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Cuando Kathy cruzó la puerta de mi oficina la primera vez, supe que iba a ser distinta. Llevaba una chaqueta negra ajustada y una minifalda gris que dejaba al descubierto sus muslos lisos, blancos como la porcelana. El tacón de aguja hacía que sus piernas parecieran interminables; yo, sentado tras mi escritorio, sentí cómo mi entrepierna se tensó cuando ella se agachó para dejar la cartera sobre la mesa auxiliar. Se le marcó la línea del tanga, apenas un hilo que se perdía entre sus nalgas redondas, y tuve que apoyar un brazo sobre el regazo para disimular la evidencia que empezaba a apretar el pantalón.
—Buenos días, señor —saludó con una sonrisa que parecía invitación y burla a la vez.
—Gustavo —la corregí, aunque me encanto oírle decir «señor»—. Llámeme Gustavo.
Kathy asintió, sus pechos se levantaron y bajaron con la respiración, haciendo que el escote temblara como si fuera a ceder en cualquier segundo. Me costó concentrarme en el documento que debíamos revisar. Sus ojos me observaban con picardía cada vez que yo alzaba la vista, sin ninguna vergüenza.
Transcurrió así casi una hora; cada vez que ella se reacomodaba en la silla cruzaba y descruzaba las piernas con la lentitud calculada. A las doce, Kathy se incorporó de un brinco, anunciando que iba «al baño un segundo». Yo asentí fingiendo interés en un informe aburrido mientras imaginaba su tanga deslizándose por sus muslos al quitárselo.
Un par de minutos después regresó. No llevaba brillo en los labios y había dejado los botones del escote desabrochados permitiendo que sus senos asomaran cuando se inclinaba. La falda ondulaba con cada paso. Ella se dirigió al archivero situado en la esquina; esos cajones altos que requieren estirarse. Se colocó deliberadamente frente a mí y puso una mano en la pared para sujetarse mientras alzaba el brazo derecho.
La minifalda subió hasta la mitad de sus muslos; entonces separó las piernas. Yo contuve el aliento: sus labios vaginales, rosados y húmedos, me miraron desde el centro de una raja cuidada y depilada. A aquella altura mi verga parecía a punto de rasgar los pantalones. Kathy hizo como que forcejeaba con un estante superior.
—Gustavo, ¿me hace el favor de ayudarme con este expediente? Está muy alto y yo… no alcanzo.
Me levanté despacio, acomodándome la camisa por dentro para disimular, pero la erección era obvia. Me acerqué hasta quedar justo detrás de ella; con la punta de mi rodilla entre la falda de ella, y algo dentro de mí rugió cuando ella dejó caer la cadera hacia atrás rozándome la bragueta.
—¿Qué documento necesita? —pregunté con voz ronca.
—El de color beige… con sello rojo. Está ahí arriba —susurró, volviendo ligeramente la cabeza.
Alargué la mano hacia el estante de arriba, fingiendo interés en la carpeta; en realidad mi mente se centraba en el culo perfecto que se apretaba contra mi erección. Kathy dejó escapar un leve gemido cuando notó mi dureza. Dio un pasito adelante, abrió más las piernas y dejó el peso de su cuerpo sobre sus talones. El movimiento hizo que su sexo se abriera apenas: un parpadeo de carne húmeda que me invitó a imaginar su sabor salado y olor intenso a mujer excitada.
Se giró lentamente bajo el pretexto de indicarme otra estantería. Sus pezones marcaban el blazer; debajo de la tela, sus pechos temblaban como queriendo liberarse. Me miró a los ojos con una provocación directa.
—¿Le gustaría ver, lo que traigo debajo, Gustavo?
Todo quedó en silencio absoluto. Me incliné hasta que mis labios casi tocaban su oreja y susurré:
—¿eres como toda venezolana, ardiente y provocadora o más atrevida?
Kathy tomó aire; sus mejillas se tiñeron de un rosa intenso. En lugar de contestar, deslizó la mano por su costado, se arqueó y acarició su propio muslo de arriba abajo rozando apenas su clítoris con las yemas de los dedos. Un brillo salvaje animó sus ojos; ella sonrió. Había pasado la línea sin palabras. Su lengua rozó el borde de sus labios y yo imaginé cómo se sentiría en la punta de mi pene.
¿porque no me prueba? …El aire pareció condensarse entre nosotros, espeso, cargado del olor a sexo anticipado.
No hubo caricias, no hubo besos… todavía. Solo el ruido de su respiración acelerada mientras cerraba la puerta con llave: mis dedos abrieron su vagina húmeda, presionando el botón de su culo, mi verga erecta entre mis boxers, frotándose entre sus nalgas hasta que ella casi grito con voz ronca de placer. En mi mente ya la tenía sentada encima de la mesa, pidiendo que la llenara entera, gimiendo que era mi puta personal.
—Esto huele a sexo sin freno, señor Gustavo —musitó Kathy sin dejar la sonrisa burlona—. Supongo que te encanta el riesgo, ¿verdad?
—Depende de con quién lo corra —respondí mientras mi mano se posaba sobre su cadera, disfrutando el par de nalgas llenitas de carne.
Acerqué un poco más mi boca a su cuello; aspiré su aroma a mujer ya excitada. Aún no había tocado su sexo abierto, aún no le había metido los dedos en el clítoris ni su ano apretado.
Kathy, con movimiento pausado, se inclinó en la pared y apoyó las palmas, ofreciéndome la visión completa: dos nalgas firmes, el pliegue oscuro, la sombra de su sexo, todo a la altura de mi cintura. Su respiración se transformó en jadeos apagados y ahora su cuerpo temblaba.
—Tócame—susurró, sin parpadear—.
Mis dedos trazaron un camino desde su muslo, ascendiendo hasta rozar el contorno húmedo de sus labios. Ella soltó un quejido cuando mi dedo índice dibujo lentas líneas a ambos lados de su abertura, pero sin penetrarla. Cada caricia la calentaba más; cada vez que intentaba empujar la cadera contra mis dedos, yo apartaba la mano apenas perceptiblemente, alargando la agonía.
—Gustavo… —exigió entre dientes, con la voz quebrada y ronquísima.
No podía verle los pezones, pero sabía que estaban erectos y rígidos, pidiendo ser pellizcados, chupados sin lástima.
Mis manos subieron hasta sentir la suavidad de sus pechos bajo la seda de la blusa. Agarre cada teta con firmeza: un tamaño perfecto que llenó mis manos. Sus cabellos sobre mi cuando arqueó la cabeza hacia atrás contra mi cuello. Apreté sus pezones entre mis dedos, girándolos con lentitud calculada; ella respondió con un gemido profundo.
Con la mano derecha bajé hasta la cintura, entre sus nalgas tracé con la yema el camino directo a su ano. Lo rodeé, dibujando círculos con la humedad que había recolectado de su clítoris. Ella se removió, inquieta.
—Me estás volviendo loca, carajo…
—Quiero que estés loca —susurré al oído, mientras el círculo se hacía más pequeño y pronunciado.
Por primera vez mis dos dedos frotaron el centro exacto de su entrada trasera, presionaron apenas, se retiraron, volvieron. Kathy apretó su culo de manera instintiva y después lo relajó, dejando que mis yemas recorrieran la circunferencia con un masaje lento. A cada pasada de mis dedos, ella sacudía la cabeza y mordía sus propios labios con evidente rabia contenida.
Con la otra mano bajé hasta su clítoris: la cresta endurecida me esperó húmeda y caliente. Empecé con movimientos a masturbarla; me guiaba por el pulso de sus caderas. Cada caricia en el ano se sincronizaba con la caricia sobre su clítoris: dos frentes que la obligaban a agarrar aire entre los dientes con mucho placer.
Kathy apoyó la frente contra la pared, jadeante. La minifalda se había subido por completo hasta la cintura quedando retorcida como un cinturón improvisado. Su raja estaba completamente abierta. La visión de sus líquidos corriendo por sus muslos me despertó una bestia que hasta entonces me había contenido.
Le agarré las caderas con ambas manos, obligándola a arquear más. Ella sabía lo que venía: mi boca descendió directo a su sexo y chupé la carne húmeda con placer desmedido. Mi lengua lamió desde el clítoris abultado hasta el interior de sus labios carnosos, saboreando el sabor salado y dulce a mujer caliente. En cada embestida de mi lengua, Kathy soltaba un juramento ronco: «mierda… sigue…» «ahí… no pares…» «métemela bien».
Entonces metí dos dedos dentro de su ano y mientras mi boca trabajaba su clítoris. El sonido fue inmediato: un chorrito caliente salpicó mis dedos y mi boca. Kathy tembló de pies a cabeza, la pared parecía vibrar con la fuerza de sus gemidos ahogados. Mis dedos continuaron dentro de ella, frotando mientras sus líquidos me empapaban la mano, goteando incluso al suelo.
—Ahora tu boca me come a mí —ordené con brusquedad.
Giré su cuerpo con rapidez. Sus ojos brillaban con adrenalina, los pómulos colorados. Me bajé la cremallera y mi verga saltó al aire, endurecida, con la cabeza húmeda. Sin perder tiempo, Kathy se agachó, abrió esa boca provocativa y me envolvió con un trago profundo que casi me hizo arrodillarme.
Sentí que mi cabeza tocaba su garganta. Luego subió, chupó con fuerza la cabeza, usó su lengua para dibujar ríos alrededor del tronco. Yo empujaba de forma instintiva, cogiéndole el pelo mientras ella aumentaba el ritmo. Con cada embestida le daba un leve tirón, acompasado con el sonido hueco de la succión.
Pero quería más. Agarré su cabello con firmeza y la aparté de mi verga; ella respiró hondo, mirándome expectante, con la saliva brillando en los labios.
—¿Tu agujero chiquito está listo para mí?
—Siempre está listo —respondió sin pensarlo, y dio media vuelta de inmediato, ofreciéndome su trasero en pompa.
Escupí en mis dedos, lubricando el tronco; luego usé sus flujos sobre su propio pliegue. Se estremecía, impaciente, cuando la cabeza de mi verga apuntó a su ano apretado. Presioné con lentitud: la entrada cedió como me encanta. La mitad del tronco entró, … el resto fue un camino de fuego caliente que se cerraba a mi paso y al mismo tiempo me lo suplicaba.
Cuando estuve completamente dentro, ambos suspiramos. Agarré sus caderas y empecé con movimientos circulares, saliendo hasta la mitad y volviendo a hundirme hasta el fondo. Cada vez que mis huevos golpeaban su carne, ella emitía un quejido, que rebotaba en las paredes de la oficina.
Ensarte su culo con el ritmo de mi propio deseo: duro, lento, duro, lento, para que sintiera cada milímetro de mi verga dentro de ella. Su ano se adaptaba, relajándose cada vez más, hasta que pude aumentar la velocidad manteniendo la fuerza; el sonido de carne contra carne sonaba con su chup chup.
—Dame… culeame hasta llenarme… quiero tu leche dentro de mi culo —gritó con voz de arrechera.
Aceleré el ritmo hasta que los músculos de mis piernas se contrajeron; el primer chorro de semen salió con tal fuerza que la lleno toda. Seguí embistiendo, cada eyaculación acompañada de un gemido contenido, vaciándome dentro de ella. Notaba sus dedos arañando la pared, su respiración entrecortada mezclada con mis propios jadeos.
Cuando terminé, me separé un paso y mi verga salió húmeda y goteando. La leche blanca escapó de entre sus nalgas y resbaló por su muslo. Kathy bajó la falda con parsimonia, se recogió el pelo suelto, volvió a abrochar la blusa como si nada.
Se giró entonces hacia mí, los labios hinchados por la mamada; sus ojos relucían de satisfacción y, al mismo tiempo, de deseo renovado.
—¿Se queda el documento en el estante o lo necesita en la mesa? —preguntó con voz suave.
Solté una carcajada, aún aturdido por la descarga de adrenalina. Ella también se río y, por un segundo, recuperamos el aire … si no fuera por el aroma sexual impregnado en el ambiente y por el sabor a leche y a sexo que aún tenía en la boca, todo seria normal aquel día.
—Déjelo ahí, por ahora —dije al fin—. Creo que necesitaremos revisar los documentos … a diario. Quizá incluso en las tardes.
Kathy me guiñó un ojo mientras caminaba a su escritorio con esa cadera hipnótica.
—Me encanta el trabajo en equipo, señor Gustavo—respondió antes de sentarse y abrirme las piernas.
Yo me dejé caer en mi silla, sintiendo el corazón todavía bombeando como un tambor y la bragueta abierta. Estaba en calma, pero ambos sabíamos que aquel silencio era una tregua: mañana, y pasado, y el resto del mes, la frontera entre juego y obsesión iba a difuminarse hasta desaparecer. Con el dedo tracé un círculo sobre el escritorio, imaginando como frotarían su culo más tarde o al día siguiente ....






