susurro.
Sonia no dijo nada. En su lugar, extendió una mano y la colocó sobre mi muslo, su tacto suave pero firme. Sentí un escalofrío recorrer mi columna vertebral. Sabía que no iba a detenerla, que esto estaba mal, pero mi cuerpo parecía tener otras ideas.
—Déjame mostrarte lo que puedo hacer —murmuró, y antes de que pudiera responder, sus manos ya estaban desabrochando mi cinturón.
Mi respiración se volvió más rápida, y mis manos se aferraron a los brazos de la silla como si fuera mi única ancla en ese momento. Sonia trabajó con eficiencia, desabotonando mi pantalón y bajándolo lo justo para dejar al descubierto lo que había debajo. Su mirada se posó en mí, y por un instante, sentí una mezcla de vergüenza y excitación.
—Tal como lo que imaginaba —susurró, y su aliento cálido rozó mi piel.
No respondí. Solo observé cómo se inclinaba hacia adelante, cómo sus labios se acercaban, y entonces, todo lo demás dejó de importar. Su boca me envolvió, cálida y húmeda, y un gemido escapó de mis labios antes de que pudiera contenerlo.
Sonia era experta, moviendo su lengua de una manera que me hizo arquear la espalda. Sus manos no estaban quietas; una se deslizó por mi muslo, mientras la otra jugueteaba con la tela de mi bóxer. Cada movimiento, cada presión de sus labios, me llevaba más cerca del borde.
—Sonia… —mi voz sonó ronca, casi un susurro.
—Ahh —respondió, sin dejar de moverse—. Solo relájate.
Y me relajé. Me rendí a la sensación, a la manera en que su boca me llevaba al límite. Mi mente estaba en blanco, excepto por el placer que recorría mi cuerpo. Y entonces, cuando estaba a punto de estallar, Sonia se detuvo.
—No aún —dijo, levantándose con una sonrisa triunfante.
Me miró, y en sus ojos vi algo que no había notado antes: un brillo de deseo, de poder. Se puso de pie, y sin decir una palabra, se dio la vuelta, apoyando las manos en el escritorio y levantando las caderas. Su vestido se elevó, revelando la curva de su espalda y la fina tira de su tanga.
—¿Quieres más? —preguntó, su voz cargada de promesa.
No respondí con palabras. En su lugar, me puse de pie, mi cuerpo tembloroso pero decidido. Caminé hacia ella, mis manos temblando mientras las colocaba en sus caderas. Sonia gimió suavemente cuando la penetré, primero con cuidado, y luego con más fuerza, sintiendo cómo su cuerpo me recibía.
El ritmo se volvió frenético, cada embestida más profunda que la anterior. Sonia se movía al compás, sus gemidos llenando la habitación. Y entonces, sin previo aviso, cambié de ángulo, buscando su entrada más estrecha.
—¿Esto? —pregunté, mi voz ronca.
—Sí… —gimió, su cabeza cayendo hacia adelante—. Más…
Y le di más. La combinación de anal y vaginal fue abrumadora, cada movimiento llevándonos más cerca del borde. Nuestros gemidos se mezclaron, el sonido de la carne chocando contra la carne llenando la habitación.
—Voy a… —empecé, pero no pude terminar la frase.
Mi cuerpo se tensó, y entonces, todo explotó. Mi mundo se redujo a la sensación de su cuerpo alrededor del mío, a los gemidos que salían de su boca, y al placer que me consumía por completo.
Cuando terminé, me desplomé sobre ella, mi respiración entrecortada. Sonia se giró, sus ojos brillando con una mezcla de satisfacción y algo más que no pude descifrar.
—¿Que rico —dijo, su voz aún jadeante— y ahora qué sigue?
– Levántate el vestido.
Sonia obedeció dejando a la vista unas tangas negras.
– Bájate las tangas.
La chica se bajó las tangas hasta las rodillas. Su rostro inmutable, como quien está acostumbraba a obedecer sin rechistar.
Contemple la mata de vellos suaves y oscuros bajo la tela.
Me gire tras de ella hasta situarme en su espalda.
Observe el culo desnudo, levantado como si fuera una yegua. redondeada allí dónde las nalgas se juntaban con los muslos.
Sin previo aviso aprete con mi mano la nalga derecha, sin que la ella se resistiese lo más mínimo, introduje la mano por detrás y metí dos dedos en su vagina.
Sonia gimió perdiendo la compostura durante unos segundos.
– Bien, quiero meterlo dentro de tu culo de nuevo. Mi voz solo hizo que sonriera más aun y entonces le ordene - arrodíllate sobre la silla -.
– Así Gustavo? – susurró la aludida.
– Te voy a meter la verga por el culito. ¿Entiendes?
Mi miembro viril, erecto y palpitante al aire.
– Separa un poco las piernas. Eso es.
Frote la entrada del ano de la chica metiendo los dedos.
– Relájate… relájate por completo.
– ayyyy Gus, yo…
– No te preocupes, abre bien las nalgas y abre el hoyo del ano.
Ruborizándose por primera vez, Sonia relajó sus músculos y su esfínter.
– Siente mi verga – anuncie situando la punta del pene en su agujero.
– Despacio. Esta muy gruesa y muy gorda – pidió Sonia en un susurro.
Poco a poco, con cuidado, inserte mi cabeza gruesa en el apretado culo de Sonia mientras con una de mis manos, estimulaba su clítoris.
Tras un par de segundos, empujé todo el tronco dentro de ella, comencé penetraciones de metesaca, sacaba mi miembro y lo metía en su ano apretado. Empujando con determinación y arrancando un grito de placer. Animado por el deseo, inflamado por las señales sexuales que copaban sus cinco sentidos, embestí una y otra vez, mientras el cuerpo de Sonia, fuera de control, se movía como puta entre corrientes de placer. El orgasmo llegó una y otra vez seguidas y casi al mismo tiempo sentí que me venía., en el último momento, obligándola a aflojar el culo y reteniendo la explosión, saque mi verga y eyacule sobre las tiernas nalgas de mi secretaria.
Luego, tomando una toalla, limpie el semen impregnado en las nalgas de Sonia.
Un minuto después, Se metió al baño para lavar sus partes íntimas.
– Bueno, no me imagine lo rico que sería un viernes contigo en la oficina. - dije.
Sonia asintió y me dio las gracias.
Luego se dio la vuelta y caminó hacia la puerta moviéndose de manera sensual.